miércoles, 17 de marzo de 2010

Miente la República Helénica y la de Platón.

No me parece anecdótico que sea precisamente Grecia la que ha abierto la caja de Pandora de las manipulación de las cuentas públicas. Ya sabemos que la falsedad es una herramienta más en la consecución de la felicidad nacional. Los precedentes teóricos se remontan, precisamente, a la Grecia Clásica. Basta con echar un vistazo a La República de Platón, esa utopía desquiciada donde van de la mano lo peor de eso que hoy llamamos comunismo y lo más execrable de eso que llamamos iniciativa privada, utopía que parece haberse materializado 2500 años más tarde en la China de nuestros días.


Platón, que Zeus y Atenea me perdonen, cantará como un ruiseñor en achaque de ontologías y teoria del conocimiento pero cuando aborda cuestiones políticas y sociales desafina como una vaca. La república y Las leyes son una sarta de majaderías y de ocurrencias sanchopancescas donde el autor vierte toda su enciclopédica ignorancia de los asuntos públicos y su minucioso desconocimiento de la naturaleza humana. Es imposible olvidar la justificación farisaica de la esclavitud, de la eugenesia forzosa o ese pasaje sensacional donde el rey-filósofo, en nombre de su autoridad académica y de sus inmarcesibles cualidades morales, se arroga el monopolio de la mentira y el derecho a comportarse como un rufián. Habría que esperar al realismo neocon o paleocon de su discípulo Aristóteles para vestir mejor todo esto y en todo caso abrir paso al Renacimiento para verlo expuesto con todo desparpajo en la descarnada confesión de un príncipe italiano. El ejercicio del poder sin escrúpulos, digo sin complejos.

Con estos hilvanes y antecedentes no es extraño que la falsificación de las cifras de una economía goce de una larga tradición. El objetivo aquí no es sólo adecentar la hoja de servicios de los que están al mando sino provocar, retardar o detener determinados efectos que la propia asunción de los datos insufla en los agentes económicos. Es un fenómeno perfectamente conocido que la inflación genera inflación, que las expectativas de inflación generan inflación y que la publicación de datos de inflación puede ser más inflacionaria que la inflación misma. Por tanto, contra la inflación también se lucha negándola.

Si añadimos PIB, gasto, o déficit podemos concluir que la mentira es una variable más. El multiplicador de la mentira puede ser más eficiente (y mucho más barato) que el multiplicador del gasto público como acicate para la demanda. Claro que ¿cuánta verdad y cuánta mentira puede soportar el sistema? Asomarse a la verdad desnuda es como abrir el arca perdida, puede que os haga libres pero os dejará ciegos. Pero la manipulación de las cuentas públicas debiera ser una de las bellas artes. No recuerdo dónde haber leído la confesión de un viejo amante del fútbol que había perdido por completo su afición porque los jugadores ya no sabían jugar con la mano. Naturalmente, no se trata de propinar manotazos a la pelota, manotazos que podría ver cualquiera, incluso el árbitro, el BCE o la oficina de Eurostat. No, se trataba de algo mucho más sutil, una imperceptible caricia con la punta del dedo o un leve empujoncito con el dorso de una mano pegada al cuerpo. Por eso yo, como ese viejo aficionado, ya he perdido todo interés por las estadísticas y cuentas públicas y privadas. En fin, el signo de los tiempos.

jueves, 11 de marzo de 2010

Nada es lo que era

Nada es sino lo que nos parece. A los que vamos poco a poco teniendo una edad nos parece que hay cosas que cambian para mal.

Siempre me ha gustado holgar las mañanas de los domingos con varios periódicos y disfrutar de su lectura. Hace años, cuando de la ciudad me mudé al campo, leer la prensa suponía perder casi una hora en coche, pero aun así me compensaba el esfuerzo por el placer que me reportaba.

Puede que sea la crisis, puede que los años, puede que la justificación de la pereza, pero el caso es que he decidido dejar de comprar periódicos en papel. Cada vez más son una ventana a la impudicia (por ejemplo con el terremoto de Haití), un corta y pega de comunicados de prensa, un desarrollo de intereses corporativos, un mero soporte de publicidad adornada de consejo. Se lo han ganado a pulso: adiós.

La pena es que con este gesto, si se multiplicara lo suficiente, perderíamos todos. La libertad necesita de la información, que nunca es gratuita: si sólo la pagan los vendedores les favorecerá a ellos; si sólo los compradores, a nosotros. A mí ya no me compensa el esfuerzo por un par de artículos interesantes, que vengan otros a sustituir mi apoyo incondicional durante años. El caso es que periódicos como “El País” o “El Mundo” hace meses que decidieron en su miopía suprimir las secciones infantiles que interesaban a mis hijos. Ellos ya no preguntan por el periódico, sólo piden Clan TV. Que vengan otros para comprarlos, pero no sé quiénes ni de dónde.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Pornocuras y pederastas de Cristo

A lo largo de los siglos han sido numerosos los casos en que algunos príncipes de la Iglesia se han visto envueltos en sórdidos asuntillos eróticos. Así, poco o nada sorprenden ya episodios recientes, como el de un Caballero de su Santidad y un cantor de la capilla Giulia dedicados a la prostitución masculina o que un curilla rural de Toledo ofreciera por Internet sus servicios sexuales a cambio de una módica cantidad de dinero. Hace mucho tiempo que, como consecuencia de comportamientos semejantes, la sabiduría popular acuñó refranes alusivos: “Nunca digas de esta agua no beberé ni este cura no es mi padre”.
La literatura culta también ha recogido en numerosas ocasiones los pecadillos a los que se entrega el clero. Desde el medieval Libro del arcipreste de Hita, pasando por el Lazarillo de Tormes, hasta las obras más próximas a nuestros días de Galdós (Tormento), de Clarín (La Regenta) o de Valle-Inclán (Divinas palabras), por citar textos señeros, sirven para ilustrar las debilidades de los curas. Se podrá aducir en buena lógica que tales ejemplos no son reales y pertenecen al ámbito de la literatura. Cierto; pero, teniendo en cuenta la vocación realista de nuestras letras desde sus albores hasta hoy, se podría argumentar que estos no son más que reflejos de una realidad social persistente. Mas, si se desean referencias históricas, bastaría recordar la depravación incestuosa del Papa Alejandro VI en las postrimerías del siglo XV o el escándalo que provocó en Martín Lutero, durante una visita a Roma, comprobar que en la ciudad de las siete colinas existieran burdeles exclusivos para sacerdotes.
Aún así, teniendo en cuenta la dilatada historia criminal de la Iglesia, las prácticas amatorias de los discípulos de Cristo son meras anecdotillas, sólo útiles para amenizar tertulias o sonrojar a algún columnista del ABC. Siempre choca, sin embargo, que quienes se permiten predicar la rectitud moral y hacen alarde de celibato incurran tan a menudo en los usos que ellos mismos condenan. También resulta curioso cómo, fruto de los tiempos, pese a pertenecer a una organización anacrónica, el cura libidinoso sabe valerse de los adelantos modernos. Es el caso del apuesto párroco del toledano municipio de Noez, sirviéndose de Internet para publicitar sus encantos y ofrecer servicios eróticos.
Tratamiento diferente merecen, en cambio, los casos frecuentes de pederastia dados a conocer en los últimos tiempos, que inculpan a un buen número de clérigos católicos estadounidenses, franceses, irlandeses, holandeses, alemanes y australianos. Los abusos sexuales, vejaciones y torturas a los que estos curas pervertidos sometieron a enormes cantidades de niños durante largo tiempo —algunas iniquidades se remontan a los años 30 de la pasada centuria— no son para tomárselos a broma. Máxime si se tiene en cuenta el tiempo que han tardado en hacerse públicos, debido tanto a la complicidad de la curia católica, presta a tapar los escándalos, como a la colaboración criminal de las autoridades políticas.
Estos ministros de la Iglesia convierten en un cruel sarcasmo las palabras de su líder: “dejad que los niños se acerquen a mí”. Quizá por esto el rabino de Nazaret, previendo la incuria, amenazó con el fuego eterno a aquellos que escandalizaran a los niños. Puede que alcanzara a intuir, en un rapto de omnisciencia, la ralea de los futuros pastores de su grey. Seguramente, la consideración de esta amenaza llevara hace poco al arzobispo Silvano Tomasi, observador permanente del Vaticano ante la ONU, a aportar al asunto un curioso matiz cuando afirmó que no debería hablarse de pedofilia —lo que implicaría la condenación eterna de sus artífices—, sino de efebofilia, practicada por homosexuales atraídos por adolescentes varones de entre 11 y 17 años. Como de los mozos nada dijo el maestro…
Es posible que alguna alma cándida considere que, aunque tarde, el Vaticano ha reaccionado con firmeza y que Ratzinger ha conminado con energía a los obispos irlandeses, por ejemplo, para que condenen el grave pecado masivo cometido durante décadas. Sin embargo, se echa en falta en la amonestación del Santo Padre el reconocimiento del grave delito. Porque los pecados, por abyectos que sean, se redimen mediante el arrepentimiento, la contrición y la penitencia; pero, para reparar un delito, hay que someterse al juicio de los tribunales ordinarios de justicia y se debe cumplir la condena impuesta, así como se hace imprescindible poner los medios para indemnizar a las víctimas. A veces, sin embargo, sucede. La Iglesia católica de Estados Unidos, después de recibir 10.667 denuncias, se animó en 2004 y en 2008 a aceptar en parte los daños causados y pagó indemnizaciones millonarias a una pequeña porción de las víctimas de sus orgías.
Pero lo que resulta evidente en todos los casos es que la doctrina de la Iglesia consiste en mirar para otro lado para ocultar. Un ejemplo significativo de dicha práctica se produjo en el pontificado anterior, durante el papado de Karol Wojtyla. Es el triste caso protagonizado por Marcial Maciel Degollado, sacerdote mexicano fundador en 1940 de los Legionarios de Cristo y del grupo sacerdotal Regnum Christi. Este personaje siniestro surge del vivero de la contrarrevolución cristera que, durante la década de 1930, sufrió México de la mano de grupos reaccionarios de clérigos opuestos al poder civil. Entre ellos destacó el obispo Rafael Guízar, tío de Maciel.
Según ha escrito Alejandro Espinosa en su libro El legionario, “Guízar acogió a su sobrino en su seminario clandestino, pero la buena relación entre ambos duró hasta que el obispo descubrió que el joven Maciel le estaba pervirtiendo su seminario con relaciones sexuales con otros estudiantes. El día en que el obispo murió había tenido una discusión muy fuerte con Maciel”.
La tesis de Espinosa, ex legionario de Cristo y víctima también de abusos sexuales, es que el sobrino envenenó al tío con cianuro, lo que explica que cuando se exhumó diez años después el cadáver del obispo estuviera incorrupto y presentara el cabello enrojecido, al parecer como consecuencia del envenenamiento. Sin embargo, las autoridades judiciales mexicanas prefirieron interpretar el fenómeno como un síntoma de la santidad del finado.
En los años 40, Maciel viajó a Madrid, donde su congregación recién creada fue muy bien acogida por las autoridades y la alta sociedad nacionalcatólica del franquismo. De hecho, los Legionarios fundaron en España la universidad Tomás de Vitoria y cuentan hoy en día con cientos de colegios, así como una amplia lista de seguidores entre los que se encuentran conocidos políticos conservadores de la actualidad.
Pero donde el ambicioso sacerdote mexicano halló su verdadera vocación fue en Roma, al servicio del papa Juan Pablo II, del que fue estrecho colaborador y confesor. Por esta afinidad, cuando los informes sobre escándalos sexuales protagonizados por Maciel abrumaron la mesa del despacho papal, el pontífice prefirió ignorarlos. Es más, conocedor de estas denuncias, Wojtyla no tuvo empacho en declarar, durante una visita a México, que su protegido representaba “una guía eficaz de la juventud”. Pero los testimonios sobre la desviada conducta del confesor del Papa se sucedían para acusarle de numerosos abusos sexuales sobre sus acólitos, de adicción a la morfina y de haber engendrado hasta seis hijos con distintas mujeres.
El cardenal Ratzinger, a la sazón prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (el Santo Oficio de la Inquisición puesto al día) tampoco hizo gran cosa contra Maciel; la vox populi tardó mucho en hacerse vox dei. Hasta que Ratzinger no fue proclamado Papa, no emprendió acciones contra el protegido de su antecesor. En 2006 el anciano fundador del Reino de Cristo fue apartado de Roma y se le conminó a llevar en México una vida apartada de oración y penitencia, alejado de cualquier ministerio público. Demasiado poco castigo para documentadas acusaciones de abusos sexuales en varios países.
Maciel murió nonagenario en 2008 y desde entonces los escándalos no han cesado. Sus hijos, ya adultos, han emprendido acciones legales para que se les reconozcan sus derechos legítimos. Aunque no todos: una de las hijas del fecundo sacerdote, Norma Hilda, residente en Madrid, ha pactado silencio a cambio de una pensión vitalicia. Significativamente, quien selló el acuerdo y se encargó de que la hija clandestina aceptara quedarse calladita fue el mismísimo secretario de Estado vaticano, el cardenal Tarsicio Bertone, durante una visita semioficial a España. Por el dinero, la Iglesia no debía preocuparse; el vil metal nunca fue un problema para los irónicamente llamados Millonarios de Cristo.
Inevitablemente, tras sucintas recapitulaciones como esta, caben muchas formas de interpretación. A mí se me ocurren algunas preguntas: ¿Con qué autoridad moral se invisten curas y obispos para censurar a la sociedad civil, incluso a los que no profesan su doctrina? ¿Cómo se permiten excomulgar, vetar obras o acusar de graves pecados quienes así se conducen? Y, en el caso de nuestro país: ¿A qué se espera para derogar los Concordatos firmados con la multinacional vaticana que tanto condicionan la vida pública española, comprometen la teórica separación Iglesia-Estado y conculcan el precepto constitucional sobre libertad de cultos?
De todas formas, con todas las salvedades que se quiera, la Iglesia habrá de reconocer que una parte significativa de sus ministros son una jauría de enfermos desesperados. Ante dicha situación, a la Iglesia actual se le ofrecen dos opciones: asumir esta perversión de su ministerio, en tal caso yo les propondría que nombraran obispo —de Mondoñedo, por ejemplo— al Rafita; o bien que intenten corregir sus desviaciones, para lo cual sería útil que la Santa Sede estableciera contacto comercial con alguna empresa de sexshop, con el fin de que les fabriquen monaguillos hinchables de plástico. Repartidos entre los misacantanos junto al devocionario y el rosario, como un kit de supervivencia sacerdotal , mitigarían inflamadas urgencias. Los acosados feligreses se lo agradecerán.

martes, 2 de marzo de 2010

Contra la muerte

Contra la muerte,
los mares de la infancia,
tus piernas recién bañadas
como pájaros y fuentes.

Contra la muerte,
la música y las voces,
resonando como soles
en los cielos de noviembre.

Contra la muerte,
todos los viajes de ida,
blancas alma y camisa
como mañanas nacientes.

Contra la muerte,
los jardines en domingo
y beber con los amigos
en los bares de siempre.

Contra la muerte,
la palabra y el poema,
todas las obras completas
encuadernadas en verde.

Contra la muerte
me levanto cada día
y compruebo que respiran
las mujeres y los hombres,
como vivas maldiciones
contra la muerte.

lunes, 1 de marzo de 2010

Fly me to the moon

Antes de que, en el contexto de la Guerra Fría, el presidente Kennedy y el camarada Kruschov dieran rienda suelta a los excedentes de testosterona de sus respectivos arsenales para dirimir quién tenía los cohetes más largos, nuestro pálido satélite era un lugar que se sabía densamente poblado. A partir del momento en que el hombre pisó la luna —aunque sería mejor decir desde el momento en que Stanley Kubrick filmó para la televisión su película más vista—, simplones astrónomos y astronautas prosaicos han querido convertir un fértil vivero de la imaginación humana en yermo polvoriento, del que no fueron capaces de extraer más que una exigua colección de roquitas. Singular contienda esta, tantas veces librada, en la que la razón usurpa el trono del mito, para después erigir la no menos mítica satrapía del logos.
Mas no debe olvidarse que anteriores expediciones resultaron sumamente fructíferas, como la realizada por Julio Verne y reflejada en su relato De la tierra a la luna, en el que, por cierto, se inspira el Viaje a la Luna de Georges Méliès, película que nos dejó, cual indeleble icono, la prosopopeya del rostro lunar animado con la entrañable ingenuidad de cualquier dibujito infantil.
Sin embargo, debemos a Luciano de Samósata la más minuciosa narración sobre los hábitos y costumbres de los selenitas, criaturas que permanecieron invisibles para la miope exploración del siglo XX; probablemente porque sus populosas ciudades se asientan en el lado oscuro de la luna.
En sus Relatos verídicos, Luciano —tal vez deberíamos llamarle ya Luniano— refiere con lujo de detalles la idiosincrasia de la nutrida población lunera, con la que convivió amigablemente durante una larga temporada, llegando incluso a participar en sus frecuentes guerras contra los heliotas, altivos habitantes del sol.
Entre los rasgos de mayor rareza y curiosidad destacados por el conferenciante de Samósata aparece el hecho de que los selenitas no nacen de mujeres, sino de hombres, sin que exista entre ellos una palabra para designar a la mujer. Todos los habitantes actúan hasta los veinticinco años como esposas y a partir de esa edad, como maridos. Y no quedan embarazados en el vientre, sino en la pantorrilla (gastroknemia en griego: panza de la pierna). A partir de la concepción, comienza a engordar la extremidad inferior; transcurrido el tiempo preceptivo, unos seis meses, dan un corte y extraen el feto muerto, pero lo exponen al viento con la boca abierta y lo hacen vivir.
Más sorprendente resulta el caso de un linaje de hombres que allí existe, los llamados “arbóreos”, que nacen de manera verdaderamente extravagante. Cortan el testículo derecho de un hombre y lo plantan entre el polvo lunar; de él brota un corpulento árbol de carne, semejante a un falo: tiene ramas y hojas y su fruto son las bellotas, del tamaño de un codo; cuando están ya maduras, las recolectan y extraen de su interior a los hombres. Curiosamente, sus partes pudendas son artificiales. Algunos las tienen de marfil, pero los pobres las usan de madera, y con ellas se unen y fecundan a su pareja.
Tras la vejez, el hombre no muere, sino que, como el humo, se disuelve y convierte en aire.
Especial extrañeza despiertan en el cronista los hábitos alimenticios de los selenitas. El menú es para todos el mismo: encienden fuego y asan ranas sobre el rescoldo —pues las ranas son muy abundantes allí, y vuelan—; una vez asadas, se sientan en círculo, como en torno a una mesa, aspiran el humo que asciende y se dan el festín. La bebida consiste para ellos en aire exprimido en copa, destilando un líquido como el rocío. No orinan ni defecan, ni poseen siquiera el orificio anal en el lugar que nosotros; ni tampoco los jóvenes ofrecen para el amor sus traseros, sino las corvas sobre la pantorrilla, pues en este lugar tienen el orificio.
Se considera hermoso en la luna al hombre calvo y pelón; los melenudos en cambio son despreciados. Aún así consideran hermosos a los cometas por su cabellera. Otro detalle: lucen barbas que crecen tímidamente sobre sus rodillas, y carecen de uñas en los pies, pues todos son solípedos. Sobre las nalgas de cada uno brota una col de gran tamaño, a guisa de cola, siempre exuberante, sin ajarse cuando caen de espaldas.
De sus narices fluye una miel muy agria y, cuando trabajan o hacen ejercicio, sudan leche por todo su cuerpo, lo que les permite elaborar queso, extendiendo sobre este una capa de miel. De las cebollas lunares, muy apreciadas, elaboran un aceite denso y aromático, como perfume.
Cultivan enormes extensiones de viñas para la producción de agua, pues los granos de los racimos son como el granizo. También sorprende al viajero observador —el que sabe mirar, claro, y ha superado la mera curiosidad geológica—- que estas criaturas empleen sus vientres como alforjas, colocando en ellos los objetos de uso corriente, pues pueden abrirlos y cerrarlos. No parecen albergar intestinos en ellos: tan solo una espesa cabellera interior, lo que les permite resguardar a los recién nacidos cuando hace frío.
La vestimenta de los selenitas opulentos es de vidrio maleable, y la de los pobres de hilado de bronce, pues abunda el bronce en aquellas regiones y lo trabajan reblandeciéndolo con agua, como la lana.
Por último, Luciano expone la peculiaridad de los ojos, pues los lunitas o luneños poseen ojos desmontables, y quien lo desea puede quitárselos y guardarlos hasta que necesite ver. Muchos, al perder los propios, los piden prestados a otros y ven. Los ricos suelen atesorar muchos en reserva. Tienen por orejas hojas de plátano, excepto los hombres-bellota; únicamente ellos las tienen de madera.
Si los exploradores que emprendieron las misiones de la NASA se hubieran esforzado en recorrer el paisaje lunar con la atención que merece, en vez de dedicarse a construir frasecitas para la Historia, a dar paseos en automóvil o a jugar al golf, tal vez todavía hoy conservaríamos un amplio reservorio para la casi extinguida imaginación, impidiendo así que los creadores actuales se vieran obligados a emigrar a la lunas remotas de Naboo o a los vastos bosques de Pandora.

                                                              RICARDO      ...