sábado, 29 de enero de 2011

E-soneto.

De Mishkin, poeta chusco y apolillado, a Negro Black, el ausente, que fue corazón y alma de la Rívoli:


Algunos no sentamos la cabeza,
de vuelta ya de todo y con desgana
(sin que sepa muy bien si es mala o sana),
un poquito de envidia a entrar me empieza.

Comparto profesión, años, pereza
mas no talento, fe ni ¿marihuana?
que del Japón los jardines desgrana
en moléculas de rara belleza.

Ya rinde Usera su tributo al bardo
cantor de Tomasín y Juan el loco.
El solio de San Pedro y sus bastardos

retiembla en sus cimientos cada poco
ni Yepes puede ya esquivar tus dardos
sin sudar ni comerse un rato el coco.

Primera bachiana sobre el preludio de la bachiana brasileira nº 1 de Heitor Villa-Lobos con mi cariño y agradecimiento

Llego a la casa en que habito
como huérfano de huesos,
y como náufrago quiero
solo una copa y abrigo;
a bocanadas respiro
como borracho en invierno,
y como hombre me tiendo
sobre una alfombra de vidrio.

Veinticuatro cellos cantan
mi única nana de alivio.

lunes, 24 de enero de 2011

Reivindicación del trivium, que tampoco es manco

Nunca llueve cuando se va a quemar a alguien. Ni siquiera para llevarse las cenizas al olvido. La mañana que ardió el cuerpo del reformador Jean Huss la luz era roja como la culpa que se quería castigar. En un momento de la ignición, como el fuego languidecía, una piadosa anciana allegó con mano trémula unas astillas para avivarlo. Singularidades del tiempo y de la historia aparte, la anécdota podría elevarse a categoría. Es muy cercano a lo que Hanna Arendt llamó la trivialidad del mal, esa facilidad ciega y oscura para incurrir en la crueldad, sin asomo apenas de conciencia. El mismo silencio de escrúpulos que tuvo Eichmann para declarar que exterminaba judíos sólo por obediencia, nunca por placer o avidez, y que hubiera asesinado a su padre si se lo hubieran ordenado. Excuso decir, que con todos los distingos materiales pertinentes, tales episodios entrañan la misma ferocidad formal, tanto el delicado ademán de la anciana como la siniestra lealtad de Eichmann. Ambas son producto de la intolerancia y la deshumanización inoculadas en las mentes como sistemas de creencias ciegas e irreflexivas.
En esta historia universal de la infamia que es el discurrir de la humanidad, pudiera ser la libertad de conciencia y de pensamiento la piedra angular de la paz y la convivencia. Cuando esta no existe, el aire se ensucia y la vida de los pueblos se infecta de barbarie. Crecen las flores más negras en tierras sin alma. Este es el paisaje ennegrecido que contemplamos, la impureza de unos tiempos nefastos, como todos sin duda, que no invitan, diría Maquiavelo, a hacer profesión de bondad entre tanto bellaco. Pero convengamos, sin reduccionismos ni anteojeras simplistas, que esa libertad de conciencia, que parece ser la principal seña de identidad que hermosamente nace en Europa y en la civilización occidental, de la irredenta sangre derramada de tanta guerra de religión, de tanta batalla ideológica, o de incursiones depredatorias envueltas en lujosas pieles de nobilísimas causas; ya digo, sin ese librepensamiento, todo es despotismo y tiranía.
Esta plúmbea digresión, que vuestras preclaras mentes ya rumian desde sus respectivas edades de razón, viene a cuento porque no me atrevía a hablar directamente de la educación, por ser asunto que nos incumbe y duele íntimamente (a otros les dolía España, cuestión de gustos y aficiones).
Pues bien, cuando todos los días vamos a las aulas tensos y vigilantes ("Nadie se duerme camino del patíbulo", observaba John Donne) por esos largos corredores de la muerte (ojalá fueran de la "petite morte", como dicen los franceses), tal vez no fuera inútil pensar en esa libertad de conciencia, que de puro manida sabe y huele a infancia y a esencial inutilidad. Más, lo bello es inútil, leí alguna vez a algún egregio poeta, y, sobre todo, y así lo creo desde mi desvalida sangre, porque por la libertad se llega a la belleza y al esfuerzo y la decencia en el trabajo.
¿O deberíamos capitular y recluirnos en los goces privados de nuestros aposentos y, sin esperanza, sólo pedir como aquel condenado a muerte camino del cadalso que fueran por otra calle porque en aquella por la que iban hacía corriente?

viernes, 21 de enero de 2011

Quadrivium mobile

Desde que tengo uso de razón no he conocido sector más anticíclico, constante y previsible que el sector educativo. Con recesión o expansión, con Solchaga, Solbes o Rato, con peseta o con euro, la enseñanza ha venido dibujando una serie perfecta de máximos y mínimos decrecientes, respetando siempre su directriz bajista secular sin que pueda vislumbrarse cuándo pueda hacer un suelo.

Que la contribución de la enseñanza es incalculable en términos de producto presente y no digamos de producto futuro, nadie podrá negarlo. Primero por la estabilidad económica que brinda a cualquier familia y al conjunto de la sociedad el hecho de tener a la prole atendida y estabulada, lo que permite a los progenitores tener un trabajo y atender a sus asuntos (y a veces desentenderse por completo del que debería ser su principal asunto). Segundo, por la estabilidad emocional que proporciona y la cohesión familiar que procura. Ya los trovadores provenzales observaron que el verdadero amor, el amor imperecedero e incombustible es el amor de loin. Es un fenómeno comprobado que la intensidad del amor paterno-filial es directamente proporcional a la distancia física entre hijos y padres. De forma que la propia perduración de la familia será posible sólo con un retiro temporal que propicie y renueve el gozo inefable del reencuentro. No digamos si al retiro diario de los meses lectivos se suma una quincena de campamento estival en el embalse del Burguillo.

Todo esto estará muy bien, pero lo que ahora nos importa no es el servicio prestado en el presente sino la contribución futura. Vaya por delante que la pretensión de mantener a un imberbe confinado durante horas entre cuatro paredes en reposo, concentración y silencio, es perfectamente antinatural. No voy a apelar a sus recuerdos escolares, seguramente demasiado recientes. Hace 120 años Galdós puso mano al primer capítulo de Miau con el siguiente párrafo: A las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela pública de la plazuela del Limón salió atropelladamente de clase, con algazara de mil demonios. Ningún himno a la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes naciones, es tan hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el grillete de la disciplina escolar y echarse a la calle piando y saltando.

Sí, uno también ha ascendido por el cursus horrorum de las guarderías, colegios e institutos, condenado a bogar durante años en las galeras de aquellas aulas y abomina de la reencarnación porque le resulta un insufrible metafísico la mera idea de tener que volver a hacer el bachillerato. Pero el sistema, en su previsible y adormecedora rutina, era capaz de formar e informar las destrezas básicas y los conocimientos mínimos de cada escalón. Y eso no era todo. Había también algo más, algo mucho más importante: En mitad del tedio y el marasmo, alguien (no todos, ni todos los días ni a todas horas), alguien era capaz de prender una chispa, de leer o decir o escribir sobre una pizarra unas letras, un verso o una ecuación en la que estaba misteriosamente trazado un sendero luminoso hacia nuestro propio destino. ¿Cómo era posible? Creo que sólo hay una respuesta: Era posible porque estábamos en clase y como en clase. Y no en o como en la ducha, ni en o como en el metro, ni en o como en el patio, ni en o como en el fútbol. Ahora da igual aula, parque, bar, grada, espacio euclidiano o radioeléctrico, todo está saturado por una sonsónia zafia, pútrida y banal que circula como el agua de la Estigia por el movistar, el facebook, el tuenti, por la multiplicación exponencial de la nada o por decirlo en palabras de César Vallejo, por la bulla triunfal en los vacíos. Y en esas condiciones es muy difícil, sino imposible, prender la llama, arrojar una chispa donde nada puede arder.

En los institutos a todas horas estamos piando contra la pavorosa mediocridad del alumnado, pero a la vez somos arrastrados por la fuerza incontenible de esa marea. Fulano es un muchacho un poco retraído, que toca el cello y lee a Hegel. Alguno que siempre se queja de que sus alumnos no leen, ni escriben ni piensan ni conocen, no tardará en decir: Fulano es rarito y Fulano es motejado de inadaptado y problemático y relegado al moderno brazo secular (orientador y psicólogo). Cosa que a todo el mundo, empezando por el interesado, pasando por la profesora de música y acabando por el profesor de Filosofía, le parece perfectamente natural.

Continuará.

martes, 18 de enero de 2011

Si una mañana de invierno un filósofo

Cuentan que estando Platón a punto de embarcar en el puerto de Siracusa, después de haber sido redimido de la esclavitud por Arquitas de Tarento, un grito lejano de gaviota le destempló el cuerpo y el ánimo. Y, extendiendo su mirada hacia el mar, un sabor triste a herrumbre le empastó la boca. Intuyó, quizá, la atroz futilidad de su tarea: convertir al tirano Dionisio al noble saber de la filosofía. En el incandescente cielo del amanecer, se insinuó el terror de todos los espejos, mientras una gota de sal se pudría lentamente, como la mentira, en sus labios. ¿Qué símbolos, qué huellas del dolor sospechan los cuerpos que se abandonan a la idea de que la filosofía, el pensamiento, purifican al poder y lo iluminan?
La lágrima contenida del filósofo se hacía cada vez más grave. Si terrible era concebir su misión al servivio de los que administran la ciudad, más aún le parecía que la filosofía sólo tuviera vida posible al arrimo de la fuerza y de las armas. Ni el brillo del pescado en los cestos, ni el dorado perfume de las frutas, ni siquiera la sobria sensualidad a la que invitaba el olor rotundo del vino, conseguían aliviar un presentimiento de muerte que le ahogaba. Tal vez, volvió a sentir el mismo agrio regusto que le asaltó cuando Sócrates tomaba la cicuta para obedecer las leyes, en las que no creía, de los hombres. ¿Cuántos silencios, cuántas miradas eran necesarias para saber que estaba condenado a vivir en guerra con sus entrañas?
Durante la travesía, entendió que el pensamiento y la violencia comparten la misma sangre, adivinando tal vez que la filosofía esconde su crueldad, su rostro inmisericorde, tras ese sueño natal de una tierra que está en todas partes. Al arribar a Atenas, la luz del mediodía le enardeció el corazón: escribiría una obra "El Filósofo" para desgarrar definitivamente la filosofía de la política, pero un áspero viento detuvo su mano. Lo escrito esta fijo y muerto, la literatura no es más que muerte. Mejor legitimar la tiranía, dejar que las ideas presten su carne para la sagrada prostitución con el orden dado.
Ya en la tarde, con un presagio de pardos olivos oscureciendo la lejanía, Platón rasgaba el pergamino diseñando la dictadura de "Las Leyes". Vencido y cansado, supo que la vida se le iba igual que un antiguo recuerdo.
Siglos más tarde, un soldado romano encontraría algunos de sus escritos en la soledad de un campamento, en los que recomendaba expulsar a los poetas de la ciudad por ser falsos imitadores de imágenes de virtud, y también lo que parecían unas notas íntimas, "para sí mismo", que registraban con tono sereno pero amargo sus dudas, sus desánimos, ciertos deseos de muerte, imprecisas añoranzas, ausencia de un amor acaso...

sábado, 15 de enero de 2011

Floyd Patterson en Madrid


«Lo que me asusta no es que me hagan daño, lo que me asusta es perder. Perder entre las ocho cuerdas no es lo mismo que perder en cualquier otro sitio. Un púgil que ha sido vencido por k.o. o por inferioridad manifiesta sufre de un modo que no podrá olvidar nunca. Le pegan la paliza bajo los focos, con miles de testigos que lo insultan y le escupen, y sabe que también lo están viendo otros muchísimos miles de personas a través de la televisión y de los noticiarios cinematográficos».
El que había sido el más joven campeón del mundo de todos los tiempos y era uno de los boxeadores más inseguros de todos los tiempos acababa de ser derrotado en el Yankee Stadium por un sueco enorme y fanfarrón, Ingemar Johansson, que lo había machacado en el tercer asalto haciéndole besar la lona cinco veces. Era el 26 de junio de 1959. Cuando perdía, solo quería huir, de todos y de todo, pero fundamentalmente de sí mismo; pasaba semanas sin salir de su casa y de su cama, viviendo como había nacido, a oscuras. Esta vez tardó un año en recuperarse. En marzo de 1961, en Polo Grounds, se le presentó la oportunidad de vengarse de Johansson. En el quinto asalto cazó al sueco con dos ganchos terroríficos. Johansson dobló la rodilla y lo miró desde abajo con los ojos a la deriva y la mandíbula torcida. Pero nunca había podido ensañarse con ningún hombre vencido; se dio la vuelta y esperó a que el árbitro contara. Le faltaba instinto asesino.
Floyd Patterson había nacido pobre en Waco, Carolina del Norte, un invierno de 1935. Moriría en su casa de Brooklyn a los 71 años después de ocho años de Alzheimer. Su último combate lo libró ante «el más grande» en el Madison de Las Vegas en octubre de 1972. Cayó por un k.o. incontestable en el séptimo. Al recuperarse pronunció una frase que recogieron todos los medios: «Al final comprendí que yo era un boxeador; él, en cambio, era Historia». A Patterson siempre le había gustado hablar, en ocasiones con un tono sentencioso que no le había granjeado la simpatía del mundo del boxeo. Para la mayoría era un tipo raro, «una especie de vegetariano rodeado de bestias carnívoras», había escrito Norman Mailer.
El periodista y escritor A. J. Liebling estuvo junto a Patterson el día de la peor derrota de su vida, que no fue la de Johansson. Se dijo que era el único a quien el campeón herido había hecho alguna confidencia después del fracaso. Estamos en 1962. Liebling, que había acudido a cubrir el combate por cuenta de The New Yorker, nunca publicó las supuestas declaraciones. Murió en diciembre de 1963. Entre sus papeles, aparecieron unos folios manuscritos fechados en abril de ese mismo año.
«Cuando te noquean con un buen golpe, no sientes dolor. Flotas. Es como si estuvieras borracho. Sientes que quieres a todo el mundo. Y a mí me habían golpeado desde pequeño. Me crié en un piso sin agua caliente en Brooklyn, compartiendo cama con dos de mis diez hermanos». Fue un niño introvertido que tenía pesadillas y que aprendió pronto a huir: deambulaba por las calles o se subía a trenes que le llevaban por la ciudad hasta volver tarde, a su barrio. Los vecinos lo encontraban a veces escondido en un callejón, como sonámbulo. Solo quería perderse. Empezó a robar, pequeños hurtos, comida para llevar a su madre, absentismo escolar, jueces, y el internamiento en la Wiltwick School. «Sentí rabia contra mi madre, a mi padre casi no lo veía. Creí que era la cárcel, pero no, era una especie de granja en la que había un arroyo en el que podíamos bañarnos. Nunca me pusieron la mano encima; me enseñaron a leer y a expresarme. Siempre les estaré gradecido, me pusieron en el buen camino». El buen camino fue el gimnasio Grammercy de la calle Catorce Este, al que llegaría con casi quince años el joven Floyd. Allí trabajaban dos de sus hermanos. El dueño era Cus D’Amato, que dormía en el trastero. También había salido de las calles y tenía un ojo ciego para siempre como recuerdo; dormía con un arma bajo la almohada; era aficionado a los libros de historia militar y a la obra de Nietzsche. Como diría de él un joven Norman Mailer que acostumbraba a visitar el gimnasio, «poseía el entusiasmo de un santo de esos que son todo manos a la obra y poca vida contemplativa; hacía pensar en un tipo de niño duro, italiano, que abundaba en Brooklyn. Eran niños simpáticos, rara vez malintencionados, pero que, a juzgar, al menos, por su comportamiento, no conocían el miedo. Eran capaces de enfrentarse a cualquiera».
A Cus le gustó el muchacho nada más verlo. Era rápido, disciplinado, y tenía un imponente gancho de izquierda. «Cus fue siempre como mi padre. Me enseñó no solo a boxear, me enseñó a observar al rival, a saber en qué podía estar pensando, en su próximo golpe. Aunque yo ya sabía que nunca debería esperar nada de quien tuviera enfrente, fuera un boxeador o el hombre que me miraba desde el espejo haciendo guantes. Con el tiempo, el viejo Cus se daría cuenta de que su pupilo tenía de cristal la mandíbula y el alma, de que no podía dejar de sentir simpatía por los púgiles con los que me enfrentaba. También supo que tenía miedo. Al final no confiaba en mí».
Los comienzos de Patterson fueron espectaculares; solo una derrota en sus treinta y seis primeros combates. Se le consideraba un boxeador elegante y de pegada dura que también sabía encajar. Se fue convirtiendo en un caballero del ring que sorprendía por su amabilidad: peleando con Tommy «Hurricane» Anderson, no dejó de instigar constantemente al árbitro para que detuviera el combate y evitara un castigo innecesario a su contrincante. «Si ya tienes ganada la pelea, por qué vas a machacar al contrario. Sabes que va a perder y a sentir humillación y vergüenza, y que la va a tener que pasar solo, porque en esos momentos, chico, te va a dar la espalda hasta tu madre. Yo solo quería volver a mi rincón. Creo que, en el fondo, siempre he estado queriendo volver a aquel callejón de Brooklyn».
El 25 de septiembre de 1962, en el Comiskey Park de Chicago, los cincuenta mil asistentes al combate llevaban semanas escuchando y leyendo lo que las radios y los diarios anticipaban, la posible derrota del campeón y el enfrentamiento reducido al simplismo de negro malo contra negro bueno. La literaturización del acontecimiento llegó de la mano de dos novelistas a sueldo de dos revistas. Para Norman Mailer, pagado por la revista Esquire, Patterson era un imposible, alguien que quería ser un gran púgil sin dejar de ser un tipo amigable, integrado. Liston, en cambio, era un tipo desesperado, borracho, ex presidiario, yonqui, capaz de sacarte de un apuro por la vía dura. Para James Baldwin, contratado por Nugget aunque no tenía ni idea de boxeo, Liston era un patán grotesco; a Patterson le regaló un ejemplar dedicado de Nadie sabe mi nombre.
En la mañana del combate, Floyd Patterson era el campeón del mundo. « Pasaba horas tumbado, medio dormido, escuchando mi música preferida, Music for Lovers Only. Me llegaban algunas noticias de mi rival. Estaba en todos los periódicos, los periodistas le buscaban, y aunque tenía problemas para pronunciar la palabra rehabilitación no tenía ninguno para proclamar “no quiero noquear a mi adversario. Quiero pegarle, alejarme, y mirar cómo le duele. Yo quiero su corazón”. Durante el pesaje no le miré a los ojos, a fin de cuentas íbamos a pelear, lo cual no tenía nada de agradable». Con los contendientes en el ring, desfilaron Joe Louis, Rocky Marciano, Johansson, Ezzard Charles, Barney Ross, Dick Tiger y Archie Moore. El último en subir fue un joven púgil de Louisville llamado Cassius Clay. En las primeras filas, se sentaban escritores, actores y cantantes; y el grupo de mafiosos que apoyaba a Liston y que consideraban a Patterson un bicho raro, un vegetariano o cosa parecida.
Cuando sonó la campana, inexplicablemente, Patterson entró en la distancia corta. Con un pegador como Liston, la estrategia era suicida. Recibió una izquierda, lanzó un gancho fallido y encajó golpes en las costillas y en el hígado. Había pasado un minuto. Liston lanzó un uppercut de derecha que le llegó en pleno rostro. El campeón no se recuperó. «Después de varios ganchos de izquierda, me refugié en las cuerdas y apoyé el brazo izquierdo en ellas. El siguiente gancho de izquierda me alcanzó en plena mandíbula. No logré levantarme antes de que me contaran diez. Cuantos más placeres te dé la vida, más temerás a la muerte». Fue el tercer k.o. más rápido de la historia del campeonato de los pesos pesados.
Antes de bajar del cuadrilátero, el ex campeón dedicó palabras elogiosas para quien le acababa de noquear, y en el vestuario, contestó reposado a las preguntas de los periodistas. Cuando todo el mundo se marchó, se vistió y se pegó la barba postiza. Esperó hasta que el estadio se hubo vaciado y se metió en su coche para tomar una autopista en dirección este. El viaje hasta su campo de entrenamiento de Highland Mills duró unas veinticuatro horas. Le dolía la cabeza. Poco más tarde, se presentó en el aeropuerto neoyorquino de Idlewild con el pasaporte, una maleta y su disfraz. Antes de llegar al mostrador se volvió a colocar la barba y el bigote y unas gafas oscuras. Miró el panel de salidas, comprobó los próximos vuelos y compró un billete con destino a Madrid. Una vez allí, se metió en un taxi, se fue directamente a un hotel y se registró con el nombre de Aaron Watson. Luego se pasó varios días merodeando por los barrios más pobres de la ciudad, fingiéndose cojo. Floyd Patterson, o Aaron Watson, buscaba olvidar sus fantasmas deambulando por la periferia como el niño que había perdido en la niebla oscura de Brooklyn. A las doce horas del 1 de octubre estaba en la Puerta del Ángel, siempre más allá del río; decidió doblar por la calle Jaime Vera, estrecha e incierta y con olor a terraplén. Entró en el bar Casa Miguel y se acercó a la barra. Cojeaba ligeramente mientras los parroquianos le vieron pedir una cocacola. Cuando salió del bar, casi tropezó con una vecina que llevaba a su niño en brazos. Se quitó las gafas e hizo un gesto de disculpa: tocó con los dedos de esa mano capaz de matar a un hombre la mejilla del niño, que debía tener unos pocos meses de vida, y lo miró a los ojos. Dejó impresa en él la agriamarga sensación de la derrota y el fracaso.

viernes, 14 de enero de 2011

Escatología vaticana o la purga de Benito 16


No estaba en el ánimo de este corresponsal en el infierno abundar en la crítica de la patulea vaticana (también cansa ser maligno). Sin embargo, dado que la curia no da tregua, me he visto en la necesidad de insistir en la irreverente blasfemia.
Según mis últimos informes, tras la abolición del limbo, con la consecuente desbandada de las almas de los fetos y de los bebés no bautizados, de los tontos y de los locos a los campamentos improvisados en los arrabales celestiales, ahora el Papa ha decidido unilateralmente que el purgatorio no existe como ámbito, no es un lugar del espacio, sino “un fuego interno que purifica el alma del pecado”. Algo así como una úlcera de estómago que las almas podrían aliviar con Almax. Pero tal abolición no es baladí. Se renuncia de forma caprichosa a una tradición, al tiempo que cesa un vasto territorio, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus quejumbrosos lamentos, con sus monarcas y sus ríos, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica.
De forma frívola y arbitraria, sin asomo de temblor en el flequillo, lo proclamó Ratzinger el pasado 12 de enero en la audiencia de los miércoles, cuya catequesis dedicó a la figura de santa Catalina de Génova (1447-1510), conocida por su visión del concurrido lugar de redención. “El purgatorio -afirmó el pontífice- no es un elemento de las entrañas de la Tierra, no es un fuego exterior, sino interno. Es el fuego que purifica las almas en el camino (sic.) de la plena unión con Dios”. Al tiempo añadió sin rubor -un hombre tan mayor y tan leído- que santa Catalina no parte del más allá para contar los tormentos del purgatorio e indicar después la senda de la purificación o la conversión, sino que parte de la “experiencia interior del hombre en su viaje hacia la eternidad”. Pero una atenta lectura del Tratado del purgatorio de la susodicha santa permite observar que también para ella este se representa como un enclave: “una dulce pendiente que asciende por un cerro donde hay muchas cruces. De cada una de estas cruces, cuelga, clavado de pies y manos el cuerpo de un ser humano”.
Es más, en una de sus múltiples amenazas, el propio Jesús se refiere al purgatorio con una clara referencia espacial: “Te digo que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo". (Lucas 12,58-59). ¿Qué está pasando pues? ¿A quién representa el trasero que ocupa la silla de Pedro?
Con todo, lo más grave de las insensatas palabras del Santo Padre es la desconsideración que muestran hacia el prolijo trabajo del gran Dante Alighieri, a quien, como se sabe, debemos la más minuciosa descripción del purgatorio. Según el poeta medieval (seguimos refiriéndonos a Dante), el purgatorio se emplaza en el hemisferio austral de nuestro planeta, por aquel entonces anegado totalmente por las borrascosas aguas de los océanos. De estos mares emerge una gran torre, como una tarta de siete pisos, erigida con la tierra obtenida de la excavación de la sima del infierno. La puerta del purgatorio está custodiada por un ángel con una espada de fuego, que parece tener vida propia, claro antecedente de la espada láser de los caballeros Jedi. Dicho pórtico está precedido por tres jardines: el primero de mármol blanco, el segundo de una piedra oscura que la intuición geológica de Dante no adivina, y el tercero y último de pórfido rojo. El purgatorio, como ya se ha dicho, se divide en siete cornisas, donde las almas expían sus pecados para purificarse antes de entrar al paraíso. Al contrario del infierno, donde los pecados se agravan a medida que se avanza en los círculos, en el purgatorio la base de la montaña, es decir la primera cornisa, alberga a quienes padecen las culpas más graves, mientras que en la cumbre, cerca ya del Edén, se encuentran los pecadores menos culpables. Su distribución es la siguiente: la primera cornisa la pueblan los soberbios; la segunda, los envidiosos; la tercera, los iracundos; la cuarta, los perezosos; la quinta, los avaros y los pródigos; la sexta, los golosos; y la séptima, los lujuriosos. Finalmente, tras una cortina de fuego, se llega a una escalera que acerca a dos ríos precursores del paraíso: el Lete, donde al bañarse las almas olvidan los pecados, y el Eunoe, cuyas aguas devuelven la memoria del bien realizado.
¿Puede esta compleja arquitectura derrumbarse mediante una irresponsable licencia de la imaginación en una simple catequesis de los miércoles?

martes, 11 de enero de 2011

Cristianofobia



El Papa, una vez más, tiene razón. El tradicional discurso de Su Santidad ante los representantes del cuerpo diplomático en la Santa Sede ha puesto de manifiesto una contundente denuncia ante el oprobio que todos vivimos en los últimos tiempos. Con la serena y valiente oratoria que le caracteriza, el Santo Padre sostiene que la Iglesia “no puede guardar silencio ante otra amenaza a la libertad religiosa de las familias” donde “se impone la educación en cursos de educación sexual o cívica que transmiten concepciones de la persona y de la vida presuntamente neutras, pero que en realidad reflejan una antropología contraria a la fe y a la recta razón”.
Un ejemplo nítido de la falta de orientación sexual sana y de la citada antropología invertida, unidas al relativismo moral que impera en la sociedad moderna, se pudo comprobar en el verano de 2009 cuando Paris Hilton, tras salir un par de noches con Cristiano Ronaldo, se despachó, sin duda movida por despecho, con unas infamantes declaraciones al tabloide inglés Daly Star, en las que afirmaba que a ella le gustan los hombres machos y veía a Cristiano como un real afeminado. Y añadió, cual ramera babilónica: “Pensaba que se reirían de mí si salía con un hombre que se pone flores en el pelo".
Algunos malintencionados o culés (en este contexto viene a ser lo mismo) querrán ver en el apoyo pontificio al cristiano una afinidad blanca, alentada por el hecho de que B16 y CR7 defiendan los mismos colores. Nada más lejos de la realidad (matritense). A poco objetivo que se sea habrá de reconocerse la confabulación de los poderes fácticos contra Ronaldo. ¿Cómo se explica si no que en las votaciones de la FIFA y del rotativo de deportes France football para otorgar la Pilota d’Or, el gran Cristiano haya obtenido 146 puntos frente a los 853 sumados por el menudo Messi? Menos mal que no han tenido la desfachatez de otorgar el esférico galardón al de Fuentealbilla o, peor aún, al medio centro catalán Xavi Hernández, pese a haber ganado ambos el Mundial. Es verdad que en 2006 se le concedió el premio a un central como Cannavaro con el argumento mundialista, pero ¿acaso Xavi es neofascista como el italiano? No. Pues eso.
En su profundo discurso, el Papa situó en el mismo contexto cristianofóbico las medidas que toman los gobiernos democráticos. Definió además como una “manifestación de la marginación de la religión, y, en particular, del cristianismo”, el hecho de “suprimir de la vida pública fiestas y símbolos religiosos en nombre del respeto a aquellos que pertenecen a otras religiones y de los que no creen” en Dios. Al actuar así, dijo, “numerosas naciones” no solo limitan “el derecho de los creyentes a la expresión pública de su fe”, sino que también “cortan las raíces culturales que alimentan la identidad profunda y la cohesión social”.
Afortunadamente, mientras los jabalíes hozan la viña blanca, grandes hombres como Florentino de las Altas Torres o el propio Benedicto XVI velan por la recta razón, investidos como abnegados cruzados por el albo fulgor de la cristiandad. No todo estará perdido si se deja a los niños en estas sabias y santas manos: en lo futbolístico, la cantera de Valdebebas servirá para formar grandes jugadores traspasables -no como en la Masía- ; en lo tocante a la moral, ¿dónde aprenderá mejor un chaval los valores cristianos y la verdadera sexualidad sino junto a un sacerdote? Basten de colofón las piadosas palabras del obispo de Roma: “animo a acompañar la plena tutela de la libertad religiosa con programas que, desde la escuela primaria y en el cuadro de la enseñanza religiosa, eduque en el respeto a todos los hermanos de la Humanidad”.

sábado, 8 de enero de 2011

Impresiones de una lectura exquisita

Pero ignoro

su propósito al perturbar el polvo

en el cuenco de pétalos de rosa.



T.S. ELIOT




Estas asépticas e higiénicas palabras las pronunció Eliot al inicio de su primer "Cuarteto" poco antes de permitir el ingreso de su mujer Vivianne en un centro de salud mental. Más o menos en un tiempo cercano, paseando por los jardines del castillo de Duino, Rilke paladeaba su epitafio ("Rosa, oh contradicción pura/delicia/de no ser el sueño de nadie/bajo tantos/párpados") y consideraba su tarea poética una misión, olvidando desde hacía años a su única hija. Cito insidiosamente estos datos sentimentales y tal vez "demasiado humanos" para invitar a la reflexión sobre las obras y corpus literarios excelsos que parecen sobrevolar y, en ocasiones, ignorar los asuntos cotidianos y mundanos.
Mi intención es sólo la de un comentario ocioso y torpe, la expresión de un escalofrío al pensar en las veneraciones literarias por las obras absolutamente blancas y bellas, incontaminadas, aisladas del sudor y la sangre colectivas.Porque no se trata de las rosas mismas y sus silencios, de los que yo también disfruto, sino del modo de vivirlos y comprenderlos. Una mirada que evoca el estadio teológico de la creación literaria.
No sé bien si se llega a la libertad por la belleza o a la belleza por la libertad, como quería Schiller, pero recordar que acaso la literatura la hacemos todos (con la lógica consideración de una división del trabajo consciente e inconsciente, individual y colectiva), y que las obras creadas dependen de cómo somos y "de todas las historias de la historia". Ya digo, se trata quizá del uso (si entendemos que el significado es el uso) que hagamos del arte para cambiar la realidad y la vida, que los alegres tormentos de la creación y contemplación estéticas alienten en la llama de todos y no en solitarias cenizas guardadas en urnas votivas. En fin, que después de sentar a la belleza en nuestras rodillas, como haría Rimbaud, saliéramos de esa temporada en el infierno con la luz de la justicia y la libertad.

viernes, 7 de enero de 2011

El pequeño onanista navarro.

Cincuenta años habrán transcurrido ya de la muerte de Fermín Losada, víctima durante su corta vida del vicio solitario. Había nacido en un pequeño pueblo del valle del Roncal, donde la familia solía pasar las vacaciones, que sigue oliendo a melocotón recién cortado y de luz adusta como de oro viejo. Pronto marchó el padre, linotipista republicano y socialista (“de Pablo Iglesias”, como le gustaba decir) a trabajar a Pamplona, llevándose con él a Fermín y a su madre. Esta, de educación carlista y estricta religiosidad, cuidaba del hogar y del hijo.


A la edad de doce años, ya estudiando con los maristas, dio Fermín con una lámina del personaje bíblico de Onán mientras hojeaba un breviario satírico y anticlerical de su padre. ¡Funesto hallazgo!, como su vida demostraría cruelmente. Fuese por enfermedad, diversión, ideal de vida o dulce degeneración, el pobre Fermín quedose deslumbrado por la imaginería barroca de la postal y concibió su vida de otra trascendental y radical forma: “Ya tengo una misión”, se dijo para sus adentros.

Pero no pensemos que este pomposo designio carecía de profundidad de miras. El bueno de Fermín albergaba un sincero y modesto deseo de no contribuir a los males de la humanidad aumentando la especie. En sus adolescentes entendederas, la visión doliente y luctuosa del mundo que su madre le había inculcado tomó formas de gran pesimismo. Y también una firme resolución malthusiana: “¡Que se fastidien, lo que es por mí, no habrá más personas desgraciadas ! Tal vez, alguien crea que este programa ingenuo y primario de vida era una manera de justificar el onanismo compulsivo de un simplón mozalbete, pero la nobleza de alma de Fermín excluía tales argucias.

Los acontecimientos devinieron dramáticos en breve tiempo. Fermín sufrió un aciago accidente (se precipitó desde la rama más alta de un chopo mientras se entregaba frenético a su descubierta vocación) que exigió la castración urgente. La conmoción familiar fue tremenda y el joven cayó en negra desesperación. Pasados los momentos más amargos y convaleciente en la soledad del hospital, recibió la visita del padre Antolín, su confesor y director del colegio. Fermín sentía un gran ahogo, como si un atroz cuervo le aprisionara el corazón. El quería vivir como aquel lejano Onán, mártir blanco y puro de la honradez a sus cándidos ojos, que había renunciado a tocar el cielo del dulce yacer con una mujer. Y por qué no decirlo, el desdichado muchacho le había cogido gusto a la tarea.

El caso es que de nada sirvieron las persuasivas palabras que el padre Antolín dejaba volar sobre sus oídos, como si cayeran en un mar ciego y sin esperanza. En un último intento, el buen cura le mostró un retrato del conocido castrato Farinelli, encareciéndole la fortuna y éxito que tuvo como soprano en toda Europa. Hasta le mencionó, apelando con inteligencia a la sensibilidad patriótica, que el susodicho cantante napolitano había vivido veinticinco años en España. Pero Fermín como si nada, que ni el ángel de la música ni el canto con sus suaves alas podían calmar su desaliento y amargura. Y el padre Antolín, inclinándose más sobre él como si buceara en su alma, le sugirió con delicadeza que las funciones genitales por las que lloraba aún permanecían vivas para poder ejercitarlas. A lo que Fermín respondió con tan delgada voz que parecía estar muriendo en su garganta un pajarillo herido: “Desengáñese, padre, que así no tiene mérito el sacrificio, si no hay posibilidad de reproducción”.

A la mañana siguiente, mientras el sol intentaba entrar con tristeza en la habitación, la enfermera encontró el cuerpo exánime de Fermín sobre el lecho. En el barrio, se comentó que había muerto de melancolía o como insinuó una vecina algo deslenguada : “Para mí que el pobrecillo enfermó de tanto darle al manubrio, pero seguro que Dios le tendrá en su gloria porque a todos nos agrada dar alegría al cuerpo”.

(Del blog de Carlos Yepes)

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