viernes, 1 de diciembre de 2023

 BEATRIZ



Los ojos de su marido la vigilaban con avidez. Era como si un ojo escrutase cada uno de sus actos y el otro ojo indagase en lo que ella sentía mientras realizaba las tareas cotidianas. Beatriz se sentía observada y eso la molestaba. Había llegado un punto en el que le odiaba, sentía asco de su olor, de su forma de comer, de los ronquidos que emitía durante la noche; no podía hacer un movimiento sin que él la recriminase su proceder y percibía con estupor que no le era permitido guardar ningún secreto ni reservarse cualquier dato o hecho que rozase el misterio.

Hacía veinte años que estaban casados. Los primeros tiempos habían sido cálidos, se amaban con la inocencia de la juventud, ponían su ilusión en el porvenir y se unían felices a las fiestas de los amigos o los eventos de los conocidos. No habían tenido hijos. No porque no los quisieran sino porque, en un principio, estaban demasiado ocupados con asentarse en sus respectivos trabajos y, después, la desesperanza se fue apoderando de ellos y de todas sus expectativas.

No habían transcurrido más de tres veranos desde que Beatriz se volviese a reencontrar con aquel hombre.

Lo había conocido siendo muy joven, todavía menor de edad, un día en el que fue con su amiga Estela a la plaza de Santa Ana. Al principio, las risitas de las chicas les hacía parecer un poco bobas dejándose acariciar por el galanteo de aquellos dos pretendientes que, a la caída de la tarde, apuraban el tiempo del domingo. Después, ya más confiadas, pasearon juntos hasta una terraza en la que sentarse y consumir algo. El acompañante de Beatriz era pintor o eso decía, hacía alarde de cierta madurez rotunda y se sintió halagado cuando la muchacha le confesó que se parecía al mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer.

-¿Sabías que Bécquer, además de escritor, fue un gran dibujante?

-No-respondió ella.

-Sí, colaboró con su hermano Valeriano y realizó una serie de dibujos en los que pretendía reírse de la muerte: `Les morts por rire´.

Así, comenzaron una relación tórrida en la que la niña fue adentrándose en el mundo del arte y del amor. Aprendió los secretos de la vida sexual, amén de las tácticas de seducción y de las perversiones que conlleva una pasión temprana con alguien experimentado. Se hizo una avezada experta en pintura contemporánea y llegaba a juzgar las obras por sus matices, su expresión figurativa y su ubicación en las corrientes o escuelas donde se vieran inscritas. Pero a la hora de elegir carrera universitaria se decantó por Administración y Dirección de Empresas, lo que a su amante dejó perplejo e incapaz de comprender cómo Beatriz no prefería estudiar algo relacionado con las bellas artes. Lo que ocurría es que ella tenía un sentido práctico, amasado familiarmente, que la condujo a decidirse por una licenciatura con salida y proyección profesional. De esta manera conoció a su futuro marido, ambicioso y concluyente en lo que se refería a la planificación de su vida.

Y ocurrió por tanto que los días en los que él dibujaba a Beatriz desnuda se fueron dilatando; las visitas a las galerías de pintura se daban cada vez más de tarde en tarde y el olor a tabaco rubio de su amado, que la envolvía y la mareaba, fue perdiendo su poder alucinógeno. La chica fue poniendo sus acentos en todo lo relacionado con sus estudios, en los amigos que la surgían del campus, en ese nuevo acompañante que era tan solícito y amable con todo lo que la concernía. Poco a poco, Beatriz perdió interés por su antiguo amante y no acudía al estudio del pintor con tanta asiduidad porque sus recomendaciones se le hacían demasiado paternales, demasiado seniles para lo que ella precisaba en esos momentos. Hasta que un día dejaron de verse. Fue una ruptura anunciada, evidente, pero la muchacha se sintió emancipada, liberada por fin de aquel halo de madurez que la obligaba a pensar y actuar por encima de su edad, por encima de sus impulsos juveniles, por encima de la inocencia perdida de forma prematura.

Beatriz se dedicó a sacar buenas notas, a acudir los fines de semana a reuniones con sus compañeros de clase, a presentar a sus padres a un novio que era colega de facultad. Y ya nada le haría recordar su pasado, porque su futuro se estaba escribiendo con el ansia y la pretensión de una vida desahogada, suntuosa, espléndida, sumida en la vorágine de los negocios y la gestión de empresas millonarias, de la febril inmersión en el despacho, la ganancia, el provecho, el lucro. Su futuro marido la azuzaba en esta aventura, eran fieles socios de un viaje en el que ambos perderían los intereses más personales y más íntimos, más que una pareja eran una razón social. De esta manera transcurrieron los días, los meses, los años. Pasada la cuarentena, la mujer se sentía agotada, aburrida, vaciada por una vida que la aportaba bienestar físico, sí, pero que no completaba ni llenaba sus anhelos emocionales ni le hacía crecer como ser humano.

Un domingo, deambulando por las calles de Madrid, sus pasos la llevaron a la plaza de Santa Ana. Se sentó en un banco cerca de la estatua de Federico García Lorca y dirigió la mirada en derredor por el entorno que, en aquellas horas de la tarde, se atestaba de gente dispuesta a ocupar las terrazas con voracidad consumista. Al principio no le conoció. La pareció un vagabundo o un indigente de los que en aquella zona circulaban mendigando unas monedas para subsistir. Pero no, allí estaba, con su melena encanecida a lo Gustavo Adolfo Bécquer, con sus lánguidas manos de dedos afilados, dedos de pintor, algo más encorvado, más envejecido, con aire antiguo e inveterado. Cuando Beatriz se acercó pudo aspirar su olor a tabaco rubio y, por un momento, se sintió embriagada, enajenada, evocando un tiempo en el que como la magdalena de Proust, las hebras del cigarro estimulaban los recuerdos más privados y prohibidos.

-¿Te has fijado en que Lorca no tiene la avecilla que sostenía entre sus manos?- preguntó él.

-Sí. En su lugar le han colocado unas rosas, pero ya están marchitas.

-Algún envidioso se la ha tenido que arrancar, le debía molestar la delicadeza con la que el autor concibió la estatua invitando a volar al pequeño pájaro en el nido de sus manos.

Ella le acompañó a la austera pensión en la que se alojaba. La habitación se componía de cama, mesilla, cómoda con espejo, armario y un caballete con lienzo en el que su amigo componía en esos momentos un bodegón minimalista que recordaba algunos cuadros de Frank Stella. El recinto estaba limpio. Siguieron hablando sin reproches, sin censura, abriendo su corazón y su alma a esa nueva oportunidad que se les presentaba sin vergüenzas, ahora que el miedo ya no anegaba sus ánimos, ahora que las miradas eran francas, ahora que la pasión estallaba en cada uno de sus espíritus.

Y comenzaron otra relación, renovada, abierta, sin secretos. Se amaban en las cálidas tardes después de que el trasiego del día les hubiese dejado exhaustos y sin ganas de mantener comunicación con otras gentes. Buscaban su particular paraíso en aquella pensión recoleta que ocultaba sus murmullos y jadeos; hablaban de pintura y de las nuevas corrientes que aparecían en las galerías de arte; se comían con los ojos comprendiendo que ya nada les podía separar. Y él volvió a dibujar a Beatriz desnuda. La muchacha se dejaba acariciar por la mirada de su amante mientras éste recorría cada centímetro de su cuerpo buscando el mejor ángulo, la mejor textura con el fin de plasmar el color de su piel, la percepción sutil del movimiento de sus labios.

Pero su marido empezó a intuir algo. Los días en que Beatriz llegaba tarde a casa y no daba ninguna explicación, el ocultamiento del móvil o apagarlo cuando no había por qué, y ¿cómo no?, sus repuestas esquivas ante preguntas que parecían inocentes, hacían de sus sospechas algo más que una simple manía de marido aburrido. Empezó a observarla, a seguir sus pasos, a ponerle pequeñas trampas en la conversación con respecto a las citas que tenían con los amigos. Y su nerviosismo y sus recelos fueron en aumento. Hasta que supo la verdad. Beatriz le pidió el divorcio, le dijo que ya no le quería, que estaba enamorada de otro hombre y que se iría con él. La discusión que allí surgió fue subiendo de grado, tanto es así que los vecinos, haciéndose eco de las voces y los gritos, llamaron a la policía. Cuando los agentes llegaron los ánimos se calmaron por un momento. Preguntaron a la mujer si existía algún tipo de maltrato, pero ella les contestó que solo había sido una bronca puntual, cosa de matrimonios, no había que darle más importancia.

Pasaron los días sin que las cosas fueran a mejor. La ira que ascendía por las venas del esposo le hacían congestionarse, perder la razón, la vista se le nublaba y sus pensamientos eran como un enjambre de locura volcados hacia un único objetivo: que Beatriz no le abandonase. Los celos no le dejaban vivir. A cada gesto equívoco de ella, él la interrogaba sobre sus intenciones, sobre lo que había hecho en el trabajo, con quién había estado, a dónde pensaba ir. Y Beatriz le fue odiando cada vez más, lo que la hacía olvidarse de regresar al domicilio conyugal pasando algunas noches en la pensión de su amante.

Una tarde que volvía con la firme determinación de recoger sus cosas y marcharse definitivamente, se encontró a su marido borracho y profiriendo insultos contra todos los hombres que frecuentaba su mujer. No dispuesta a aguantar más, entró en la habitación a preparar la maleta. En su acometida, abrió el bolso para guardar algún dinero y allí encontró uno de los dibujos en los que aparecía desnuda haciéndole sentir una inmensa ternura hacía el hombre que era objeto de su amor. Su marido la observaba desde el quicio de la puerta. Llevaba en su mano el sacacorchos con el que había estado abriendo botellas de vino mientras que una ola de rabia y furia ascendía por su cuerpo. Su rostro estaba enrojecido, respiraba con dificultad y sus manos y sus piernas temblaban peligrosamente. Cuando Beatriz terminó de cerrar la maleta, él se acercó por detrás. La agarró del pelo y empezó a musitar una salmodia muy cerca de sus oídos: “¡No me vas a dejar! ¡No me vas a dejar!”. Mientras decía esto, clavó con fuerza el sacacorchos en el cuello de su esposa cortando de lado a lado minuciosamente hasta conseguir degollarla.

Unas gotas de sangre se derramaron sobre el dibujo en el que Beatriz aparecía desnuda. Sus manos dejaron caer el papel mientras se derrumbaba sobre la alfombra que había junto a la cama. Fue la víctima 43 por violencia de género de ese año.


Madrid, 1 de diciembre de 2023

Estrella del Mar Carrillo Blanco

lunes, 17 de abril de 2023

 

                                                                  CARMELA


Corría el año 1982 y Felipe González acababa de ganar las elecciones por una mayoría absoluta abrumadora. Este hecho a Carmela le daba igual porque lo que le preocupaba realmente era su hija con una semana escasa de vida y su padre, paralítico, que en esos momentos regurgitaba las sopas de pan con leche tomadas para el desayuno.

-¡Padre, levante la barbilla que le limpio y le quito el babero!.

La chica conducía las tareas con diligencia. Al fin y al cabo no le quedaba otra: desde que su novio el Tato la dijo que no quería saber nada del embarazo y su situación en la casa era de escasez, Carmela se había buscado la vida a lo largo de los nueve meses contando únicamente con la ayuda de tres amigos, dos compañeras del colegio y un antiguo colega que se dedicaba al trapicheo de hachis y lo que se le pusiera por delante.


Todavía recordaba la vez en que aquellos dos pijos universitarios se presentaron en su casa acompañados de una antigua conocida para pedirle que les vendiera algo de costo. El Rai, avezado en esas lides, les ofreció una mercancía buena pero en una cantidad irrisoria, lo que a Carmela le produjo algo de vergüenza y posteriormente le dijo a la comadre que sus amigos habían sido engañados. No transcendió el asunto, pero la chica se preguntaba qué habrían pensado aquellos niñatos del negocio que habían hecho: “-¡Pobres chavales! Tan modositos y puestos en limpio, con esa cara de no haber roto nunca un plato. ¿Qué esperaban sentir fumándose la poca mierda que les vendió el Rai? Seguramente ellos se dieron cuenta, pero se cortaron con decir nada por lo novatos que eran”.


Había dado el pecho a su hija y se disponía a salir para hacer la compra, cuando una vecina le comentó que iba a venir el del butano y que si se quedaba a cargo de la niña. Carmela asintió como había hecho otras veces, cuando la necesidad la obligaba a aceptar los favores de cualquiera que estuviera a su alcance. Así que se encaminó al mercado girando y dando revueltas por las casitas bajas de Vallecas, esas casitas que proporcionaban refugio a tantas familias de clase popular y que procuraban el acompañamiento y la solidaridad en los momentos de mayor privación. Cuando cruzó el bulevar, miró con curiosidad por si estaba por allí Luis Pastor, tal y como le había visto en otras ocasiones en un corro de incondicionales. Pero no, en ese instante la avenida estaba desierta y pensó que ella era más de Leño y de Burning, que no le interesaban los mensajes sociales de los cantautores y que bastante tenía con su realidad al desamparo de las circunstancias y con los reveses que te da la vida.


Al regresar, su hija estaba dormida y su padre, con la mano no impedida, colocaba piezas en un puzzle imaginario sobre la mesa del salón que también servía de dormitorio. Carmela se preguntó qué habría sucedido si hubiese seguido estudiando, si no se hubiese quedado embarazada y si a su padre no le hubiese dado un ictus. Porque todo podría haber sido muy distinto, incluso desde años atrás, cuando era pequeña y su madre falleció de cáncer. Tuvo que espabilar desde bien temprano, a pesar de que su progenitor hacía lo que podía y se esforzaba por que las cosas fuesen mejor. Con tesón y buen ánimo consiguió llegar a 1º de BUP, sintiéndose fascinada por su profesor de Lengua y Literatura que la obligó a leer en público una redacción de tema libre que Carmela tituló Observando mi calle. El maestro quiso constatar que había sido el mejor escrito de la clase, lo que a Dori, su amiga y compañera del alma, la llevó a divulgar a los cuatro vientos que ni el mismo Cervantes hubiera sido capaz de semejante composición. Pero no pudo ser: cuando su padre enfermó y se quedó hemipléjico, la chica se vio obligada a trabajar y, ni los consejos ni las buenas palabras de su amado profesor, fueron suficientes para hacerla desistir de que no abandonase los estudios. Así las cosas, el Rai acudió en su auxilio. Ayudó a Carmela a montar un pequeño puesto en las inmediaciones de El Rastro vendiendo objetos de artesanía que ella misma fabricaba. Con la exigua pensión de su padre y lo que sacaba del mercadillo iban tirando mientras el Rai, de vez en cuando, les hacía llegar algún alimento de capricho o algún utensilio que les hiciera falta. El Rai.


Desde hacía tiempo, Carmela sabía que estaba enamorado de ella y que no le podía corresponder porque sólo le veía como un gran amigo, el mejor. Pero él no desistía y, en las situaciones más difíciles, se hacía valer con su presencia por más que la muchacha ahuyentase todas sus esperanzas. Fue por esa época cuando apareció el Tato, con su planta achulada como sacada de una estampa para anuncio de colonias, con su facilidad para embaucar, con sus ojos verdes que evocaban la vieja copla. En cuanto le vio, Carmela se volvió loca. Y mira que Dori le advirtió que ese tipo no era de fiar, que no le habían hablado nada bien de él, que era un chaval al que le gustaba ir con unas y con otras, que era un Casanova (decía Dori enfatizando lo de Casanova tal y como había aprendido en una fotonovela por fascículos). De nada sirvieron todos los avisos y consejos, porque Carmela cayó rendida ante los pies del encantador, lo que a Rai le sumió en cierta depresión y anduvo algunos meses alejado de la pareja.


Cuando supo que estaba embarazada corrió a decírselo al novio, contenta, alegre, inundada de una confianza propia de una colegiala. Pero el Tato rechazó la paternidad aventurando incluso que el chiquillo podía ser del Rai. ¡Maldito miserable! Como si ella tuviese relación con todo aquel que se le acercase, como si fuese una chica facilona y con los cascos ligeros. Durante los meses de preñez, sólo tuvo náuseas un día en el que volvían de El Rastro y tuvieron que apresurarse porque empezó a llover. Al llegar a casa, Carmela se vio vomitando y con un gran malestar, lo que llevó a Rai a avisar a un médico. Éste les recomendó que la muchacha mantuviera algo de reposo y no hiciera grandes esfuerzos en lo que quedaba de embarazo. Así lo hizo: cuidaba de su padre y confeccionaba las figurillas que después su amigo dedicaba a la venta. Hasta que llegó el día del parto. Después de comer y sin darse cuenta empezó a soltar agua como si se orinase, lo que le ocasionó un miedo inusual. Todavía faltaban dos semanas según los cálculos del ginecólogo y pensó que algo iba mal. Llamó a la vecina y el marido de ésta se ofreció para llevarla al hospital. Carmela quiso que el Rai estuviera presente pidiendo que le avisaran. Ya en la planta de obstetricia, los especialistas determinaron que había que realizar una inducción porque la bolsa se había roto demasiado pronto y el bebé no podía estar sin el líquido amniótico. Fueron 12 largas horas durante las cuales se produjo la dilatación. Carmela sentía las contracciones uterinas cada vez con más frecuencia y a veces creía que se iba a desmayar. El Rai estaba ahí. Le habían preguntado si era el padre y al responder que no quisieron cerrarle el paso, pero su poder de persuasión pudo con los remilgos de las enfermeras. Ayudaba a su amiga a soplar y respirar cuando el dolor se hacía insoportable, y le cogía la mano libre del vial animándola a esforzarse. Hasta que por fin la pasaron a la sala de alumbramientos. Tras la episiotomia, la matrona indicó a Carmela que tomase aire y empujase. Fue rápido. De repente ella notó que algo empezaba a salir de su interior, siendo azuzada por la mujer que la indicaba que ahora no dejase de empujar porque el bebé se podía axfisiar. Y de repente escuchó un cachete y un ¡Ya está! Has tenido una niña preciosa. ¿Tiene todos los dedos?, preguntó ella extenuada. ¡Todos! Está perfecta.


El Rai no cabía en sí de gozo. Cuando le dejaron pasar a la habitación donde reposaba su amiga con la lactante, se puso a hablar de los planes que harían a partir de ese momento. Lo afortunada que era esa criatura por haber nacido en esa época. Empezó a narrar las promesas que habían hecho los socialistas en su campaña. POR EL CAMBIO, decía la propaganda que habían utilizado para la tarea electoral. Felipe González había asegurado 800.000 puestos de trabajo en los próximos cuatro años, una renovación de la Seguridad Social y una Ley Básica de Empleo. Los tiempos de la dictadura y la transición estaban quedando atrás. Había que confiar en el futuro, ya nada volvería a ser como antes. Se rumoreaba incluso que a los que vivían en casitas bajas les darían casas mejores si estaban empadronados. El padre de Carmela podría tener mejor asistencia gracias a leyes que atenderían a su situación. La niña viviría en un mundo mejor. Eran las promesas de los socialistas. Eran las promesas del Rai.


                                    ESTRELLA DEL MAR CARRILLO BLANCO

                                                     17 DE ABRIL DE 2023

domingo, 26 de febrero de 2023

                                                                  KENYA


El color de su piel lo decía todo. Y su nombre.

Bajaba por la Cuesta de San Vicente hacia Príncipe Pío para reunirse con un colega que la entregaría mercancía a precio de saldo y, después, poder venderla expuesta en una manta por las calles del foro. Todavía sentía miedo cuando recordaba aquel episodio en el que una patrulla de policía arremetió contra ella en las cercanías de Atocha, atropellando todas sus gafas de imitación y dejando a Kenya entre la delantera del coche y la pared. El oficial se había enfrentado al público echándose la mano al cinto y amenazando a todo aquel que se atreviera a protestar, hasta que al fin detuvieron a la chica y le incautaron lo que quedaba del género. Por eso, ahora andaba más prudente, cuidando mucho con quién hacía negocios y fijándose bien en qué calles practicar la venta. Entre los oficios que había ejercido desde que llegó siempre descartaba la prostitución, haría lo imposible por no tener que recurrir a ese extremo y había sido capaz de mendigar con tal de evitar vender su cuerpo.

Ahora, mientras descendía con su carrito dispuesta a buscarse otra vez la vida, musitaba una salmodia que la servía de catarsis frente a los infortunios que sufría.

Señor, perdóname por ser negra. Señor, ayúdame en tu infinita bondad. El mar, las olas, la inmensidad del mar. El agua entrando en la lancha, moja nuestros pies con el vaivén. Señor, no dejes que me entregue a los hombres. Mendigar. Pedir. Salir a la calle por las mañanas, sin nada, sin haber comido nada. El ugali. El matoke. Nyama choma. La curva de Nairobi. El león que escapa de la reserva. La pobreza. El frío en las aceras. Las casas donde limpio y la mierda que le quito a las señoras. No quieren mi color, las señoras no quieren mi color. El frío en la ciudad. El frío en la chabola. Baridi. Swahili. Hambre en la mañana. Una cuchilla en la noche. Señor, perdóname por ser mujer. No quiero que ningún hombre se tumbe conmigo en el jergón. Miedo. Soledad. Desamparo. Señor, perdóname por ser negra, apiádate de mí, tu sierva. En la playa, los hombres de uniforme nos mandan ir deprisa, ponernos en fila deprisa. Los hombres de rojo nos dan algo de abrigo. Las preguntas, la documentación. No contestar, no responder porque te devuelven a la patria. El mar, inmenso, los vaivenes de las olas. Los hombres de rojo ayudan a una mujer con su hijo. Nos llevan bajo una lona. Y después, los papeles.”

La vida de Kenya había sido difícil desde los primeros años de su infancia. La segunda entre siete hermanos, se ocupaba de los más pequeños haciendo recados a los vecinos por los que recibía una miseria. Después, tras un breve espacio de tiempo en el que asistió a la escuela, sus padres la colocaron en casa de un matrimonio amigo para que se ocupase de las tareas domésticas. Cuando la niña hacía algo que a la dueña no agradaba ésta le atizaba con un cinto de cuero que dejaba gruesos verdugones sobre su piel de ébano. Pero lo peor llegó cuando cumplió 10 años.

Una noche, su madre le dijo que la acompañase a casa de unas amigas. `Una vez allí, cuatro mujeres más la condujeron a una habitación donde había un camastro, sucio y desvencijado y, la más vieja, desnudó a Kenya por completo tumbándola boca arriba. Otra de ellas rodeó fuertemente el pecho con los brazos, mientras las demás obligaban a la niña a mantener los muslos separados. En ese momento, su pubis quedó totalmente abierto y la anciana, con una cuchilla de afeitar, le extirpó el clítoris. A continuación, la misma mujer practicó un corte a lo largo del labio menor y luego eliminó la carne del labio mayor. Hizo lo mismo con el otro lado de la vulva. Kenya se retorcía de dolor y casi no podía gritar porque también la sujetaban de la mandíbula, mientras la sangre, que manaba a borbotones, era limpiada por las mujeres a la vez que introducían sus dedos para comprobar que el trabajo estaba bien hecho. Luego, la vieja aplicó una pasta y cosió los labios mayores asegurándose de que quedaba un orificio tanto para la sangre menstrual como para la orina. Después, con el fin de que el cierre de los labios se hiciera efectivo, ataron a Kenya desde la cadera hasta los pies´(*). Días después tuvo intensas fiebres que la dejaron al borde de la muerte. Su madre le dijo que había sido por su bien, para que se purificase y los hombres no la despreciasen; la infección era un contratiempo que había que sufrir con valentía. No le ocurriría nada si ella tenía confianza en Dios. Pero, desde ese momento, Kenya se prometió marcharse de su país en cuanto pudiera y empezar una nueva vida. Así, con el correr del tiempo, la chica fue ahorrando un dinero con el que podría salir del lugar que consideraba una prisión.

Seis años tardó en cruzar media África hasta llegar al Estrecho. En ese deambular procuraba siempre juntarse con otras mujeres a pesar de la desazón que la provocaban por lo que le habían hecho. Pero más prevención la procuraban los hombres: en esos años sufrió dos violaciones y otros tres intentos por parte de los miembros de las mafias, los cuales pedían más dinero por conducir a las pobres migrantes a lo que ellas consideraban el paraíso. Cuando las muchachas no podían satisfacer esas exigencias, eran violadas o maltratadas. A Kenya le causaron mucho dolor físico y psicológico las vejaciones a las que fue sometida y se juró no dormir jamás con ningún varón; por eso huía en cuanto notaba alguna mala intención por parte de los hombres que la rodeaban. En esa situación y encontrándose en extrema pobreza en Libya, confraternizó con otra muchacha llamada Ebele. Las dos mantenían la esperanza en un nuevo futuro, a pesar de que el presente lo dedicaban a mendigar por las calles, pero esperaban con anhelo el día en el que poder zarpar hacia la hermosa Europa.

Y llegó el momento de hacerse a la mar. Mil doscientos euros habían pagado a los miembros de las mafias por poder embarcar en una patera. Cuando se prepararon para subir, las dos amigas fueron separadas y cada una fue dispuesta en una lancha distinta. Uno de los hombres preguntó que quién sabía entender un GPS, a lo que respondió algún migrante que se hizo con el preciado aparato dispuesto a navegar por las aguas algo picadas en la mañana. Kenya se colocó junto a una mujer con un niño entre sus brazos; sabía que la travesía podía ser peligrosa, así que procuró asirse a los agarraderos que tenía a su alcance. Cuarenta personas iban apiñadas en lo que había de ser su vehículo de salvación, y sólo llevaban encima un chaleco salvavidas y una pequeña garrafa de agua potable. El mar, en su inmensidad, les abrazaba como madrastra fiera y cruel.

Llevaban varias horas bogando y el sol ya estaba en lo alto, cuando la barcaza de Ebele empezó a desviarse del rumbo. Gritaron para que volviesen, Kenya llamó a su amiga con desesperación y todos agitaban los brazos en señal de auxilio, pero la patera se fue perdiendo en el horizonte. Exhaustos y abrasados por el calor, no querían hacer uso de las botellas de agua por miedo a que el viaje se alargase en el tiempo y, ante el temor, se pusieron a rezar. Dos días tardaron en llegar a tierra, siendo recogidos por una ONG dedicada a ayudar a los inmigrantes que se aventuraban en aquel duro desplazamiento. Ya en la costa, los servicios de la Guardia Civil y la Cruz Roja se hicieron cargo de aquellos hombres, mujeres y niños extenuados y agotados por lo penoso del trayecto. Kenya nunca más volvió a saber de Ebele.

Tras pasar por varios centros de acogida y múltiples peripecias, la joven se ubicó en Madrid en el poblado chabolista de la Cañada Real, debido a que un grupo de colegas le habían hecho un hueco en una de las casuchas que sin luz y sin agua corriente servían de vivienda a cientos de desarraigados que se asentaban en la capital. Así, malvivían haciendo frente a las inclemencias del tiempo y sorteando la legalidad en busca del sustento de cada día. Kenya procuraba mantener su dignidad huyendo de situaciones comprometidas y ahora, mientras descendía por la cuesta, se concentraba en el sermoneo que utilizaba para liberarse de las experiencias pasadas:

Señor, apíadate de mi, esta tu sierva. No dejes que caiga en tentaciones pecadoras contra Tu ley. Ayúdame a ser buena, a no defraudar tu confianza. Los hombres me observan y quieren que caiga en sus redes, pero yo no les dejo. Ayúdame a ser pura y perdóname por ser negra, por tener un color contrario a las buenas acciones, por no ser como Tú, Señor mío. Ebele se marchó y me dejó sola en este triste camino de perdición y dificultades. Ebele se fue lejos. Los niños tosen en las chabolas. Hace frío. La gente blanca nos desprecia y no se ocupan de nosotros. Solo nos quieren como mulas de carga, como animales. Señor, ayúdame a encontrar la senda correcta, a encontrar en este día el pan que nos alimente, a encontrar trabajo y paz. Ampáranos en tu misericordia, en tu infinita bondad. No dejes que tenga malos pensamientos, no dejes que me desvíe de tus designios, apíadate de mí, Señor. Amén.”

(*) Recreación de un texto aparecido en El Mundo, 7 de marzo de 1995, a partir de un informe de Amnistía Internacional.



                                                       ESTRELLA DEL MAR CARRILLO BLANCO

                                                                     26 DE FEBRERO DE 2023

sábado, 28 de enero de 2023

 

                                                           VANE Y JESSY


Las dos chicas acababan de salir del instituto. Ambas iban mirando el móvil mientras cargaban a su espalda una pesada mochila. Sorteaban los charcos que se habían originado por la lluvia de la mañana y, de vez en cuando, reían a carcajadas con las imágenes que aparecían en los smartphones de cada una. A Jessica le hacían mucha gracia las muecas que sus compañeros de clase mostraban en las fotos porque, según decía ella, les asemejaban a los animales mitológicos de Harry Potter, y Vanessa se sentía feliz con los comentarios de su amiga.

Habían hecho un examen de matemáticas a lo largo del día y, como siempre, a Jessy le había salido bien; no así a Vanessa. Las dos asignaturas que arrastraba desde 3º de la E.S.O. le hacían sentirse inferior y manifestar una vergüenza que le impedía relacionarse con su amiga de manera natural y normalizada. Su admiración por la compañera la llevaba al extremo de escribir pequeños poemas en los que reflejaba el entusiasmo que le causaban todos los asuntos que tuvieran que ver con Jessica, y Vane (que así la llamaban los que la conocían) guardaba esos escritos con íntimo fervor. Cada ocurrencia, cada acontecimiento, cada suceso eran para Vanessa objeto de estrechamiento, de conexión, de correspondencia con su querida Jessy, y eso, le hacía olvidar sus fracasos y sus particulares miserias.

JESSICA: “-¿Te vienes a mi casa para hacer los deberes?”

VANESSA: “-No puedo, tía. Tengo que cuidar de mi hermano, que mi madre se va a trabajar”.

JESSICA: “-Pues si quieres voy contigo y hacemos juntas el trabajo de filo”.

VANESSA: “-Vale, porque yo no entiendo muy bien qué es lo que hay que hacer”.

Las dos niñas se dirigieron a la casa mientras Jessy pasaba su brazo por los hombros de Vanessa. Así, juntas, afianzaban su amistad frente a los contratiempos que pudieran presentarse.

-¿Eres tú, Vanessa? Llegas a tiempo para cuidar a tu hermano. ¿No vienes sola?”-, preguntó la madre cuando aparecieron.

VANESSA: “-Sí, mamá. Vengo con la Jessy, que vamos a hacer juntas los deberes”.

MADRE: “-Bueno, pero no dejéis de merendar”.

Las chicas rebuscaron en la nevera y se prepararon unas pizzas, también para el hermano de Vane. Después, se fueron al salón y vaciaron sus mochilas con el fin de ponerse a trabajar.

JESSICA: “-¿Te has enterado de lo de Alex?”

VANESSA: “-No, ¿qué?”

JESSICA: “-Que sale con otra chica. Una de Las Mercedarias, una pija que ya ha estado con varios tíos”.

VANESSA: “-¿Y a ti qué?”

JESSICA: “-Pues que a mí me gusta mucho ese niño y me pone de los nervios que vaya con unas y con otras”.

VANESSA: “-Pero si cuando estuviste tonteando con él decías que era un simple”.

JESSICA: “-Ya, bueno, pero eso lo decía para tenerle más pendiente de mí. A ti te lo puedo contar porque eres mi amiga, pero cuando yo era su novia me puso los cuernos con la Juani y eso no lo podía aguantar. Y subieron las fotos a Instagram”.

VANESSA: “-Yo creo que es mejor que pases de ese tío, no merece la pena preocuparse por tipos como ese”.

A Vanessa no le gustaba que Jessy le refiriera sus asuntos amorosos, notaba que algo se le retorcía en el estómago y, por momentos, la náusea le obligaría a vomitar. Desde que sus padres se separaron, tuvo la impresión de que algo se le rompía por dentro provocando en ella un sentimiento de desamparo difícil de mitigar; sólo la compañía de su amiga era capaz de aliviar la desazón que la embargaba. Por eso no le gustaba que le hablasen de temas del corazón, porque pensaba que detrás de todos ellos existía un cúmulo de mentiras y traición; y si no lo pensaba, sí al menos lo intuía. En su dificultad para concretar con palabras todas sus emociones, prefería quedar callada observando lo que los demás hacían y se atrevían a proferir. Con todo, lo que más le alegraba y calmaba su inquietud era acechar los gestos de Jessica, sus movimientos, su semblanza. Se quedaba embobada con la línea que se dibujaba en sus ojos cuando ésta sonreía y con lo inteligente que era resolviendo todas las situaciones, y con su cuerpo de atleta curtido por el sol y por la natación. Vanessa no se atrevía a confesárselo a sí misma, pero en el fondo de su alma sentía que la amaba.

En realidad, no recordaba haber estado enamorada nunca de ningún chico, únicamente en primaria tuvo un amigo con el que compartía los juegos y se llevaban bien en clase, pero de ahí a que la gustara y sintiera algo por él había un abismo. Sí que la llamaba la atención una niña que se llamaba Juliana, la cual tenía ademanes hombrunos y enfrentadas en el balón prisionero siempre ganaba ella. Los compañeros murmuraban: “-¡Si es que es un chicazo, si es que es un chicazo!”, lo que a Vanessa le ocasionaba franca tristeza no pudiendo evitar que la invadiera cierta ternura hacia la compañera. Con el correr de los años y ya instalada en el instituto, tuvo miedo a ser rechazada debido a su timidez pero fue cuando apareció Jessica, desenvuelta, airosa, despabilada, se sentó junto a Vane desde el inicio del curso y a partir de ahí sellaron los lazos que las hermanaban.

Pero no podía soportar los devaneos que Jessy tenía con los jóvenes de su edad; al ser más lista que muchos de ellos se envanecía y se burlaba sin piedad de sus debilidades, lo que la convertía en una especie de `devorahombres´ inconsciente que hacía presagiar una adolescencia perturbadora. Vanessa sufría estos galanteos sin pronunciar palabra, sollozando por las noches y dejando huella en los pequeños poemas que dedicaba a su amiga. Hasta que llegó Alex. Realmente el chico hizo mella en la osadía de Jessy, la cual se dejó vencer por los encantos que el chaval exhibía y, poco a poco, y debido a los coqueteos que éste mostraba sin pudor hizo que la muchacha cayera rendida a sus pies. Y ahora venía la cantinela continua: que si me ha puesto los cuernos, que si no me hace caso, que si es un golfo, que si va con otras y a mí me hace de menos, era lo que escuchaba Vane en boca de su compañera observando que ésta había perdido cierta mordiente y cierta gracia. Sin embargo, su amor se acrecentaba al verla padecer aquel tormento que ella no había buscado. Quería consolarla, calmar su dolor, amortiguar su pena. Sentía que estaba allí para algo, pero no sabía hacérselo entender. Sus limitaciones convertían a Vanessa en un ser sin recursos para lo que más adoraba, en una chica tonta que sólo sabía mirar y callar, en una burla de sí misma.

Cansada por la rutina del día y no sabiendo qué contestar ante las declaraciones de su amiga, dejó que finalmente ésta le explicase el trabajo de filosofía del que no entendía qué era lo que debían hacer.


                             ESTRELLA DEL MAR CARRILLO BLANCO

                                              28 DE ENERO DE 2023

miércoles, 4 de enero de 2023

 

                                                                   ISABEL



Siendo pequeña y no habiendo llegado aún la guerra, su madre salía en un coche de caballos dando la vuelta al ruedo en la plaza de las Ventas. Ella lo veía desde las gradas acompañada de su tío y de sus hermanos. Estaba acostumbrada a esos acontecimientos grandilocuentes porque su abuelo era un importante empresario de la almoneda, dentro del intrincado escenario del Madrid de la República, e Isabel, todavía muy niña y dócil, disfrutaba con aquellas fiestas en las que cantaba y bailaba sin ton ni son y hacía reír las gracias que provocaba con su inocencia. Su situación en la familia, la menor y al cuidado de otros tres hermanos, la inclinaba a sentir una alegría desbordada, siempre contenta sin ser consciente de la realidad, observando el lado más jovial en cada sucedido, divirtiendo continuamente con sus ocurrencias.


¡Isabel! ¡Isabelita!¡Isa!”, gritaba su madre a la hora de la merienda, y ella subía corriendo al olor del pan con sardinillas que repartía generosamente con sus amigos de juegos. Ya durante la guerra, sus padres la llevaron a vivir con una mujer cuya vivienda se encontraba en una zona más protegida de los bombardeos, mientras sus hermanos se alistaban en el ejército popular exceptuando el más pequeño, al que su padre sacó del tren cuando se disponía a marchar con el resto de milicianos. Isabelita los echaba de menos y tenía que hacer un esfuerzo por sacar su sentido del humor a relucir, pero no se desanimaba y jugaba solitariamente con las pocas muñecas que le habían dejado llevarse. La relación con la señora era cordial y ayudaba, en la medida de sus posibilidades y a pesar de su edad, en las tareas del hogar. Con todo, el breve tiempo que había pasado en la escuela le ayudó a resolver sencillas cuentas y a leer libros fáciles que la entretenían en las tardes llenas de temor por las incursiones del frente nacional; mientras la radio retransmitía los movimientos republicanos, ella se distraía mirando las viñetas del Pulgarcito y ojeando los cuentos de Celia, lo que le permitía fantasear con un mundo irreal y olvidar los sinsabores de su existencia.


Después de pasar un tiempo en el campo de concentración de Argelés-Sur-Mer, sus hermanos mayores volvieron a reunirse con la familia y ya, todos juntos, afrontaron la posguerra no sin cierta desazón, puesto que la contienda había hecho mella en la fortuna que el abuelo había amasado gracias a las antigüedades. A pesar de todo, la madre de Isabelita seguía despilfarrando, y un día sí y otro también solía pedir los cocidos de Casa Lhardy y los almuerzos de Viena Capellanes, lo que llevó la economía parental al borde de la quiebra . La niña, sin embargo, era feliz, interpretando obras de teatro con su amiga Luisita en las que se disfrazaban y hacían gala de su imaginación ofreciendo actuaciones para goce de los más cercanos.


Transformada en una joven muy atractiva, los amigos y conocidos decían que se parecía a la actriz Carole Lombard. Así, cuando cumplió 20 años, Isabel ennovió con un apuesto auditor de una conocida firma de baterías y juntos decidieron enfrentarse a lo que les deparase el destino. Convertidos en marido y mujer, tuvieron que marchar a la ciudad de Córdoba ya que a él le trasladaron por motivos de la empresa y, allí, al poco tiempo, tuvieron un hijo. Isabelita cuidaba del niño y de su madre, la cual hacía poco que había enviudado, y entablaba buenas migas con las vecinas de la barriada andaluza. Ocurrió que un buen día, una de estas residentes, con varios hijos y estando embarazada, entró en situación de parto y tuvo un aborto. La mujer, ignorante, entregó el feto a los niños para que jugasen con él. Cuando Isabel y su madre entraron en la casa, se encontraron a la vecina en la cama con las sábanas ensangrentadas y a los churumbeles bañando en un barreño, como si de un muñeco se tratase, al engendro que su progenitora había extraído de sus entrañas.

-¡Si es que son muy brutos, si es que son muy brutos!-exclamó Isabelita. “-Con decirte que el marido arranca el coche con el embrague echado”-todo esto mientras ayudaba a la mujer a levantarse y su madre llamaba a una ambulancia.


Andando el tiempo, los esposos, la suegra y el hijo regresaron a Madrid en busca de una mejora económica que no llegaba. La demediada fortuna del abuelo había quedado mal repartida entre sus herederos y, la madre de Isabel, sólo recibió unos mantones de los tiempos gloriosos y unas pocas joyas que acabó malvendiendo con el fin de seguir consumiendo los manjares a los que estaba acostumbrada. A menudo, pedía a su hija manitas de cerdo y los entresijos y gallinejas que las freidurías madrileñas ponían al servicio de sus paisanos y, eso, junto con otros caprichos que demandaba ponía a Isabelita en una situación financiera muy comprometida. El nieto, dotado de un acerado humor, gastaba bromas a su abuela acerca de su glotonería, lo que provocaba las risas de sus padres, pero la anciana, no entendiendo el sentido de estas fantasías, murmuraba con hosco gesto: “-A este chico debéis llevarle a observación.”


Con los años y ya fallecida su madre, Isabel mantenía su jovialidad y gustaba de poner motes a los famosos de las revistas o a los conocidos que provocaban su hilaridad. Sin ir más lejos, al hijo de una folklórica famosa le llamaba “El coquito de la lenteja” y a Paquito, el marido de la portera, le apodaba “Cabezón de la sal” por el gran promontorio que cargaba sobre sus hombros. Cuando se juntaba con su cuñada, entre las dos sacaban punta a todos los acontecimientos del día y a los eventos de la alta sociedad, tal era su capacidad de burla que no paraban en mientes ante todas las ocurrencias que se les presentaban de continuo. Y el niño de Isabel no le iba a la zaga: ya de mayorcito le sacaban parecido con el cantante Manolo García, y él hacía gala de una fina ironía comentando que debía haber cotizado a lo largo de su vida en la modalidad de artista.


Sucedió que el joven se emparejó con una compañera de trabajo con la que tuvo un hijo, pero ella era lo bastante severa y egoísta como para no empatizar con su suegra. No obstante, la alegría del nieto colmó los deseos que pudieran tener los abuelos acerca de este asunto y volcaron todo su amor en aquel regalo que les había llegado con la vejez.


Cuando el Alzheimer hizo presa en la mente de Isabel, su familia la trasladó a una residencia de bajo presupuesto puesto que era lo único que se podían permitir. Allí falleció afectada por un virus convertido en pandemia mundial y por la nefasta gestión de unas autoridades autonómicas encargadas de la residencias de mayores. Murió sola, sin el calor de una mano amiga, sin la caricia de una voz, sin la viveza de una sonrisa, sin el ánimo ante el desaliento. Murió como nadie debe morir, porque nadie se merece marchar sin el soplo de un ser querido.




                              ESTRELLA DEL MAR CARRILLO BLANCO

                                                 4 DE ENERO DE 2023

                                                              RICARDO      ...