viernes, 7 de septiembre de 2012

Los años del Gintonic.

Yo escuchaba decir a los bilbaínos que era Bilbao el lugar donde mejor se servían los gintonics, y no le daba importancia. Tampoco se la doy cuando un bilbaíno defiende hasta el colapso -esa carótida palpitando como un hinchable en la feria del aneurisma- que como en Bilbao no se bailan las sevillanas o que el pulpo ‘á feira’ solo se cocina bien en Bilbao.


Todo cambió cuando la gente de fuera comenzó a alabarme el gintonic. Ahí comencé a sospechar. Uno estaba, no sé, en Madrid, y se encontraba con un conocido que al despedirse caía sobre el asunto: «A ver si voy a visitarte, que en Bilbao ponéis los gintonics como nadie».

La quinta vez que me dijeron que cómo poníamos los gintonics, yo me hice una pregunta: «¿Cómo ponemos los gintonics?» Fue un momento mío cartesiano. Entonces reparé en que últimamemente todos los bares de Bilbao han ganado un certamen de la cosa y garantizan el gintonic perfecto. O sea, todos hacen cosas complicadas. Esas copas gigantes, por ejemplo, congeladas con los chismes de los leds y el gas carbónico. De pronto, sobre la barra, hay un vaso que admite más luces y humo que una gira mundial de Kiss.

Luego el barman comienza a fardar de ginebras, a proponer maridajes, a enumerar tónicas. Cuando termina, vierte los líquidos con extraños giros y explicaciones técnicas, olvidando que el gintonic, no solo no es una fórmula alquímica, sino que ni siquiera es un cóctel. Después llega la lluvia de frutas, el chaparrón de chuches: pepino, regalices, cardamomo. Pronto habrá quien lance ahí una morcilla de Arceniega. Los caminos del maridaje son inescrutables.

Pasados los años del titanio, yo creo que estamos viviendo los años del gintonic. Son unos años efectistas y un poco papanatas en los que confundimos el estilo en general con el estilo de los narcocapos tropicales en particular. Esa ostetación, esa jactancia, ese sibaritismo colectivo... Estoy casi seguro de que hay algo significativo en esos copones azulados y humeantes que la ciudad trasiega y valora como si se encerrase en ellos algún secreto del buen gusto.

Pero el caso es que eres bilbaíno y has pedido un gintonic y te han puesto uno al que llaman ‘Premium’. Cuando te dan la copa, se ve tan imponente que dudas entre beberla o levantarla sobre tu cabeza y posar para la prensa. Decides probarla. Y, efectivamente, el resultado es extraordinario. Aquello sabe aproximadamente como comerse una macedonia amarga mientras te esnifas un ‘Marionnaud’.

Todo es un pequeño despropósito. Sobre todo cuando hablamos de un trago viejo, noble y humilde. Cualquiera que haya visto a un inglés de cierta edad prepararse un ‘gin and tonic’ sabe que no hay lugar para tanta pose. La receta clásica sería algo así. Se coge un vaso cualquiera y se le quita el polvo, o no. Si encuentras algo parecido a hielo en algún lado, se echa una piedra. Ginebra a discreción. Tónica, un poco, cualquiera, si hay abierta, tampoco es imprescindible. Rodaja gruesa de limón y golpecito con el dedo o con el cuchillo que ha cortado el limón (en su libro ‘On Drink’ Kingsley Amis permite que las mujeres y los niños utilicen un cuchillo limpio). A continuación, todo para adentro. Y Dios salve a la Reina. Y que vengan esos malditos zulúes si se atreven, soldado Owen.   Pablo Martínez Zarracina. El Correo. 26-7-2012.  

                                                              RICARDO      ...