domingo, 26 de febrero de 2023

                                                                  KENYA


El color de su piel lo decía todo. Y su nombre.

Bajaba por la Cuesta de San Vicente hacia Príncipe Pío para reunirse con un colega que la entregaría mercancía a precio de saldo y, después, poder venderla expuesta en una manta por las calles del foro. Todavía sentía miedo cuando recordaba aquel episodio en el que una patrulla de policía arremetió contra ella en las cercanías de Atocha, atropellando todas sus gafas de imitación y dejando a Kenya entre la delantera del coche y la pared. El oficial se había enfrentado al público echándose la mano al cinto y amenazando a todo aquel que se atreviera a protestar, hasta que al fin detuvieron a la chica y le incautaron lo que quedaba del género. Por eso, ahora andaba más prudente, cuidando mucho con quién hacía negocios y fijándose bien en qué calles practicar la venta. Entre los oficios que había ejercido desde que llegó siempre descartaba la prostitución, haría lo imposible por no tener que recurrir a ese extremo y había sido capaz de mendigar con tal de evitar vender su cuerpo.

Ahora, mientras descendía con su carrito dispuesta a buscarse otra vez la vida, musitaba una salmodia que la servía de catarsis frente a los infortunios que sufría.

Señor, perdóname por ser negra. Señor, ayúdame en tu infinita bondad. El mar, las olas, la inmensidad del mar. El agua entrando en la lancha, moja nuestros pies con el vaivén. Señor, no dejes que me entregue a los hombres. Mendigar. Pedir. Salir a la calle por las mañanas, sin nada, sin haber comido nada. El ugali. El matoke. Nyama choma. La curva de Nairobi. El león que escapa de la reserva. La pobreza. El frío en las aceras. Las casas donde limpio y la mierda que le quito a las señoras. No quieren mi color, las señoras no quieren mi color. El frío en la ciudad. El frío en la chabola. Baridi. Swahili. Hambre en la mañana. Una cuchilla en la noche. Señor, perdóname por ser mujer. No quiero que ningún hombre se tumbe conmigo en el jergón. Miedo. Soledad. Desamparo. Señor, perdóname por ser negra, apiádate de mí, tu sierva. En la playa, los hombres de uniforme nos mandan ir deprisa, ponernos en fila deprisa. Los hombres de rojo nos dan algo de abrigo. Las preguntas, la documentación. No contestar, no responder porque te devuelven a la patria. El mar, inmenso, los vaivenes de las olas. Los hombres de rojo ayudan a una mujer con su hijo. Nos llevan bajo una lona. Y después, los papeles.”

La vida de Kenya había sido difícil desde los primeros años de su infancia. La segunda entre siete hermanos, se ocupaba de los más pequeños haciendo recados a los vecinos por los que recibía una miseria. Después, tras un breve espacio de tiempo en el que asistió a la escuela, sus padres la colocaron en casa de un matrimonio amigo para que se ocupase de las tareas domésticas. Cuando la niña hacía algo que a la dueña no agradaba ésta le atizaba con un cinto de cuero que dejaba gruesos verdugones sobre su piel de ébano. Pero lo peor llegó cuando cumplió 10 años.

Una noche, su madre le dijo que la acompañase a casa de unas amigas. `Una vez allí, cuatro mujeres más la condujeron a una habitación donde había un camastro, sucio y desvencijado y, la más vieja, desnudó a Kenya por completo tumbándola boca arriba. Otra de ellas rodeó fuertemente el pecho con los brazos, mientras las demás obligaban a la niña a mantener los muslos separados. En ese momento, su pubis quedó totalmente abierto y la anciana, con una cuchilla de afeitar, le extirpó el clítoris. A continuación, la misma mujer practicó un corte a lo largo del labio menor y luego eliminó la carne del labio mayor. Hizo lo mismo con el otro lado de la vulva. Kenya se retorcía de dolor y casi no podía gritar porque también la sujetaban de la mandíbula, mientras la sangre, que manaba a borbotones, era limpiada por las mujeres a la vez que introducían sus dedos para comprobar que el trabajo estaba bien hecho. Luego, la vieja aplicó una pasta y cosió los labios mayores asegurándose de que quedaba un orificio tanto para la sangre menstrual como para la orina. Después, con el fin de que el cierre de los labios se hiciera efectivo, ataron a Kenya desde la cadera hasta los pies´(*). Días después tuvo intensas fiebres que la dejaron al borde de la muerte. Su madre le dijo que había sido por su bien, para que se purificase y los hombres no la despreciasen; la infección era un contratiempo que había que sufrir con valentía. No le ocurriría nada si ella tenía confianza en Dios. Pero, desde ese momento, Kenya se prometió marcharse de su país en cuanto pudiera y empezar una nueva vida. Así, con el correr del tiempo, la chica fue ahorrando un dinero con el que podría salir del lugar que consideraba una prisión.

Seis años tardó en cruzar media África hasta llegar al Estrecho. En ese deambular procuraba siempre juntarse con otras mujeres a pesar de la desazón que la provocaban por lo que le habían hecho. Pero más prevención la procuraban los hombres: en esos años sufrió dos violaciones y otros tres intentos por parte de los miembros de las mafias, los cuales pedían más dinero por conducir a las pobres migrantes a lo que ellas consideraban el paraíso. Cuando las muchachas no podían satisfacer esas exigencias, eran violadas o maltratadas. A Kenya le causaron mucho dolor físico y psicológico las vejaciones a las que fue sometida y se juró no dormir jamás con ningún varón; por eso huía en cuanto notaba alguna mala intención por parte de los hombres que la rodeaban. En esa situación y encontrándose en extrema pobreza en Libya, confraternizó con otra muchacha llamada Ebele. Las dos mantenían la esperanza en un nuevo futuro, a pesar de que el presente lo dedicaban a mendigar por las calles, pero esperaban con anhelo el día en el que poder zarpar hacia la hermosa Europa.

Y llegó el momento de hacerse a la mar. Mil doscientos euros habían pagado a los miembros de las mafias por poder embarcar en una patera. Cuando se prepararon para subir, las dos amigas fueron separadas y cada una fue dispuesta en una lancha distinta. Uno de los hombres preguntó que quién sabía entender un GPS, a lo que respondió algún migrante que se hizo con el preciado aparato dispuesto a navegar por las aguas algo picadas en la mañana. Kenya se colocó junto a una mujer con un niño entre sus brazos; sabía que la travesía podía ser peligrosa, así que procuró asirse a los agarraderos que tenía a su alcance. Cuarenta personas iban apiñadas en lo que había de ser su vehículo de salvación, y sólo llevaban encima un chaleco salvavidas y una pequeña garrafa de agua potable. El mar, en su inmensidad, les abrazaba como madrastra fiera y cruel.

Llevaban varias horas bogando y el sol ya estaba en lo alto, cuando la barcaza de Ebele empezó a desviarse del rumbo. Gritaron para que volviesen, Kenya llamó a su amiga con desesperación y todos agitaban los brazos en señal de auxilio, pero la patera se fue perdiendo en el horizonte. Exhaustos y abrasados por el calor, no querían hacer uso de las botellas de agua por miedo a que el viaje se alargase en el tiempo y, ante el temor, se pusieron a rezar. Dos días tardaron en llegar a tierra, siendo recogidos por una ONG dedicada a ayudar a los inmigrantes que se aventuraban en aquel duro desplazamiento. Ya en la costa, los servicios de la Guardia Civil y la Cruz Roja se hicieron cargo de aquellos hombres, mujeres y niños extenuados y agotados por lo penoso del trayecto. Kenya nunca más volvió a saber de Ebele.

Tras pasar por varios centros de acogida y múltiples peripecias, la joven se ubicó en Madrid en el poblado chabolista de la Cañada Real, debido a que un grupo de colegas le habían hecho un hueco en una de las casuchas que sin luz y sin agua corriente servían de vivienda a cientos de desarraigados que se asentaban en la capital. Así, malvivían haciendo frente a las inclemencias del tiempo y sorteando la legalidad en busca del sustento de cada día. Kenya procuraba mantener su dignidad huyendo de situaciones comprometidas y ahora, mientras descendía por la cuesta, se concentraba en el sermoneo que utilizaba para liberarse de las experiencias pasadas:

Señor, apíadate de mi, esta tu sierva. No dejes que caiga en tentaciones pecadoras contra Tu ley. Ayúdame a ser buena, a no defraudar tu confianza. Los hombres me observan y quieren que caiga en sus redes, pero yo no les dejo. Ayúdame a ser pura y perdóname por ser negra, por tener un color contrario a las buenas acciones, por no ser como Tú, Señor mío. Ebele se marchó y me dejó sola en este triste camino de perdición y dificultades. Ebele se fue lejos. Los niños tosen en las chabolas. Hace frío. La gente blanca nos desprecia y no se ocupan de nosotros. Solo nos quieren como mulas de carga, como animales. Señor, ayúdame a encontrar la senda correcta, a encontrar en este día el pan que nos alimente, a encontrar trabajo y paz. Ampáranos en tu misericordia, en tu infinita bondad. No dejes que tenga malos pensamientos, no dejes que me desvíe de tus designios, apíadate de mí, Señor. Amén.”

(*) Recreación de un texto aparecido en El Mundo, 7 de marzo de 1995, a partir de un informe de Amnistía Internacional.



                                                       ESTRELLA DEL MAR CARRILLO BLANCO

                                                                     26 DE FEBRERO DE 2023

                                                              RICARDO      ...