miércoles, 1 de febrero de 2012

Jorge Luis Borges y Enrique Banchs: Buenos Aires, tigres y espejos



Enrique Banchs (Buenos Aires, 1888-1968) es un poeta argentino prácticamente olvidado, lo cual al propio Banchs no le habría desagradado del todo. De hecho, puso en ello algún empeño, como lo demuestra que, tras publicar cuatro libros de versos en su juventud, a los veintitrés años dejara de escribir —o al menos de publicar— y que nunca permitiera que se reeditaran sus obras. Pertenece a esa categoría de escritores que coleccionó Enrique Vila-Matas en su divertido Bartleby y compañía, es decir, autores que se retiran en plena madurez literaria, incluso después de haber alcanzado cierta fama, como Rimbaud o Salinger, por citar dos ejemplos célebres.

Si solo hubiera publicado sus tres primeros libros (Las barcas, 1907; El libro de los elogios, 1908; El cascabel del halcón, 1909), se entendería mejor la vocación por el olvido de Enrique Banchs, pues poco brillo aportaron sus versos al escaparate donde relumbraban los jades, las gemas y las turquesas de la bisutería modernista. En estos primeros textos, Banchs no pasa de versificador correcto, variado cultivador de las formas métricas clásicas. El propio autor se veía a sí mismo, más que como un mero seguidor de Rubén Darío, como un poeta “tradicionalista, tributario de la herencia romántica”. Sin embargo, en 1911 publicó La urna, su último poemario y genuina obra maestra. Tampoco aquí abandonó el clasicismo, ya que el libro presenta una serie de cien sonetos, muchos de ellos de amor, amor desconsolado y no correspondido. Pero, a pesar de lo manido del tema o de la forma, los endecasílabos parecen nuevos, alcanzan una originalidad luminosa, insólita en el contexto de la época y aun de la lírica en lengua castellana.

En La urna, el hablante, el yo del poeta, auténtico protagonista del libro, desgrana mediante una suerte de diario íntimo o de soliloquio interior el sentimiento de fracaso amoroso y, como consecuencia, de fracaso existencial. Para ello, Banchs despliega una lengua poética rigurosamente depurada, carente de todo ornato innecesario, con la selección de un vocabulario inusualmente natural, cercano, lo que confiere a la expresión un tono conversacional, de prosodia atenuada, pese al recurrente incordio del isosilabismo y de la rima, casi siempre inadvertidos. Como consecuencia, los sonetos transmiten verdad, sinceridad de sentimientos, por encima de juegos o de modas, de una manera que quizá no se repetía desde Garcilaso. Resulta difícil justificar la poesía de La urna intentando buscar antecedentes o modelos desde los que evolucionara: los versos de Banchs no tienen parangón en la poesía americana o española del momento. Si acaso, en la evocación melancólica del desencuentro pasado entre el hablante y la amada, o en el tono quedo y confidencial de la expresión, como de dietario sentimental, los poemas del argentino suscitan por momentos el recuerdo de las Rimas de Bécquer. Más bien al contrario, habrá que esperar varias décadas para recobrar parecidas emociones a las que proporciona La urna a través de cierta poesía española de la segunda mitad del siglo XX, con la que, de manera extraña, parece relacionarse.

La pretensión de estas líneas, en cualquier caso, no consiste en analizar los poemas de La urna, empresa que precisaría mayor esfuerzo y espacio, sino constatar cómo una simple lectura del libro de Banchs permite establecer conexiones formales y temáticas con buena parte de la producción poética de Jorge Luis Borges, principalmente sonetos, en los que se prodigó el genio argentino a partir de 1960.

Desde el punto de vista formal, una de las relaciones más nítidas de La urna con los sonetos de Borges es la común preferencia por la variante del soneto inglés o isabelino, poco cultivado en la tradición castellana. Tanto Banchs como Borges emplean también el soneto italiano, de dos cuartetos y dos tercetos, pero con frecuencia se inclinan por la combinación de tres cuartetos (o tres serventesios) rematados por un dístico pareado, tal y como los escribiera Shakespeare. Esta selección se hace además singular por la adecuación entre el discurso y la estructura métrica. Aquí Banchs —y también Borges— opta por una elocución entrecortada, rompiendo la esticomitia de los versos, pues el flujo discursivo se reparte en los endecasílabos incómodamente, sin hacer coincidir las unidades sintácticas con las unidades rítmicas. Esto, que dota al soneto de modernidad, obliga a quebrar de vez en cuando un verso con un punto y seguido o a aislar tras un signo de puntuación la palabra de rima, propiciando de esta manera abruptos encabalgamientos. Lo mismo cabría decir de la disposición del contenido en los sonetos, que a menudo evita la coincidencia entre la estructura interna y la estructura externa que facilita el poema estrófico.

Desde el punto de vista temático, las diferencias entre ambos poetas son claras: poco tienen que ver las ideas o el tono que uno u otro emplean. Sin embargo, en tres sonetos de Banchs emergen sendos referentes que, en manos de Borges, han adquirido el rango de símbolos universales: los espejos, los tigres y “la ciudad nativa”, Buenos Aires.


Los espejos

Borges nunca ocultó su devoción hacia Banchs y siempre reivindicó el singular valor de La urna. De hecho, si alguien hoy se embarca en la turbadora aventura de leer los sonetos de Banchs, probablemente se lo deba al autor de El Aleph. A comienzos del verano austral de 1936, este publicó en la revista El Hogar un artículo conmemorando las “bodas de plata con el silencio” de Banchs; mucho después, ya anciano, Borges evocó así al enmudecido poeta en un soneto de su libro Los conjurados:

Un hombre gris. La equívoca fortuna
hizo que una mujer no lo quisiera;
esa historia es la historia de cualquiera
pero de cuantas hay bajo la luna
es la que duele más. Habrá pensado
en quitarse la vida. No sabía
que esa espada, esa hiel, esa agonía,
eran el talismán que le fue dado
para alcanzar la página que vive
más allá de la mano que la escribe
y del alto cristal de las catedrales.
Cumplida su labor, fue oscuramente
un hombre que se pierde entre la gente;
nos ha dejado cosas inmortales.


No sin cierto sentido del humor, Borges solía repetir que a un escritor de talento le es dado elegir a sus propios precursores. De alguna manera, en el artículo citado de 1936, el argentino universal postula a Banchs de forma indirecta como antecedente de uno de los tópicos borgianos por excelencia: los espejos. Y se permitió copiar el soneto 59 de La urna:

Hospitalario y fiel en su reflejo
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir, está el espejo
como un claro de luna en la penumbra.
Pompa le da en las noches la flotante
claridad de la lámpara, y tristeza
la rosa que en el vaso agonizante
también en él inclina la cabeza.
Si hace doble al dolor, también repite
las cosas que me son jardín del alma.
Y acaso espera que algún día habite
en la ilusión de su azulada calma
el huésped que le deje reflejadas
frentes juntas y manos enlazadas.


Es cierto que en Borges el espejo se convierte en un símbolo de mayor complejidad y entronca con el juego de dualidades de lo real y con los desdoblamientos de personalidades, mientras que para Banchs es un mero elemento que subraya la soledad del hablante, su aciaga frustración amorosa y el fracaso vital. Pese a esta diferencia radical, si se examina la poesía de Borges con detenimiento, surgen aquí y allá pequeños retazos, breves analogías, recursos formales o selecciones léxicas, donde parece aflorar un sustrato banchsiano. Así, “la ilusión de su azulada calma”, metáfora del espejo en Banchs, es evocada por “el agua especular que imita/el otro azul en su profundo cielo”, del poema “Los espejos” de El Hacedor. Por otra parte, el deseo que Banchs atribuye al espejo, en los cuatro últimos endecasílabos, de esperar el reflejo de un huésped con su amante recuerda el final de otro soneto de Borges, “Al espejo”, recogido en La rosa profunda, donde también se imaginan los reflejos futuros del azogue doméstico:

Cuando esté muerto, copiarás a otro
y luego a otro, a otro, a otro, a otro…


De forma análoga, si en el soneto de Banchs el espejo “repite/las cosas que me son jardín del alma”, en el poema de Borges titulado “Buenos Aires”, de Elogio de la sombra, se lee: “Es el último espejo que repitió la cara de mi padre”.
En El Hacedor aparece otro símbolo típicamente borgiano, la rosa, con protagonismo en el breve relato titulado “La rosa amarilla”, que “una mujer ha puesto en una copa”, y muy bien podría subsistir en ella “la rosa que en el vaso agonizante/también en él inclina la cabeza” del soneto de Banchs.

Los tigres

Igualmente difusas son las relaciones que, a partir de Banchs, podrían explicar en la poesía de Borges la recurrencia de los tigres como tema. Según el propio autor, la fijación por estos felinos le viene de la infancia, de los recuerdos del zoológico de Palermo y de las estampas de las enciclopedias. Con el tiempo, el tigre se convertirá en el ideario borgiano en un símbolo de críptico enigma, que se enriquece con “el tigre de Blake y de Hugo y Shere Khan”. Extrañamente, nada comenta Borges sobre el tigre del soneto 64 de La urna, que rececha al lector como víctima propicia:

Tornasolando el flanco a su sinuoso
paso va el tigre suave como un verso
y la ferocidad pule cual terso
topacio el ojo seco y vigoroso.
Y despereza el músculo alevoso
de los ijares, lánguido y perverso
y se recuesta lento en el disperso
otoño de las hojas. El reposo...
El reposo en la selva silenciosa.
La testa chata entre las garras finas
y el ojo fijo, impávido custodio.
Espía mientras bate con nerviosa
cola el haz de las férulas vecinas,
en reprimido acecho... así es mi odio.


Quizá no sea arriesgado conjeturar que el afilado zarpazo con que se remata este soneto no fuera muy del agrado de Borges, poco dado a efusiones personales tan viscerales y primarias. Tal vez por ello, el poema en prosa “El tigre”, incluido en Historia de la noche, da la réplica y parece querer contradecir la imagen de Banchs:

Pensamos que era sanguinario y hermoso. Norah, una niña, dijo: está hecho para el amor.

Existen otras tenues proximidades: como en el segundo verso de este soneto (“a su sinuoso/paso va el tigre suave como un verso”) en que se asocian los sustantivos verso y tigre, Borges también aúna ambos conceptos en un endecasílabo (“el otro tigre, el que no está en el verso”) del poema “El otro tigre”, en El Hacedor.

Buenos Aires

Algo parecido, finalmente, ocurre con la evocación de Buenos Aires en los versos de Banchs.

Cuando en las fiestas vago en el suburbio,
desde las tierras altas la mirada
de albatros tiendo a la ciudad cargada
de hombres, al lado del estuario turbio.
Como en una visión de grandes valles,
veo, entrando en el cielo, humeantes barras,
las azoteas rojas, las pizarras
y el tajo ceniciento de las calles.
Y veo el barrio donde está tu casa,
(lo veo y la tristeza me traspasa)
y la casa escondida donde estriba
mi vida laboriosa y miserable...
Y se me alza en el pecho, inolvidable,
el gran amor de la ciudad nativa.


Como se sabe, la ciudad del Plata representa un perenne y polifacético mito borgiano, escenario de relatos, referente de sus versos. Para Borges, la capital porteña es la población recogida y decimonónica de sus mayores, y que él aún alcanzó a ver; es la ciudad de la infancia, que se ensancha en el recuerdo hacia la llanura, una urbe patricia y europea, poblada en sus arrabales por compadritos y malevos; galería de personajes literarios cercanos a los tipos de los poemas gauchescos o de los versos de Evaristo Carriego, a los que el joven Borges dedicó un extenso ensayo. Esta concepción idealizada, como en los tangos, conforma una suerte de “épica del suburbio” en una ciudad mítica y agónica, cuyos contornos todavía recrean los primeros libros de Borges: Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno de San Martín (1929); por no hablar de las evocaciones tardías de las milongas contenidas en Para la seis cuerdas (1965). Después, las transformaciones del siglo XX convirtieron Buenos Aires en una macro ciudad que Borges deja de reconocer.

Sin embargo, sí la identificaría aún en la visión cenital, a vista de pájaro, que proporciona Banchs en su soneto. Quizá este recuerdo llevara a Borges a incluir otra vista aérea de la metrópolis en el poema “Buenos Aires”, de Elogio de la sombra:

[Buenos Aires] Es el Dédalo creciente de luces que divisamos desde el avión
y bajo el cual están la azotea, la vereda, el último patio, las cosas quietas.


También encontramos algún adjetivo transferido desde el soneto de Banchs: por ejemplo, el “estuario turbio” se convierte en el poema “Montevideo”, de Luna de enfrente, en “las dulces aguas/turbias” sobre las que la capital uruguaya contempla el amanecer.

Pese al puñado de analogías hasta ahora expuestas, el paciente lector ya habrá observado la debilidad probatoria de buena parte de ellas, apoyadas la mayoría en sutiles detalles, achacables al azar o al simple hecho de que los poetas comparados compartían el medio, referentes comunes. Sin embargo, el número de detalles es significativamente amplio como para poder afirmar que los versos de La urna ejercieron alguna influencia en el joven Borges, tanto desde un punto de vista formal como temático. Además, esa influencia perduró, ya que fue recuperada cuando en 1960, empujado por la ceguera, volvió a la poesía en plena madurez creadora. Diríase, por tanto, que se trata de un influjo meditado.

Sirvan, pues, estas notas para reivindicar los versos de La urna, no solo por su valor intrínseco, sino también como fuente borgiana. El propio Borges solía afirmar que la historia de la literatura consiste en la repetición de cuatro o cinco metáforas. Sin duda, Borges debió ensayarlas. Aquí solo se apunta que, al menos tres de ellas, también las usó Enrique Banchs.

                                                              RICARDO      ...