viernes, 30 de diciembre de 2011

El llanto militar



"La nieve, como las lágrimas, cae sin fin.
¿Cómo no iba a llorar el firmamento cuando
hemos perdido a nuestro general, que era un
gran hombre del cielo? Mientras la muerte
nos separe de nuestro general, el pueblo,
las montañas y el cielo derramaremos lágrimas
de sangre, querido comandante supremo".

Un militar anónimo en el funeral de Kim Jong-il







Creo que fue Borges quien evocaba la figura quevediana del "llanto militar". Obviando el hallazgo retórico, desazona la coexistencia paradójica de la delicadeza y la bizarría, que ya experimentamos en la "Heroica" de Beethovens. Pero no hay duda de que la imagen estalla en múltiples y encontradas connotaciones, que la verticalidad y elegancia que sugiere concuerdan con las palabras arriba mencionadas y las estampas contempladas en estas históricas exequias.
Estas escenas luctuosas del pueblo y la milicia de Corea del Norte llorando la muerte del dictador abominable con pinta de maitre gay de un restaurante chino, y tan parecido a Juanito "Golosinas" (ya sabéis, el cariñoso y pizpireta amigo homosexual de las folklóricas españolas) me recuerdan, no por las tendencias sexuales que son respetables, con qué facilidad se hermanan el agua pura de los sentimientos y el viento sucio de la barbarie.
La filósofa Hanna Arendt hablaba de la trivialidad del mal, de lo accesible que resultaba perpetrar cualquier infamia sin ningún sobresalto ético. Algo así como el ejercicio burocrático de la iniquidad. Pero aquí aparece también otro rostro: el cuerpo seductor de la literatura (espontánea y popular) para envolver y hacer plausible la bestialidad de los hombres. Dejando al margen las propiedades psicoanalíticas y edípicas que encierra el llanto por la desaparición bajo la nieve del "gran padre de la patria", el escalofrío de estas imágenes y de esas palabras muestra la naturalidad con que nace en el alma de los hombres la pasión poética y el lirismo conmovedor ante cualquier tipo de vida y de actos.
Por vulgares y trillados que nos resulten estos resortes de la condición humana, no puedo evitar la conmoción que sinceramente me causan. No sólo el dolor por la ausencia de un monstruo, sino también y muy amargamente la "legitimidad" que inevitablemente presta la lengua poética besando con emoción los cuerpos violentados.

PD.:Menos mal que nos queda la tibia esperanza de que el hijo del extinto dictador, Kim Jong-un, no ha acabado el bachillerato y ni siquiera contempla la posibilidad de un ciclo formativo.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Por unas navidades lógicas y etimológicas.

Navidad, diría un gramático del Siglo de Oro, es corrupción de nativitatem, asumiendo con toda naturalidad el hecho de que lo que llamamos español es un latín gravemente deteriorado. Pero el latín tampoco era la lengua de Adán sino un producto más de la descomposición y fragmentación del indo-europeo, la madre de la casi totalidad de las lenguas habladas en ese amplio arco que recorre Europa desde la India pasando por Turquía y el Creciente Fértil. Así que nativitatem es derivación de natum y natum también es corrupción de gnatum que se remonta a la raíz indoeuropea *gn- (engendrar, nacer, producir). El asterisco que precede a una raíz indica que no está documentada (ninguna raíz indoeuropea lo está) sino reconstruida a partir de los escombros de la desintegración presentes en las lenguas hijas. El indoeuropeo es apenas una larga sucesión de asteriscos, como una cualquiera de nuestras ciber-contraseñas, pero cada uno de esos asteriscos ilumina el enigma fascinador del nombre de las cosas y sus suculentas relaciones subterráneas.*gn llega a los alienígenas y a nuestros omnipresentes genes, pasando por la gens, el conjunto de individuos que tienen un ancestro común (mi gente) y el gen-ius, la divinidad que preside el nacimiento y después la deidad tutelar de cada individuo y por extensión, su destino, sus inclinaciones naturales, la condición de su carácter, su in-genio. En el natum latino se engendra la natura, lo creado y la natio, el parto, sublimado después en el poderoso símil de la nación, los que nacen a la ciudadanía en un mismo alumbramiento colectivo, tan grato a la Roma clásica y a la Francia tricolor. En las lenguas germánicas *gn- está presente en child (eso sí que es corrupción) y en könig o king (de noble familia) y ya tenemos otra vez al niño-rey de la celebración cristiana. Pero no podemos terminar sin el a-gnatum que es el pariente de sangre y el co-gnatum que es el pariente co-lateral, con lo que hemos llegado al cuñado, que es el anticristo de la Nochebuena.La intersección del conjunto de los seres más queridos y los más odiados sería el conjunto vacío si no existiera la cena de Nochebuena. Esto es inevitable, pero no debería impedir que la disfrutemos con paz, sin enturbiar la gozosa y humilde alegría de los verdaderos destinatarios de esta buena cena: nuestros sufridos y amados progenitores. Dé igual si son agnatos o cognatos. Mi feliz navidad va por ellos y por todos vosotros, mis queridos ausentes, haraganes, indolentes, perezosos, gandules y apáticos compañeros de redacción. Mis mejores deseos para todos.

domingo, 23 de octubre de 2011

Gentuza.

Economistas de fuste, analistas financieros y banqueros indignados empiezan a perder la paciencia con los políticos. Su disgusto se suma al de una población que empieza a estar de vuelta de esta democracia que ya sólo sirve para encumbrar a ineptos, corruptos y patanes. Qué mierda de políticos. El mejor impuesto es el que no se paga y el mejor político, el que goza de un retiro dorado en la butaca de  un consejo de administración o el que ya está muerto. Muertos y bien muertos habían estado hasta ahora, una vez alcanzado el gran objetivo: Que apartaran sus sucias manos del mercado para dedicarse a colocar familia y clientela, disputarse el presupuesto y reglamentar anos, fetos y fosas. La incompetencia y la indignidad de los padres de la patria escandalizan en las altas esferas empresariales y financieras y ya se escucha un clamor, un clamor que nace de la autoridad moral de quienes pueden presumir de tener entre sus filas a banqueros de la integridad de Alfredo Sáez, empresarios de raza como Ruiz Mateos, financieros ejemplares como los Albertos, jueces intachables como Pascual Estevill o industriales filántropos como Félix Millet  (y no ha recorrido mi horror toda la escala social)  y que siempre han sido conscientes de su abrumadora superioridad intelectual y ética sobre cualquier político. Los han tolerado, halagado, financiado porque eran, simplemente, un mal necesario. Pero ahora han descubierto que encima no sirven para nada, que la clase más pasiva de todas es la clase política.  Lo único que se les pide es que se echen a un lado, que no estorben, que no interfieran en el mercado perfecto y eficiente con regulaciones, supervisión, impuestos y normas. Y ahora que, gracias a su pasividad e irrelevancia está a punto de saltar por los aires todo el tinglado, son incapaces de arreglárnoslo. Qué gentuza...

miércoles, 12 de octubre de 2011

De teólogos y científicos



En 1496, a sus veintitrés años, Juan Pico della Mirandola publicó en Roma Conclusiones philosophicae, cabalisticae et theologicae, donde expuso novecientas proposiciones. Era su deseo discutirlas tras la Epifanía del año siguiente con sabios de las distintas culturas conocidas en el momento. El Papa Inocencio VIII frustró esta pretensión por encontrar en el prolijo postulado dieciocho tesis heréticas. Pico insistió en su pertinencia con una Apología, que el pontífice juzgó como grave pecado de soberbia y obstinación, por lo que fue excomulgado; pese a que huyó a Francia, acabó siendo detenido y encarcelado en la prisión de Vicennes.

Una de sus proposiciones afirmaba que ninguna ciencia da mejor prueba de la divinidad de Cristo Jesús que la magia y la cábala; otra proclamaba que el teólogo no puede estudiar las propiedades de las líneas y de la figuras sin peligro. La presencia en su biblioteca de los Elementos, de Euclides, y un ejemplar de la Geometría, de Leonardo de Pisa, prueban que él mismo había afrontado, siquiera momentáneamente, ese riesgo.

Tiempo después, una confirmación de ambas tesis se encontró explícitamente reflejada en el trabajo de los teólogos Gottfried Leibniz e Isaac Newton.

El alemán, al que se deben indudables avances en el ámbito del cálculo o de la lógica combinatoria, prodigó con generosidad su talento para teorizar sobre lo inexistente. Así, en la Monadología se establecen los fundamentos básicos del más allá: las mónadas. Estas vienen a ser a la Metafísica lo que los átomos representan en la realidad de los fenómenos. La Teodicea, sin embargo, especula con la justificación de las evidentes imperfecciones de la naturaleza, y concluye que este es “el mejor de los mundos posibles”, porque fue creado por un Dios perfecto.

El inglés —incuestionable genio al que la humanidad adeuda el intrincado cálculo infinitesimal, el análisis físico de la luz, la ley de la gravitación universal y las leyes de la dinámica— dedicó más tiempo al estudio de la Biblia que al de la ciencia. Se declaró arriano y combatió con insistencia el dogma de la Trinidad (An historical account of two notable carruption of Scriptures); solía firmar sus escritos de esta índole con el seudónimo Jeova Sanctus Unus. También aventuró variadas conjeturas sobre el advenimiento del “Dia del Juicio Final” (Observations upon the prophecies), que según él no acaecería antes del año 2060. Pero quizá su más arriesgada aportación se produjo en el ámbito de la alquimia: Newton estudió con ahínco la trasmutación de los elementos (The vegetations of metals) y buscó con denodado entusiasmo la piedra filosofal y el elixir de la vida (Teatrum chemicorum, De natura acidorun, Praxis…).

A pesar del desarrollo del método científico en la Edad Contemporánea, la idea de Dios ha seguido poblando la mente de los hombres de ciencia de nuestro tiempo, al menos como metáfora. Es verdad que el estudio de los conjuntos infinitos y transinfinitos de los números, promovido por el matemático Georg Cantor, no ayuda a clausurar la imagen de un ser superior: en el infinito cabe todo. Así, en la misma línea esotérica, los físicos del CERN, que buscan en su gigantesco acelerador de partículas el bosón de Higgs, han llamado a esta mota, fundamental e hipotética, la partícula Dios.

De una forma poética parecida, Albert Einstein, por ejemplo, creía en “un Dios que se revela en la armonía de todo lo que existe, no en un Dios que se interesa en el destino y las acciones del hombre”. El ilustre premio Nobel deseaba conocer cómo Dios había creado el mundo. Resumió así sus creencias: “Mi religión consiste en una humilde admiración del ilimitado espíritu superior que se revela en los más pequeños detalles que podemos percibir con nuestra frágil y débil mente”. Como Spinoza, Einstein creía que Dios es idéntico al orden matemático del universo. “Si hay algo en mí —afirmó en cierta ocasión en su correspondencia— que pueda ser llamado religioso es la ilimitada admiración por la estructura del mundo, hasta donde nuestra ciencia puede revelarla”.

En ocasiones, la idea de Dios ha servido también a algún científico del presente como estrategia comercial, lo que no deja de ser una variante del peligro sobre el que alertaba Pico della Mirandola. El astrofísico Stephen Hawking representa un significativo caso de esta perversión teológica. Siempre que lanza al mercado algún ensayo de divulgación científica, los diarios del mundo suelen recoger sus manifestaciones en dicho sentido. Recientemente, a propósito de la publicación de The Grand Desing — título que pretende provocar a los seudo científicos creacionistas— , afirmó: “Creo que el universo está gobernado por las leyes de la ciencia. Estas pudieron haber sido creadas por Dios; pero Dios no interviene para romper las leyes”. Semejantes aseveraciones juegan a desafiar puerilmente a las confesiones religiosas, si bien no dejan de ser retos vacuos. ¿Qué tipo de científico sería si afirmara lo contrario?

Resulta imposible agotar los ejemplos: nada se dirá de Charles Darwin y su prolongado dilema entre ciencia o creencia; baste, por referir tipos contemporáneos, con los investigadores Richard Dawkins y Francisco Ayala. El primero es un sociobiólogo empeñado en demostrar científicamente la inexistencia de Dios; el segundo, genetista insigne, admite que ciencia y fe siguen caminos separados, que no se interfieren.

No se pretende abordar aquí la sucesiva invención de Dios, proeza literaria incomparable, que parece ser consecuencia de un residuo biológico, unánime excrecencia de eso que los paleoantropólogos gustan llamar la mente simbólica, y que ni siquiera el ejercicio prolongado de la razón cesa. La única aspiración de estas notas consiste en subrayar lo cerca que en ocasiones bregan el mito y el logos, no entre sí, sino codo con codo, en su obcecada empresa por ofrecer la enésima explicación del mundo. Acaso, las vacilaciones de los hombres de ciencia muestren el humilde y justo convencimiento de que toda ley, aunque se acompañe de la etiqueta de “universal”, solo ha sido comprobada en esta insignificante y remota región de la Vía Láctea donde vivimos: si no existe la empiria universal, nunca se sabrá si las leyes que pretenciosamente formulamos se cumplen en cualquier rincón del cosmos.

La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo, no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que estos son provisionales. A pesar de los riesgos, la ciencia, su capacidad de repensarse, es lo único que nos queda. Lo demás son respuestas sospechosamente sencillas para satisfacer enigmas. Esperemos que siempre haya candidatos dispuestos a correr el peligro sobre el que alertaba Pico, determinados a desmontar una ley sin otra arma que la realidad, empeñados, aunque solo sea, en distinguir los sueños de la vigilia o en confirmar que más allá de las ecuaciones solo se alcanza el vértigo de la noche.

La noche…Teólogos que practican ciencia y científicos que escudriñan a Dios, también nos ayudan a intuir esa identidad.

martes, 4 de octubre de 2011

Apostillas a un texto apócrifo




"Los espejos y la cópula son abominables
porque multiplican el número de los hombres"

JORGE LUIS BORGES







En tiempo de perturbación, no hacer mudanza, predicaba aquel legionario a lo divino, Ignacio de Loyola. Y esto viene a cuento por un hecho maravilloso sucedido recientemente en este mismo blog. El prodigio, de naturaleza borgiana, es un presunto escrito que me pareció ver y leer y al mismo tiempo desaparecer, semejante a la dulce contemplación del discurrir melancólico de las aguas del Guadiana.

"Es tierno y alado esperar la llegada de la primavera y de los amigos", pensaba Confucio. Y yo añadiría que también lo es la desaparición de ambos. El caso es que sueño o perpleja vigilia pude disfrutar de su contenido y fantasear con las múltiples sugerencias que me provocaba. Si, como creí entender, Dios era la ardorosa referencia del artículo y el eterno objeto del deseo, tanto de teólogos como científicos, todos los pensamientos se pierden en el infinito como el miedo de noche. Digas lo que digas de Dios, dirás mentiras, opinaban humildemente los místicos. Tal vez, sólo nos quede el consuelo de aquella teología negativa que buscaba a Dios donde no estaba. Porque poco o nada sabemos de este asunto, y no sólo porque el tema sea complejo y la vida breve, que también, sino más fuertemente por la infinitud del tema, y siempre se ha sospechado que la idea de infinito amenaza cualquier otra idea.

El fantasmal y delicioso escrito que soñé leer ofrecía datos históricos sobre la búsqueda filosófica y científica de ese Otro que se esconde más allá de todos los desiertos. De cómo ambos caminos se entremezclaban e interferían mutuamente, y de cómo el cuerpo carnal de Dios (y el materialista Spinoza intuía conmovido que lo tenía) nadie conseguía percibirlo o tocarlo. Nuestra pobre alma (mera idea del cuerpo, según el filósofo) sólo puede anhelarlo vigorosamente y esperar sosegados a que las palomas de sus labios ilimitados nos besen, ya muertos, los párpados.

Todo esto tendrá sentido si nos desazona la materia de tanto dislocado discurso; y a nadie más que a los no creyentes les horada las íntimas entretelas tal cuestión. Por lo demás, y vuelvo al escrito ensoñado, los viajes de la magia y la cábala que emprendieron con temor y pasión los pensadores renacentistas, desconozco los territorios que pudieron o puedan descubrir, si nos traen o no un puñado de tierra que Aquel pisó. Más torpe y desalentado, prefiero el goce modesto de las palabras, y la amistad de hombres inteligentes como el autor del supuesto escrito.

domingo, 2 de octubre de 2011

Sobre el pulidor de lentes Benito Spinoza



Dedicado al muy docto y culto conde Montenegro, sin cuya amistad y protección la vida sería más oscura



Una luz de miel penetra como el cansancio en el taller de Baruch Spinoza. Sentado frente a su mesa de trabajo, su mirada se abisma en los destellos de unos lentes recién pulimentados; de su mano derecha resbala un manuscrito del que se acierta a ver el título en castellano: Apología para justificarse de su abdicación de la sinagoga. Acaso la memoria de una antigua injuria familiar le hizo emplear esa lengua, que ahora enciende la herida de la pestilente ceremonia de su expulsión. Aún siente sus labios desollados por el olor de aquellas velas, el sudor punzante de su frente que provocaba la cera derretida y la humedad del río. ¡Dios de mis padres, qué abominación es ésta, aquellos que fueron hostigados y no se les dejó compartir el pan y los serenos cielos de Portugal y España, ahora flagelan y humillan a sus propios hermanos!

Tiemblan las palabras, no la pluma, cuando tu único designio es la libertad, consistes en ella, te amamanta su leche bravía. Así empezó a vivir Spinoza fuera de su Amsterdam natal; con el temple de este nuevo y severo amor traza los escritos de su pensamiento. Un río diferente, el Rin, y la casa de un amigo le conceden la posibilidad de que este fuego creador pueda hablar bajo la calma azul de la noche. Ordena sus numerosas notas y observaciones para reformar el entendimiento y la forma de percibir la realidad. Un austero arrebato de pájaros le levanta el cuerpo y la mente ( “Nadie sabe de lo que es capaz el cuerpo” , intuirá con vehemencia). Dios mismo se le aparece bajo la forma de la Naturaleza y las cosas mismas no son más que el deseo de perseverar en lo que son, los árboles, las rocas, los alimentos, el invierno, la infancia o este cuerpo que se cree enamorado. No importan las mudanzas y cambios, en su naturaleza tienden a ser siempre iguales, aunque se oculten por un tiempo.

Los antiguos dualismos del pensamiento occidental se derrumban como secretas lágrimas en su conciencia. Escribe enajenado su Etica y sabe que no cabe esconder la clarividencia de estas llamas, que sólo el rigor de la lógica matemática y el lenguaje geométrico pueden transmitir con precisión y transparencia su mensaje. A veces, el furor le puede y la memoria, siempre impura, le acerca la imagen doliente de su padre Michael, el agua oscura de su tristeza , cuando el adolescente Baruch atendía conjuntamente el comercio familiar de importación en Amsterdam. Pero pronto se yergue la vida y el deseo de escribir y celebrar la libertad, ahora que el celo represor de los inquisidores religiosos parece alejarse.

Asentado en La Haya, traza las últimas palabras de la obra: “Lo excelso es tan difícil como raro”. Ese polvo estricto con el que están escritas todas las vidas va a cebarse con sus pobres pulmones, ahogándolos en sombras por las emanaciones del pulimento de los cristales. ¿Para qué sirve proclamar la libertad de sólo pensar en la vida si la muerte se acerca y acecha las débiles luces de estos días? Tal vez el conocimiento sólo añada dolor, como nos dice la Biblia, y no nos pueda dar la alegría, ese adusto olor a hierba recién cortada, a encendido alimento tomado en silencio.” También la historia avivará la oscuridad de estos momentos. Los agrios vientos de la represión política y la intolerancia religiosa impedirán la publicación de la “Ética”, le obligarán a difundir encubiertamente su “Tratado teológico-político”, porque la “libertad de pensar y decir se ve oprimida por los predicadores”



Hospedado desde hace años en casa del pintor Van der Spick, su pecho se va consumiendo, y no sólo por un oficio que le da la única paz que disfruta, trabajar en la comprensión humilde de Dios o la Naturaleza en cada llameante fulgor de los pulidos cristales,sino más fuertemente por el dolor que le causa la ignominia de los hombres. Sentado ante la mesa de su cuarto, apoya lánguidamente su brazo derecho sobre dos libros apilados: uno es de Galileo y el otro de Descartes. Los dos ultrajados en la expresión de sus pensamientos por la ferocidad del poder. Tampoco puede alejar de su mente el cruel linchamiento en las calles de La Haya de su amigo y protector de las libertades Jan de Witt.



Ni siquiera el blanco aroma del queso o esa sensación a mañana despojada del pan, que componen su frugal cena, consiguen apaciguar su ánimo. Una evocación de sí mismo a los dieciséis años, planteando serias dificultades teológicas en la sinagoga, le trae imágenes de los canales de Amsterdam, la desazón que los reflejos de sus aguas provocaba en sus creencias. También el amargo recuerdo de aquellos años del pobre médico y teólogo judío Uriel da Costa, obligado por la infamia de la comunidad religiosa a suicidarse, a desaparecer como una flor seca. Con el automatismo de un sonámbulo saca del fondo de un cajón un retrato, oculta pasión de quien, a fuerza de tocar con sus manos los cristales, siente miedo de los espejos. Es el retrato de una joven que representa el único episodio amoroso de su vida, cuando quería investigar las emociones “como si fueran líneas, planos y cuerpos”.



Quizá al subir a su habitación la última noche de su vida, escribió una carta confesando su pesar por aquel amor perdido, o tal vez no lo hizo, pensando que a fin de cuentas todo lo que hacemos y vivimos es repetir una infinita ausencia.




viernes, 23 de septiembre de 2011

La hora de los valientes.

La cuestión del momento no es que los neutrinos sean más rápidos que la luz sino que la autoridad económica sea más lenta que una tortuga reumática. La fatal insuficiencia financiera se nos echa encima sin remisión y los llamados a conjurarla se limitan a seguir alargando la mecha en este hora crítica que debería ser la hora de los valientes. La crisis, cuatro años después, vuelve a su epicentro, a la banca y su dudosa solvencia.

La banca tiene en su pasivo todo nuestro dinero, exigible más o menos al momento y sin embargo comprometido en inversiones de todo pelo con vencimientos lejanos: El principal (no se olvide que es nuestro dinero, no el del banco) será devuelto en años, lustros, décadas o quizá nunca. Es natural que el Estado, llamado a regular tan peligroso juego, haya establecido un capital propio simbólico, unas reservas insignificantes, un fondo de garantía diseñado para hacer frente a una quiebra puntual de una entidad mediana y una supervisión arcangélica. Fin. También es natural que los bancos se fusionen, crezcan, se hipertrofien y que los depositantes se conviertan en rehenes, los estados en prisioneros y el supervisor en supervisado. En realidad todo banco es metafísicamente insolvente puesto que no puede hacer frente a una retirada masiva de depósitos. Ahora bien, esa retirada masiva sólo se producirá si el banco es oficial u oficiosamente insolvente. Por tanto la solvencia es un estado de espíritu. Un banco es solvente mientras se confíe en su solvencia. Esto recuerda peligrosamente aquella gregería de Ramón: La felicidad consiste en ser un desgraciado y creerse feliz. Seguro que este fin de semana se nos ocurre algo para seguir creyéndonos felices, al menos mientras nuestros policy makers se olviden del crecimiento, del empleo, de la estabilidad de precios y zarandajas por el estilo y sigan trabajando sin descanso para que ningún gran banco quiebre, que es precisamente lo que tiene que ocurrir para empezar a pensar en una verdadera salida de la crisis.

jueves, 8 de septiembre de 2011

El proveedor de realidades Óscar Mishkin

En 1949, la calle Monturiol de Figueras lo vio nacer; en la pila de Sant Pere recibió el nombre de Óscar Davin Brell, que proclama la ascendencia judía. Su lengua materna fue el catalán ampurdanés. Cuando abandonó la casa familiar para estudiar lenguas clásicas en Barcelona comprendió que el idioma de sus mayores degeneraba en el sur, por lo que, en un gesto radical que lo define, decidió, por respeto, no volver a hablarlo más allá del puro círculo íntimo. Completó su formación en París con estudios de Física y de Economía. En 1969 defendió en la Sorbona su tesis doctoral sobre las ideas económicas de Sébastien Le Preste, Señor de Vauban; al año siguiente publicó una síntesis —Fortalezas estrelladas e impuesto único— con el seudónimo de Óscar Mishkin. Varias biografías han especulado sobre la rúbrica que ya nunca abandonó: la Enciclopedia Británica lo considera un préstamo del príncipe Lev Nicolayevich Mishkin, conocido protagonista de El idiota, de Dostoievsky; más apropiado parece que derive del economista norteamericano Frederic Stanley (Rick) Mishkin, por cuyas teorías económicas profesa especial admiración nuestro autor.
Pese a su sentido hiperestésico de lo real, en 1982 advirtió, con una especie de temor parecido a ratos al pánico y a ratos a la felicidad, que los problemas metafísicos estaban organizándose en él, y que la solución —o una solución— era casi inminente. Dejó entonces de leer, dedicó sus mañanas y sus noches a la vigilia y se empeñó en construir en el sótano de su casa un barco de vela. Había cumplido treinta y tres años: la edad, según los cabalistas, del primer hombre cuando lo formaron del barro. De la experiencia del bricolage náutico surgió Navegaciones y regresos, una refutación de las ideas metafísicas desde Aristóteles hasta Heidegger.
Aunque frecuenta la amistad de literatos, Óscar Mishkin no ha dedicado una sola línea a la ficción; nunca su pluma trazó un verso. Suele argumentar que bastante excesiva se muestra la realidad, como para duplicarla con espejos verbales. Aún así, en 1992 exploró los metódicos laberintos de la crítica literaria en el ensayo El “Machaquito” de Pellegrini, obra fundamental para entender las claves de la vasta e imprescindible novela de su amigo Luigi S. Pellegrini.
La obra de Mishkin rebasa ya los veinte volúmenes y comprende empresas ingentes como la documentada Historia universal de la estulticia, un estudio le los tantálicos verbos en el indoeuropeo y varias monografías sobre el pensamiento económico de John Maynard Keynes, Joan Robinson, Milton Friedman y John Kenneth Galbraith, entre otros. Con todo, en este monumental trabajo de proporciones megabíblicas, destaca sobremanera el ensayo Presente y futuro del club Underbridge. Se trata de un lúcido análisis de ese sector de la humanidad que la retórica histórica ha denominado de manera sucesiva como esclavos, siervos, parias, mujiks, proletarios, descamisados…, y que conforman el mayor grupo de hombres del planeta. Con fórmulas impecables, Mishkin establece los coeficientes de masa crítica y de desesperación crítica necesarios en este sector de población para engendrar cambios sociales. Sus controvertidas teorías han sido objeto de duros ataques e incluso ridiculizadas. Él siempre se ha defendido con la afilada navaja de Robert J. Hamlon: “Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez”.
Actualmente, Óscar Mishkin vive retirado con su mujer y sus hijos en algún pueblo del Ampurdán. Acérrimo aficionado al ciclismo, es fácil imaginarlo fatigando cuestas y repechos en las tardes malva de su tierra; quién sabe si fabricando a mano una carabela.

martes, 6 de septiembre de 2011

El poeta y novelista Luigi S. Pellegrini

Nació en la ciudad de Soria el 13 de abril de 1950. Su padre, Arcangelo Pellegrini di Gianbologna, natural de Ferrara, se asentó en la ciudad del Duero como profesor de música y canto. Allí su batuta confraternizó con don Antonio Machado y Gerardo Diego, en el tiempo sucesivo en que tan insignes poetas ejercieron la docencia en el instituto de la capital, y animó la vida cultural soriana con veladas musicales y conciertos. Nuestro autor creció, pues, entre partituras y tertulias; el varonil cierzo que enfría el Urbión completó su adiestramiento. Una atribución verosímil pretende que la enigmática y sinuosa sigla de su nombre evoque el solar que le vio nacer.
La historia personal de Pellegrini, como la de ciertas naciones, se pierde en mitologías. Una de sus leyendas sostiene que en los años mozos se ganó la vida como tahúr en los casinos de su ciudad natal y en los de las localidades aledañas; otra le atribuye orígenes nobiliarios y asegura que ostenta el blasón de señor de Verrún, heredado por vía materna. Sabemos, con seguridad, que recibió una educación laica y cumplida en el instituto soriano y que publicó —a los diecisiete años— un largo estudio sobre Ibsen en la Revista de Occidente. El culto de Ibsen lo movió a aprender el Noruego. Hacia 1968 —desde entonces la paradoja nunca le abandona— escribió una diatriba contra el proyecto de que se fundara en Soria una compañía de teatro estable. La tituló El sudario del cadáver, donde ya esgrimía los principales argumentos contra el género dramático que siempre le acompañaron; el principal, que tras Ibsen no tenía sentido hacer teatro. En 1969 fue a París, a estudiar medicina. Siempre le atrajeron las obras vastas, las que abarcan un mundo: Dante, Shakespeare, Homero, Dean Martin, Aristóteles…

El novelista

Los primeros libros de Pellegrini no son importantes. Mejor dicho, únicamente lo son como anticipaciones de La vida exagerada de Machaquito de Hamburgo o en cuanto pueden ayudar a su comprensión. Pellegrini trabajó el Machaquito en los terribles años del tardo franquismo. Al dejar voluntariamente su patria, juró forjar un libro que perdurara “con las tres armas que me quedan: el silencio, el destierro y la sutileza”. Ocho años consagró a cumplir dicho juramento. Mientras el Criminalísimo completaba su ingente tarea de aniquilación, desde el Perú, Pellegrini, mientras tanto —en los intervalos de corregir galeradas en una insignificante editorial limeña o de improvisar artículos para la revista El inca beodo— componía su vasta recreación de la breve vida del diestro teutón. Más que la obra de un solo hombre, Machaquito parece la labor de muchas generaciones. A primera vista es caótico; el libro expositivo de su camarada literario Óscar Mishkin —El “Machaquito” de Pellegrini, 1992— declara sus estrictas y ocultas leyes. La delicada música de su prosa es incomparable.
La fama conquistada por Machaquito ha sobrevivido al escándalo que inicialmente produjo en los pacatos círculos literarios europeos y americanos. El libro subsiguiente de Pellegrini, Obra en gestación, es, a juzgar por las entregas publicadas, un tejido de lánguidos retruécanos en un castellano veteado de italiano y de latín.

El poeta

Es conocido el caso muy común del poeta que a veces hábil, es otras veces casi bochornosamente incapaz. Hay otro caso más extraño y más admirable: el de aquel hombre que en posesión ilimitada de una maestría, desdeña su ejercicio y prefiere la inacción, el silencio. A los diecisiete años, Jean Arthur Rimbaud compone el “Bateau ivre”; a los diecinueve la literatura le es tan indiferente como la gloria. Los goces peculiares de la sintaxis fueron anulados en él por los que suministran la política y el comercio. En la ciudad de Lima, en el año 1991, Luigi S. Pellegrini publica Cócteles, el mejor de sus libros y uno de los mejores de la literatura en lengua castellana; luego, misteriosamente, enmudece para la lírica. Hace veinte años que ha enmudecido; “de casi todo —suele repetir con Gil de Biedma— hace veinte años”.
Cócteles es un libro contemporáneo, un libro nuevo. Un libro eterno, mejor dicho, si nos atrevemos a pronunciar esa portentosa o hueca palabra. Sus dos virtudes principales son la limpidez y el temblor, no la invención escandalosa ni el experimento cargado de porvenir. Cócteles ha carecido, asimismo, del prestigio guerrero de las polémicas. Pellegrini ha sido comparado a Virgilio. Nada más agradable para un poeta; nada, también, menos estimulante para su público.
He aquí un poema que ha sido repetido en innumerables ocasiones en la soledad, bajo las luces de uno y otro hemisferio.

Vaga luz de primavera

Silencio de ventiladores,
la galería pálida
cobra sus ruidos cotidianos.
Silencio;
solo el batir leve
de la ropa en la cuerda.
El sol golpea
en el paredón blanco,
ciega:
ciega luz de mediodía
sobre la que la enredadera
trepa.
Vaga luz de primavera:
en pensativas flores blancas
nieva
su prestigio de nueva,
de irrepetible;
nunca otra luz como esta.


Tal vez otro poema de Pellegrini nos dé la clave de su inverosímil silencio: aquel que se sustenta en su desapego por el mundo.


Cierto asco

¡Qué noche para un suicidio!-oí decir.
Y era el sinuoso meandro
sobre negro lodo de inconsciencia.
Sentí cierto asco
ante el vómito del río,
monstruosa deyección de abandono.

La muerte era este rechazo,
territorio de blandura yerta,
cesión perpetua de la tierra,
franja fétida y dulzona
de pescados muertos
agolpados en la noche.

Propicia noche para un suicidio.

Pero
los suicidas eran los peces.

Siempre resulta difícil explicar una renuncia en la cresta de una ola de éxito. Tal vez la carrera literaria le pareciera irreal, esencialmente y en los halagos que se le pide; tal vez su propia destreza le hace desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil.
Es grato imaginar a Luigi S. Pellegrini atravesando los días de Lima, viviendo una cambiante realidad que él sabría definir y que no define: hechicero feliz que ha renunciado al ejercicio de su magia.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Breve semblanza de Fernando Rayo

Alentado por los numerosos comentarios que los siempre curiosos lectores de La Rivoli han dedicado a El pequeño manuscrito en el morral, traducido por Fernando Rayo, he perpetrado algunas líneas para rememorar a este insigne polígrafo en una de sus dedicaciones más desconocida, aunque no por ello menos deleznable: la de poeta.
Fernando Rayo —acaso el primer poeta de La Sagra y sin duda el más sagreño— nació en Arcicóllar, provincia de Toledo, el 14 de abril de 1949. Su padre era un herrero cacereño, Rutilio López, empleado en los talleres del Ferrocarril de Bargas. Como los López abundaban en el taller, su padre se mudó a otro apellido más inequívoco y optó por el de Rayo.
Sin recurrir a la transmigración, Fernando Rayo —como Jorge Luis Borges, como Pablo Neruda, como sus compañeros Óscar Mishkin y Luigi S. Pellegrini— ha cursado muchos destinos, algunos de los más laboriosos. De los trece a los diecinueve años fue sucesivamente portero de discoteca, acomodador de cine, tramoyista, peón de un horno de ladrillos, carpintero, lavaplatos en hoteles de Talavera de la Reina, Torrijos y Argamasilla de Alba, peón de cortijo, pintor de radiadores y pintor de paredes. En el 69 se alistó como voluntario en la División Acorazada Brunete, y sirvió casi un año en el Regimiento de carros de combate Alcázar de Toledo. (A su poesía no le gusta el recuerdo de esa aventura militar.) Un compañero de armas lo instó a educarse. A su vuelta ingresó en la Escuela de Ingenieros de Minas de Almadén. De esa fecha (1970-1973) datan sus primeros escritos: algunos ejercicios en prosa y verso que no se parecen a él. Durante sus estudios mineros brotó también en su ánimo el amor por la lírica japonesa. En aquel tiempo, Rayo creía que le interesaba más el fútbol que las letras. Su primer libro —que es de 1975— ya contiene algunos renglones que un discípulo suyo no rehusaría. El Rayo esencial tarda diez años más en aparecer, en el poema “Méntrida”. Casi inmediatamente La Sagra lo reconoce, lo aplaude, lo aprende de memoria, y también lo insulta. Como su poesía no tiene rimas, los opositores resuelven que no es poesía. Los partidarios contraatacan, invocando los nombres y los ejemplos de Enrique Heine, del rey David y de León Felipe. Inútil repetir la discusión, todavía corriente en el casino de Arcicóllar, aunque ya del todo arrumbada en los otros países del mundo…
En 1972, Rayo (entonces periodista de El orto de Torrijos) se casó. En 1981entró en el ABC; en 1982 hizo un piadoso viaje a Cáceres, tierra de sus mayores. Un par de años después publicó Silicosis y cinabrio. La dedicatoria es así: “Al sargento Torrijano, pintor de nocturnos y de rostros, grabador de vislumbres y de momentos, oyente de vientos azules de la tarde y frescas rosas amarillas, soñador y hallador, jinete de grandes mañanas en jardines, valles, batallas”.
Rayo ha recorrido las diversas islas e islotes del archipiélago japonés, dando conferencias, leyendo con lenta intensidad sus poemas, recogiendo y cantando viejos jaikus. Hay cintas de casete que registran la seria voz y la guitarra de Rayo. Las poesías de Rayo están compuestas en un castellano que se parece a su voz y a su modo de hablar: un castellano oral, conversado, con palabras que no están en los diccionarios y que están en las calles sagreñas, un castellano castizo en suma. En sus poemas hay un juego incesante de falsas torpezas, de habilidades que quieren pasar por descuidos.
Hay en Fernando Rayo una fatigada tristeza, una tristeza de atardecer en la llanura, de ríos cenagosos, de recuerdos inútiles y precisos, de hombre que siente día y noche el desgaste del tiempo. Whitman, en una Nueva York de tres o cuatro pisos, celebró las ciudades verticales que se tiran al cielo; Rayo, en el vertiginoso Arcicóllar, suele prever el tiempo remoto en que la soledad, las ratas y la llanura se repartirán los escombros de su pueblo.
Rayo ha publicado seis libros de poemas. Uno de los últimos se titula Buenos días, Sagra. Es autor, así mismo, de tres libros de cuentos y de una vasta bibliografía dedicada a distintos aspectos de la literatura japonesa.

Un poema de Rayo

Péndulo

Francisco, el alguacil, alias Ratón, cuelga de la viga maestra del pajar. Lleva todavía su gorra de plato. De joven fornicaba con muchachas púdicas, hoy madres respetables, a través de verjas insondables.
—¡Ven p'acá…! —decía, y aferraba a la temblorosa amante por la cintura con su correa, para poder tomarla.
Ahora pende como un muñeco, un almirante grotesco sin navío. Fuera, un sol radiante ilumina nubes algodonosas y felices. Las campanas omniscientes tocan a muerto. Un campo arado extiende sus paralelas hasta el remoto horizonte.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Matsuo Basho: Pequeño manuscrito en el morral (III)



PEQUEÑO MANUSCRITO EN EL MORRAL

I

Dentro de cien huesos y nueve orificios existe un ser llamado Furabo [también Basho —Banano—; antes Tosei —Pesca Verde—], monje parecido a una vela al viento; es de veras delicado, como un cendal de seda que una brisa podría lacerar. Desde hace tiempo se entretiene con versos locos. Así se gana la vida. Unas veces se hastía y piensa en abandonar, otras cree presuntuoso que puede rivalizar con cualquiera: estos sentimientos encontrados chocan en su ánimo y nunca hacen las paces.
Hubo un tiempo en que codiciaba ganarse una posición en el mundo, pero los versos locos se lo impidieron. Habría querido estudiar para espantar con la luz su ignorancia, pero ella le venció y finalmente, sin arte y sin talento, se vio obligado a esta única pasión de la escritura.
Un idéntico espíritu prevalece en la poesía japonesa de Saigyo (siglo XIII), conectado a su vez con Sogi (siglo XV), las pinturas de Sesshu (siglo XV), el el arte del té de Rikyu (siglo XVI). Es esta una elegancia que se expresa con la creación, en amistad con las cuatro estaciones. No hay nada que se contemple que no sea flor, nada de lo que se piensa que no sea luna. Quien no intuye una flor en cada forma es un bárbaro. Quien no posee un espíritu como una flor es una bestia. Está dicho: “Huye de la barbarie, abandona la animalidad, obedece a la naturaleza y vuelve a ella”.

II

Al inicio del mes sin dioses [décimo mes del año lunar], el cielo estaba incierto y yo me sentía sin anhelos, como una hoja en poder del viento.

Peregrino
quisiera que fuese mi nombre
con las primeras lluvias de otoño.

Y entre camelias de montaña
de nuevo alojarme.

Chotaro, que vivía en Iwaki, había agregado estos dos versos junto a los míos, mientras que Kikaku me ofreció organizar para despedirme un certamen de poesía.

Es invierno
pero flores de Yoshino
puede darte el viaje.


Estos versos me los ofreció el noble Rosen. Fue el primer regalo, al que se unieron poemas y escritos de viejos y nuevos amigos y de discípulos, algunos de los cuales me mostraron su generosidad regalándome un paquete con sandalias de paja. No fue necesario que me aprovisionara para el viaje de tres meses. Según los buenos sentimientos de cada uno, recibí vestidos de papel, mantas de algodón, sombrero y calcetines; de manera que no pudiera temer los rigores del frío, de la escarcha y de la nieve.
Y hubo quien ofreció en mi honor un banquete de despedida sobre una barca, quien me invitó a su casa de montaña, quien llegó a mi cabaña con pescado y sake. Festejamos así mi partida y todos manifestaron gran pesar por verme partir cual si yo fuese un personaje eminente a punto de emprender un viaje: verdaderamente excesivo.

III

En sus diarios de viaje, el antiguo y noble poeta Ki (siglo X), el monje Chomei (siglo XII) o la monja Abutsu (siglo XIII) agotaron las posibilidades de escribir con talento y sensibilidad, de tal forma que quizá todos seguimos sus huellas contentándonos con las migajas de su arte, sin destilar nada nuevo. Sin duda, el intelecto es escaso y el talento exiguo, de manera que solo igualarlos resulta imposible.
Alguien puede escribir que al alba llovía o que al mediodía volvió el sereno, que allí hay un pino o que aquí discurre un río, pero no poseerá el talento de Ko [Kotieken, el poeta chino Huang Tingjian, siglo X] o la originalidad de un So [Sotoba, el poeta chino Su Dongbo, siglo X]; por tanto, es mejor que se calle.
Sin embargo, varios presagios permanecen impresos en mi ánimo, y también el deseo de moradas de montaña y de albergues campestres se convierten en argumentos dignos de conversaciones, y para recordar el viento y las nubes he anotado sin orden temporal mis impresiones: consideradlos delirios de borracho, desvaríos del que duerme; concededme al menos vuestros oídos distraídos.

IV

Me detengo en Narumi.

“En el Promontorio de las Estrellas
la oscuridad mira”,
me grita el verso de un chorlito.

Cuando el noble poeta Asukai Masaaki se detuvo en aquella posada compuso este poema:

Lejana la capital,
de ella me separa
el vasto mar.

Se me dijo que quería escribirla y donarla.

A medio camino estoy de la capital,
nubes de nieve.

Deseando encontrarme con mi pupilo Tokoku, que vive en Hobi, en la provincia de Mikawa, primero mando un mensaje a Etsujin, después vuelvo sobre mis pasos a lo largo de veinticinco leguas. Aquel día me detengo en Yoshida.

A pesar del frío,
dormir en dúo
es confortable.

El sendero de Amatsu atraviesa algunos arrozales y es un paraje asaz frío por el viento que sopla del mar.

Día de invierno
incluso se hiela mi sombra
a caballo.

La aldea de Hobi dista cerca de una legua del promontorio de Irago. Limita con la provincia de Mikawa y el mar la separa de Izu; sin embargo, quién sabe por qué motivo, en la Recopilación de un millar de flores está considerada uno de los lugares famosos de Ise. Sobre este promontorio arenoso se recogen guijarros para el juego del go: son conocidos como “blancos de Irago”. En el Monte de los huesos se cazan halcones. Se dice que los halcones de Irago fueron celebrados por los poetas.

Alegría de ver
un halcón
sobre la peña de Irago.

V

Reparaciones en el templo de Atsuta.

Puras
en el terso espejo
las flores de nieve.

Recibido por la gente de Hosa, descanso algún tiempo.

En la nieve de esta mañana
quién será el que
Hakone atraviese.

Durante una reunión literaria escribí:

El vestido de papel
he planchado
para admirar la nieve.

Vamos, venid
a admirar la nieve
hasta caernos.

Durante otro certamen poético:

Siguiendo el aroma
una ciruela veo, en el almacén
bajo el canalón.

Mientras tanto vienen de Mino, de Ogaki y de Gifu personas que se entretienen en visitarme, y componemos juntos poemas colectivos.

VI

Después del décimo día del mes duodécimo abandono Nagoya y vuelvo a mi tierra natal:

Durmiendo en el viaje
he visto en el mundo mísero
la hoguera de los trastos viejos.

En la tierra de Hinaga, de la que se dijo: “No estaba comiendo en Kuwana”* arriendo un caballo y, mientras avanzo por la Cuesta del Bastón, la silla de montar se suelta y caigo:

Caído del caballo:
la Cuesta del Bastón
a pie.

____
* Alusión a un verso humorístico de su contemporáneo Ihara Saikaku, donde se juega con el parecido entre topónimo Kuwana y el verbo kuu (comer).
_____


Eso dije, y por la tristeza olvidé aludir a la estación.

¡Ah, tierra natal!,
lloro sobre el cordón umbilical
en el fin de año.

Se suele decir que en la víspera de fin de año pesa el trascurso del tiempo, por lo que paso la noche bebiendo sake y olvido durmiendo el primer día del año.

No apareció
tampoco el segundo día
la primavera florida.

En el inicio de la primavera:

Aparece la primavera
en solo nueve días
en prados y montes.

Un luminoso día
levanta la hierba seca
un dedo o dos.

VII

En la provincia de Iga, del feudo de Awa, permanecen los restos de la morada del venerable monje Shunjo (siglo XII). Del nuevo Templo del Gran Buda de la montaña Goho solo queda el nombre, milenario recuerdo; los edificios están en ruinas, solo se aprecian las piedras de los cimientos, y donde se ubicaban las casas de los monjes ahora hay praderas; la estatua de Buda de seis palmos de altura, todavía íntegra, se yergue ofreciéndose a mi devoción, indudable testimonio de tiempos remotos: vierto abundantes lágrimas. Entre las artemisas y las enredaderas asoman pedestales de piedra con forma de loto y asientos con forma de león, por lo que me parece contemplar secos árboles gemelos.

Seis palmos,
alto el vapor
sobre las piedras.

Me detengo en el jardín de Sengin, mi difunto señor:

¡Cuán variados
recuerdos me evocan
los cerezos!

En la ciudad de Ise Yamada:

De qué árbol
es la flor, lo ignoro,
¡pero cómo perfuma!

Tormenta
en el mes en que se cambia de ropa.
Aún es temprano para la desnudez.

En las ruinas del templo Bodaisen, sobre la cumbre del monte Asakuma:

De este monte
la tristeza revélame,
oh buscador de boniatos.

Tatsu no Shosha, monje de Ise en el templo de la diosa Amaterasu:

De las tiernas hojas
de las cañas, primero
el nombre pediré.

Encuentro con el poeta Setsudo, hijo del poeta Ajiro Minbu:

De la ciruela
un nuevo árbol
florece.

Durante una reunión en una cabaña de paja:

Patatas enterradas,
y sobre la puerta de enredadera,
tiernas flores.

En el recinto sagrado no hay ni un ciruelo. Pregunto el motivo al sacerdote: me responde que no hay una razón concreta, simplemente no han crecido, salvo uno detrás del pabellón de las damas del templo.

Por las muchachas,
único y elegante,
flor de ciruelo.

En el recinto sagrado
una sorprendente estatua
del nirvana
[de Buda].

VIII

Transcurrido la mitad del mes del “renacer”, las flores de mi anhelante ánimo se truecan en el ramo roto que me guía y, cuando me dispongo a partir para admirar las flores del monte Yoshino, vino Tokoku a mi encuentro en Ise, aquel que intercambió conmigo una promesa en la peña de Irago. Afirma querer disfrutar conmigo la fascinación de las noches del viaje y acompañarme como novicio para ayudarme. Allí mismo tomó el nombre de Mangiku-maru [Muchacho de los Diez mil Crisantemos].
Es un nombre verdaderamente infantil y atractivo. En el momento de la partida, pruebo su deseo de jugar y le escribo en el sombrero:

Sin cobijo
en el cielo y en la tierra,
viajamos solos
.

Yoshino
cerezos y cedros mostrará
como un sombrero.

Mangiku-maru añadió:

A Yoshino
también yo le enseñaré
un sombrero de cedro.

Consciente de que demasiado equipaje es un estorbo para viajar, me deshago de mis pertenencias, salvo un traje de papel para la noche, una especie de estera de paja, una caja para escribir, pincel, papel, medicinas y una caja con provisiones; todo metido en un morral que me echo a la espalda: siento débiles las piernas y el cuerpo agotado, y avanzo con fatiga, como si retrocediera. Me afligen infinitas penas.

Exhausto
busco albergue,
flores de glicina.

IX

En Hatsuse, templo del Sendero del Valle, escribo:


En la noche primaveral
elegantes se retiran
a un rincón del templo.

Mangiku agregó:

Veo a los monjes
calzados con zuecos goteantes,
lluvia de flores.

Llegados al monte Katsuragi:

Contemplar quisiera
al alba entre las flores
el rostro divino.

Seguimos la ruta: el templo de Miwa, la montaña de Tafu no Mine, el paso del Ombligo, el camino que en Tafu conduce a la puerta del Dragón, donde el río Yoshine ruge impetuoso:

En el paso
en el cielo reposo
más alto que una alondra.


Las flores de la cascada
a un bebedor
quisiera dárselas.

Arremolinadas
caen las mimosas
en el fragor de la cascada.

Pasamos por la cascada de la Lavandera; seguimos hacia la cascada de Furu, que dista media legua del templo sintoista de montaña del mismo nombre. Después nos aguarda el salto de agua de Nunobiki, ubicado en el valle del río Ikuta, en la provincia de Tsu y, finalmente, la cascada de Minoo, de donde parte el sendero que leva al templo de Kachio.

Cerezos:

Buscar cerezos,
¡qué maravilla!
cada día, cinco o seis leguas.

Declina
el día sobre las flores:
¡qué triste el ciprés!

En el vendaval,
sobre la sombra, mientras bebo sake,
caen flores del cerezo.

Fuente bajo el musgo:

Lluvia primaveral:
destilada por los árboles
cae el agua pura.


Me detengo tres días por las flores del monte Yoshino. Contemplo el paisaje desde el alba al ocaso con el espíritu impregnado; el corazón se colma de encantadora melancolía desde la luna hasta el amanecer. Raptado por la poesía del noble Regente Fujiwara* (siglo XIII), conmovido por las “ramas partidas”* de Saigyo (siglo XII), animado por el “este, en verdad este”* del poeta Teishitsu (siglo XVII), no tengo palabras y, con gran tormento, solo puedo callar: maravillosa es la belleza del viaje que emprendí, pero qué decepcionante esta decisión.

_____

* Fujiwara no Yoshitsune: Velados están los montes/de Yoshino/y junto a la aldea donde caía/la blanca nieve/está la primavera .

* Los montes de Yoshino fueron muy amados también por el poeta Saigyo, que en 1187 escribió: Abandono el sendero/ que el año pasado con ramas partidas señalé /en el monte Yoshino/para visitar las flores/que todavía no he visto.

* Alusión a un famoso jaiku de poeta Yasuhara Teishitsu (1610-1673), discípulo de Matsunaga Teitoku: ¡Este, en verdad este/y no otro! /Los montes de Yoshino.

____


X

Llegamos al monte Koya, donde se erige el templo de la Cumbre de Diamante:

De mis padres
me destruye la nostalgia
oyendo el verso de un faisán.

Mangiku compuso estos versos:

Remoto templo,
me avergüenzo de mi coleta
bajo las flores que caen.

Ya en la ciudad marítima de Waka:

A la fugaz primavera
en la bahia de Waka
he llegado.

Una vez en el templo de Mii nel Ki, herido en los talones como el poeta Saigyo, recuerdo el camino del río Dragón Celeste* y la cólera del santo cuando cayó del caballo*. Admirando la maestría de quien ha creado montes y llanuras, playas y mares igualmente espléndidos, sigo las huellas de los buscadores del Sendero, libres de los diversos ataques del mundo; exploro la verdad de quienes poseen sentimientos de refinada elegancia espiritual. Abandonada mi morada, no deseo nada; aún teniendo las manos vacías, no temo las trampas del viaje. Camino a pie, no me hago transportar en palanquín, y prefiero una cena frugal a un plato de abundante carne. No tengo obligación de detenerme en ningún lugar, no estoy obligado a levantarme al amanecer.
_____

* En La vida de Saigyo se cuenta un episodio que se produjo en este río: un guerrero obligó al monje poeta a deshacer parte del camino montado en una barca. Pese a la contrariedad, Saigyo, que había sido oficial de la Guardia Imperial, accedió con humildad.

* En el Tsurezuregusa (Horas de ocio), de Yoshida Kenko (siglo XIV) se cuenta un episodio ocurrido al santo Shoku, quien, en un estrecho sendero, fue empujado a un barranco por un criado que conducía el caballo de una dama. El monje, pacientemente, le dirigió un docto discurso sobre la prioridad de las damas ante los hombres, pero también de los religiosos sobre los laicos. Al concluir su sermón, el criado reconoció no haber comprendido nada, por lo que el santo le llamó tonto y se marchó.
_____

Solo tengo dos deseos: encontrar un buen refugio para pasar la noche y sandalias que se ahormen en mis pies. Mi humor cambia de hora en hora, día a día, y mis sentimientos se van renovando. Experimento una infinita alegría cuando encuentro un viajero que tenga, aunque sea en pequeña medida, elegancia de espíritu. No importa que se trate de alguien que suela evitar con desagrado las ideas anticuadas y la rigidez moral, si me lo encuentro a lo largo del sendero campestre, caminaré junto a él codo con codo, conversando, y si lo hallo en una cabaña de musgo, me produce una indescriptible alegría, como si descubriese una gema entre la piedras, oro en el fango. Y anoto el encuentro, proponiéndome referirlo enseguida de la manera más fiel: esta es una de las delicias del viaje.

Comienza el cuarto mes:

Me desprendo del abrigo
y me lo cargo a la espalda:
cambio de ropa.

XI

En el cumpleaños de Buda, en el transcurso de la visita de varios templos en Nara, veo nacer un cervatillo: acontecimiento maravilloso, dada la recurrencia.

En el cumpleaños de Buda
tuvo la gran suerte de nacer
un cervatillo.

Me inclino con respeto ante la venerable estatua del maestro Ganjin, fundador del templo Shodai, quien afrontó más de setenta veces los peligros de la navegación y se quedó ciego a causa de la sal que el viento le sopló en los ojos:

Con tiernas flores
las lágrimas de vuestros ojos
quisiera limpiar.

En Nara me despido de un viejo amigo:

Nos separamos
como los bifurcados cuernos
de un ciervo.

En Osaka, con un anfitrión:

Deleite
por quien viaja y conversa
de lírios.

XII

En el templo de Suma:

Aunque la luna exista
parece ausente
en el verano de Suma.

Al contemplar la luna
estoy insatisfecho
en el verano de Suma.

Estamos a mediados del mes de las liebres, el cielo está todavía cubierto y la luna perezosa: breve noche encantadora. Un tierno follaje oscurece los montes; al alba, cuando el cuco canta, el cielo comienza a aclarar hacia al mar y en los campos, que parecen muy altos, se descubren ondas de espigas de luminosos granos bermejos. Entre las cabañas de los pescadores se observan amapolas.

De los pescadores
el rostro observo
con las amapolas.

Suma se divisa hacia el este, al poniente queda el mar, pero los lugareños no parecen desarrollar actividad alguna. En los antiguos poemas fueron descritos como “goteantes de algas saladas”, pero ahora no parece que se dediquen a ese trabajo. Capturan con las redes peces llamados sillagos: los dejan secar sobre la arena y los cuervos se lanzan a cogerlos con el pico y después huyen. Los pescadores, furiosos, intentan espantarlos lanzándoles flechas de una manera que no va con ellos. Sería una falta grave si actuaran así recordando antiguas batallas. Deseoso de conocer el pasado, quiero ascender hasta la cima del monte Tetsukai, pero el muchacho que debe guiarme se muestra rebelde y vacilante. Intento animarlo de varias maneras, le prometo invitarlo a comer en la tienda de té, sobre las laderas del monte; finalmente acepta, aunque con reticencia. Considero que tenía cuatro años menos que el “muchacho de la aldea”*, que no llegaba a dieciséis. Me conduce por un sendero que asciende a lo largo de dos leguas. Lo sigo entre riscos y tortuosas rocas; a punto de despeñarme varias veces, me agarro a las matas de azaleas y de bambú enano: fue mérito de aquel guía, que me parecía tan poco fiable, llegar al fin, jadeante y sudado, a la cima, auténtico umbral de las nubes.
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*Re Orso que, según narra el Heike Monogatari [Historia del clan Taira], regateó con el general Minamoto, para guiarlo por las montañas hasta Ichi no Tani.
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Oh cuco,
¿puedes llorar ante las flechas
de los pescadores de Suma?

Una isla
donde se ha marchado
el cuco.

En el templo de Suma
oigo una flauta que nadie toca
en la oscuridad de los árboles.

Etapa nocturna a Akashi:

En la olla, el pulpo
en un efímero sueño:
luna de medio verano.

XIII

“El otoño en aquel lugar…” está escrito, y en realidad la verdadera belleza de estas playas pertenece al otoño. Allí permanecerán una tristeza y una melancolía inefables, y si presumiese poder explicar, aunque fuera una mínima parte, tales sentimientos, significaría que ignoro la pequeñez de mi talento. La isla de Awaji, que separa el mar de Suma del de Akashi, parece colocada con la mano. ¿Quizá se parezca este al paisaje de los países de Go [reino de la primavera] y de So [reino del otoño] al este y al sur respectivamente? Y en efecto, una persona culta que lo admirase podría compararlo a otros paisajes.
Al otro lado se divisa una montaña llamada Campo del Pozo del Arrozal, donde al parecer nacieron las hermanas Matsukaze [Viento entre los Pinos] y Murasame [Lluvia sobre la Aldea], amantes del príncipe Ariwara no Narihira durante su exilio. Avanzando de cima en cima se llega a un sendero que conduce a Tanba. Aquellos lugares tienen todavía nombres espantosos como “Vista de los tazones bocabajo”, “Cuesta impermeable”. En un punto llamado “Pino con una campana colgada” diviso al fondo las ruinas del castillo de Ichi no Tani. Los trastornos, los desórdenes de aquella época afloran espontáneamente en el ánimo y las visiones se me agolpan: la noble monja de segundo grado que estrecha en el pecho al pequeño emperador, la emperatriz que tropieza con la cola del vestido cuando sube a la barca con camarote, los asistentes, las damas de honor, las criadas, los armarios que guardan las arpas, los laúdes y otros objetos preciosos envueltos en tapetes y esteras; mientras la comida de su majestad cae al agua, presa de los peces, y las cajas con las vieiras se dispersan como algas ignoradas por los pescadores: en esta bahía persiste una milenaria tristeza e incluso en el rugido de las blancas olas resuenan ansiedades infinitas.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Matsuo Basho: Pequeño manuscrito en el morral (I)



Traducción: Fernando Rayo

Edición y prólogo: Negro Black





Prólogo

Doble se me antoja la oportunidad de presentar estos diarios de viaje de Matsuo Basho: de un lado, se pretende ofrecer a los selectos lectores de La Rivoli algunas de las obras más emblemáticas de la lírica universal, por primera vez vertidas al castellano directamente del japonés; por otro, es una forma de rendir un humilde y emocionado homenaje al recientemente desaparecido profesor Fernando Rayo, uno de los más renombrados japonesista de occidente, quien dedicó su vida a estudiar y divulgar la inagotable y rica literatura del país del sol naciente. De su sabia mano salieron, entre otros, documentados y sensibles estudios sobre la obra poética de Basho, Buson o Shiki, y a él debemos también la primicia europea que supuso la traducción de la casi desconocida poetisa japonesa Otsumi Mikawa (Jardín interior, Ediciones La Rivoli, 2001), de quien tuve recientemente el honor de publicar en este blog una treintena de jaikus.
Bien es cierto, como se sabe, que ya existía en nuestro idioma la versión del diario más conocido del poeta de Ueno (Sendas de Oku, México, 1956), realizada por Octavio Paz en colaboración con Eikichi Hayachiya; recientemente han aparecido otras traducciones (Hiperion, 1998 y 2010) de distintos cuadernos de viaje, con deuda demasiado evidente de versiones francesas e inglesas. Esta, pues, que tienes ante tus ojos, es la primera fiel traducción a nuestra lengua de los diarios “menores” de aquel poeta peregrino que fue Matsuo Basho.
Qué decir del depurado estilo de estos apuntes líricos. Sorprende la elegante naturalidad y la sencillez minimalista de sus reflexiones, tan modernas vistas desde nuestra mentalidad; sobre todo si se comparan con ejercicios coetáneos europeos, como la prosa alambicada e involuntariamente humorística de Baltasar Gracián, por ejemplo.
La edición del profesor Rayo viene precedida de un prolijo estudio —que omito, pero recomiendo— sobre la lírica japonesa del siglo XVII. Así mismo, la traducción se acompaña de numerosas notas que aclaran los detalles locales y culturales aludidos en los diarios; diáfanos para el receptor culto del Japón de la época, pero lógicamente velados para el lector occidental contemporáneo. Debido a las limitaciones que impone el formato digital, me he tomado la libertad de incorporar buena parte de las anotaciones en el propio texto, a fin de facilitar su comprensión.
Para evitar la fatiga en la lectura que propicia la pantalla, los textos se administrarán en tres entregas: esta primera, que solo ofrece la reflexión lírica conocida como “La canción del viento otoñal”; la segunda, correspondiente a un periplo de Basho a los cuarenta años de edad: “Notas de viaje de un cráneo”; y, finalmente, el cuaderno que da título al volumen: “Pequeño manuscrito en el morral”.
Solo espero que las obras sean del agrado de los lectores y que se reproduzcan en su ánimo emociones similares a las que yo he experimentado mientras preparaba esta modesta edición.

Madrid, agosto de 2011






LA CANCIÓN DE VIENTO OTOÑAL

Algunos piensan que los jaikus son como hierbas sin raíz, que no florecen y no dan fruto, una suerte de broma balbuceada de vil cultivo. Sin embargo, cierto día, Kikaku, mi fiel sobrino y discípulo, durante un viaje bajo el cielo de Kioto, estrechando lazos de amistad con Mukai Kyorai, fraternal amigo y poeta predilecto, y bebiendo con él sake y té, conversando sobre lo dulce y lo salado, de lo ácido y de lo suave, aprendió rápidamente la levedad y la profundidad del agua del sentimiento y, a la mañana siguiente, ya sabía también que extrayendo poca agua se puede conocer el gusto de cien ríos.
En el otoño de este año (1686), tú, Kyorai, visitaste el templo de Ise en compañía de tu hermana menor. En el Río Blanco, donde sopla el viento otoñal, te entretuviste después recogiendo cañas en la orilla del mar. Me enviaste hasta mi mesita de trabajo, a través de la puerta de hierba de mi cabaña, la descripción de todo aquello que te había conmovido durante el viaje. La primera vez la declamé con emoción. La segunda vez la recité encantado. La tercera vez la leí intuyendo la perfección. Estás verdaderamente avanzado en este sendero y lo has recorrido hasta el fondo. Al este o hacia el oeste, única es la melancolía del viento de otoño.

lunes, 8 de agosto de 2011

Matsuo Basho: Pequeño manuscrito en el morral (II)




NOTAS DE VIAJE DE UN CRÁNEO

Extrañamente fría es la voz del viento cuando, sin provisiones para un viaje de mil leguas, apoyándome en el bastón de los antiguos, libre de pensamientos durante tres meses, bajo la luz de la luna, me dispongo a abandonar mi cabaña en otoño, octavo mes del año del ratón, hermano mayor de la madera en la era Jokyo.

Pienso en el cráneo
tirado en el campo.
El viento me hiela.


¡Diez otoños!
Edo, más que otras veces,
se convierte en nostalgia.


El día que crucé la frontera
llovía, todos los montes
cubiertos de nubes.


Lluvia y niebla:
encantadoras
antes de llegar al Fuji.



Un tal Chiri me ayudó durante el viaje con toda suerte de atenciones y cuidados. Entre nosotros hubo siempre una relación armoniosa: aquel hombre demostró ser un amigo sincero. Me dedicó un poema:

Oh río profundo.
En el Fuji Basho
confiamos.


Mientras caminábamos por la orilla del río Fuji, oímos el llanto desesperado de un niño de tres años.
“Incapaz de afrontar a flote las olas del mundo, tu vida, efímera como el rocío que espera al sol, fue abandonada a la impetuosa corriente del río. Quizá arrastrada por el viento de la noche como un pequeño trébol que mañana se marchitará”.
Paso, lanzándole los alimentos que llevo en la manga.

Oh llanto que los monos escuchan;
¿qué decir del viento otoñal
que flagela a un niño abandonado?


¿Por qué? ¿Te odió tu padre? ¿Fuiste repudiado por tu madre? No, no fuiste odiado por tu padre ni repudiado por tu madre. Solo del cielo y de tu infeliz destino puedes dolerte.
Cuando cruzamos el río Oi llovió durante todo el día. Chiri compuso estos versos:

Río Oi
en un lluvioso día de otoño:
en Edo contarán los días que llevamos fuera.



Poema compuesto a caballo:

Devorados por los caballos
los hibiscos
de la cuneta del camino.


Amanece: se entrevé la luna velada de la vigésima noche, y las laderas
del monte siguen inmersas en la oscuridad mientras avanzamos asidos a los flecos que cuelgan de los flancos de los caballos, sin haber oído todavía el canto de un gallo. Caminamos con nostálgicas huellas de sueño, como en el Veloz viaje del poeta chino Toboku, y junto a la ciudad de Sayo del Nakayama despertamos de repente.

Despierto sobre el caballo
con un rastro de sueño:
luna remota, humo en los hogares para el té.


Llegamos al santuario de Ise, donde moró el monje poeta Matsubaya Fubaku, en el que permanecimos diez días. No llevo puñal al cinto, solo una taleguilla colgada en el cuello y un rosario de dieciocho cuentas en la mano. Parezco un monje, pero estoy cubierto de polvo; parezco un laico, pero sin pelo. Me consideran un religioso porque llevo la cabeza rapada, pero no me permiten acercarme al sagrario. Por la tarde visito el recinto exterior y me quedo en la densa sombra del pórtico; desde allí veo parpadear las luces de las linternas. El poderoso viento de los pinos de la cumbre me penetra los huesos suscitando profundas emociones en mi ánimo.
Compongo estos versos:

Noche de fin de año sin luna,
la tormenta abraza
cedros milenarios.


Por las pendientes del valle donde se retiró el antiguo y admirado poeta Saigyo discurre un torrente. Contemplo algunas mujeres que lavan patatas en la corriente:

Mujeres lavando patatas;
si fuese Saigyo,
compondría un poema.


Aquel día, a la vuelta, me detengo en una casa de té, donde una moza llamada Mariposa me dijo: “Escribe una poesía sobre mi nombre”. Y me da una tira de seda blanca. Escribí con el pincel:

El aroma de la orquídea
las alas de la mariposa
ha perfumado.


Visito la cabaña de un ermitaño:

Sobre ramas de yedra
y ralo bambú,
una tormenta.


A comienzos del mes largo vuelvo a mi tierra natal, a la heredad familiar: no queda ni rastro en el pabellón norte de la hierba del olvido, que mi madre cuidaba; ha sido arrasada por la escarcha. Mis hermanos, muy cambiados por el tiempo, se me acercan: pintan canas en las sienes y arrugas alrededor de los ojos: “Estamos vivos”, se limitan a decir, y después callan. El mayor desata los cordones de una bolsita de talismanes y susurra: “Venera los cabellos blancos de nuestra madre. Que esta bolsa sea para ti como la preciosa caja de Urashima. Los años también han mudado tus cejas”. Lloramos largamente:

¿En la mano, las canas
no desaparecen
como escarcha de otoño?


Recorremos a pie la provincia de Yamato y llegamos al lugar llamado En Medio del Bambú, en el distrito de Katsuge, desde donde se divisa el pueblo natal de Chiri. Nos demoramos allí algún tiempo, para descansar.

Arco que bate el algodón,
como laúd nos serena
desde el fondo del bambú.


Nos acercamos en peregrinación al templo de Taima, sobre el monte Futagami, y admiramos los pinos del jardín, que parecen milenarios: son tan grandes que en sus copas podría esconderse un buey, como afirma el poeta chino Soshi (Chuangzi). Al contrario que los hombres, los pinos no albergan sentimientos, pero evidentemente Buda también protege su karma, porque aún no han encontrado su camino:

¿Cuantos monjes
y enredaderas habrán muerto?
Permanecen los pinos.


Parto solo hacia las montañas Yoshino, selva verdaderamente impenetrable. Sobre las cimas se adensan blancas nubes y el valle se sepulta bajo la niebla de la lluvia. Aquí y allá se divisan casitas serranas; hacia poniente se oyen los hachazos de los leñadores y el sonido de las campanas hace eco en el ánimo. Desde tiempos remotos, quienes se aventuraban entre estas montañas para apartarse del mundo a menudo se refugiaban y se escondían en la poesía. El monte Rozan de China será similar a estos montes.
Pido hospitalidad para pasar una noche en un templo.

Golpeo el kinuta [soporte de las ofrendas]
para poder oírlo,
esposa del monje.



Los vestigios de la cabaña de paja del venerable Saigyo permanecen al final de un largo sedero invadido de vegetación, a unas doscientas varas, a la derecha del recinto exterior del templo, en un camino apenas recorrido por las desbrozadoras. La cabaña se encuentra situada al borde de un profundo barranco que inspira respeto. El agua clara que cantó en sus versos (“toc, toc”) no ha cambiado, y las gotas siguen cayendo con aquel sonido.

Toc, toc de rocío:
trata de lavar el polvo flotante
del mundo.


Si en el país del sol naciente existiese un hombre como Hakui, príncipe del reino de Shu, capaz de apartarse a un monte y dejarse morir de hambre antes que esquilmar a su pueblo, sin duda se enjuagaría la boca en esta limpia fuente. Si pudiera ofrecérsela a Kyoyo, quien se lavó las orejas cuando le propusieron la sucesión de un trono, el sabio volvería a lavárselas.
Mientras subo y bajo de montaña en montaña, los rayos del sol se van inclinando. Son muchos los lugares famosos que no he podido visitar, pero he rezado ante la tumba del emperador Go Daigo, que se refugió con su corte en estos montes cuando fue depuesto por la espada rival.

¿Atrás quedan los años sobre la tumba,
a los que nunca aguarda
el helecho de la paciencia?


Salgo de la provincia de Yamato, atravieso las tierras de Yamashiro, en la provincia de Omi y llego a Mino, en la orilla oriental del lago Biwa. Superada la roca de Yamanaka (En Medio de los Montes), encuentro el antiguo túmulo de Tokiwa, dama de la corte de la emperatriz Kujoin, cuya vida cesó trágicamente cuando fue sorprendida tras huir con su amante, el valeroso general Yoshimoto. Como escribió el monje poeta Moritake de Ise (inventor del jaiku): “El viento del otoño se parece a Yoshimoto” ¿Pero en qué sentido se semeja a este impetuoso y rebelde guerrero?
También yo compongo un poema:

Viento de otoño
similar al ánimo
de Yoshimoto.


Viento de otoño
en los bosques y el los campos
de la triste frontera de Fuwa.



La noche en que llego a Ogaki me hospedo en casa del comerciante poeta Bokuin, quien ansía mostrarme sus versos. Abandoné la llanura de Musashi con el pensamiento de dejar que mis huesos se blanquearan en los campos.

Todavía no he muerto
en el final de mis notas de viaje
en el crepúsculo otoñal.



Llego al templo de la Verdadera Unión de Kuwana.

Peonias invernales,
las pajaritas de las nieves
son como los cucos.



Cansado de recostarme sobre cojines de hierba, desciendo hacia la playa, aunque el cielo todavía no se ha despejado.

Al alba
los chanquetes,
una pulgada de blancura.



Emprendo un peregrinaje al templo marino de Atsuta.
El interior del templo está completamente en ruinas, los muros derruidos, e invadido por las hierbas. Las cuerdas todavía delimitan el espacio sagrado, donde antiguamente se emplazaba un templete, erigido junto a una piedra consagrada a un dios. De ella brota una maraña de artemisas y de helechos de la paciencia. El lugar posee más encanto ahora que cuando alojaba el solemne templo.

Incluso el helecho de la paciencia
amarillea;
compro un bollo de arroz en la posada.



En el camino hacia Nagoya entono versos:

A Chicusai* me parezco,
con sus locos versos,
el cuerpo al viento que los árboles seca.


——
* Falso médico, protagonista cómico de antiguos relatos, que viajaba con un criado por estas tierras.
——-
Almohadas de hierba,
¿acuosos también los perros como lluvia de otoño?
Nocturnos ladridos.



Camino contemplando la nieve:

Gente de ciudad:
este sombrero vendo,
un sombrero de nieve.


Observo a algunos viajeros:

Incluso los caballos
contemplo,
en la mañana nevada.

Después de recorrer la orilla:
oscuro está el mar,
solo el vago brillo que gañen las gaviotas.



Aquí me desato las sandalias de paja, allí he abandonado el bastón, para descansar.
Hacia fin de año:

Termina el año
mientras todavía uso
un sombrero de juncos y sandalias de paja.



A mi pesar, también paso el fin de año en una casa de montaña:

¿De quién será el hijo
que carga bollitos envueltos en helechos
en el año del buey?



En el camino que lleva a Nara:

Es primavera:
tenue niebla
en una montaña sin nombre.



En el retiro del templo del Segundo Mes:

Al extraer el agua del pozo,
el crepitar del calzado
helado de los monjes.



En el viaje de vuelta a la capital visito la villa campestre de Mitsui Shufu, en la Cascada Sonora.

Bosquecillo de ciruelos:

Blancas flores de ciruelo:
ayer las grullas
me arrobaron.


Perfil
de un roble,
indiferente a las flores.



Encuentro con el generoso monje, el abad Ninko, del Bancal Occidental de Fushimi:

Sobre mi vestido
derrama
los duraznos de Fushimi.



Superado el sendero de montaña, el camino que conduce a Otsu, antigua capital del lago Biwa:

En el sendero montano,
que encanto
las violetas.



Vista del lago:

El pino de Karasaki,
más que de flores,
velado está de niebla.



Tras veinte años, me reúno con un viejo amigo en Minakuchi:

Flores de cerezo
vivieron en medio
de dos vidas.



Un monje de la islita de Sanguisughe en el Izu, que inició una peregrinación en el otoño del año pasado, me reconoce e insiste en acompañarme y en compartir conmigo las almohadas de hierba. Me sigue hasta Owari:

Así ambos
nos alimentaremos de espigas
sobre almohadas de hierba.



Aquel monje me comunica que, en el primer mes de este año, el bonzo Daiten del templo Engaku había mudado de forma. Me parece estar soñando: a lo largo del camino envío un mensaje a mi joven primo y pupilo Kikaku, que fue alumno de Daiten:

Lágrimas
contemplando las azaleas
con nostalgia del ciruelo.



Escribo a Tokoku, mi amigo y mecenas:

Sobre la blanca amapola,
la mariposa deja sus alas
en prenda.



De nuevo en Toyo, me preparo para regresar a las regiones orientales:

Nostalgia de la abeja
que profunda penetra
entre los estambres de la peonia.



Me detengo en la localidad llamada En Medio de los Montes, en la provincia de Kahi:

Se reconforta con el forraje
el potro, después del viaje,
en la posada.


Al final del mes de las liebres vuelvo a mi cabaña para recuperarme de la fatiga del viaje.

Ropas de verano
todavía de piojos
infestadas.

lunes, 1 de agosto de 2011

La lección de san Ambrosio

Cuando Agustín de Hipona tituló su libro Confesiones probablemente consideró que así acentuaba la veracidad de su obra. Escribiría acaso en primera persona para que nadie pudiera dudar de su sinceridad autobiográfica. No sabía, o quizá sí, que un libro no es un confesionario, y que elegir la letra escrita inevitablemente convierte lo verdadero en verosímil y lo real en realista, incluso aunque se tenga la pretensión de redactar un tratado científico, discurso en principio ajeno, a pesar de siglos de irritante escolasticismo, al de un teólogo más o menos consciente de la invención del objeto de su estudio.
Tenía fe Agustín y la transmitió literariamente: invención con convicción de quien amaba los libros como a sí mismo. En 430, en su lecho de muerte, rodeado de sus discípulos, que apenas respiraban para poder oír el mensaje que habrían de repetir nunca adulterado por los siglos de los siglos amén, pronunció sus últimas palabras: “Cuidad bien de mi biblioteca, muchachos”.
¿Sustituyó en algún momento Agustín el interés por lo divino por la pasión por lo libresco o supo siempre que lo uno y lo otro eran indisociables y que Dios era un libro? La respuesta quizá sólo la conociera quien sin duda había sido su confesor, quien le había convertido o convencido al cristianismo: el obispo Ambrosio, a quien la humanidad debería recordar por haber sido capaz de conseguir algo hoy impensable, que Teodosio I prohibiera los juegos olímpicos.
La infancia de Ambrosio, como la de Platón, estuvo ungida por uno de esos sucesos que los protagonistas viven con total naturalidad pero que sus hagiógrafos consideran una señal que adjetivan según su contexto histórico y cultural. En nuestro caso la señal solo podía calificarse de divina, aunque fuera en realidad entomológica: el niño Ambrosio disfrutaba del jardín de su casa patricia cuando un enjambre de abejas vino a revolotear por su rostro hasta que algunas de ellas se deslizaron en el interior de su boca sin picarlo. Cualquier cronista mínimamente objetivo deduciría el consiguiente efecto; desde ese día Ambrosio dedicaría su vida al estudio de las bellas letras, aprendería griego y leería a Virgilio y a Tito Livio.
Y en esa situación lo encontró Agustín siendo ya su mentor obispo en Milán. Nos lo refiere en sus Confesiones: “ Cuando leía –dice asombrado Agustín al sorprender así a Ambrosio-, sus ojos recorrían lentamente las páginas; su espíritu y su corazón estaban alerta para comprender; pero sus labios no se abrían, sino que guardaban silencio”. Hasta ese momento la humanidad lectora había leído siempre en voz alta, mientras paseaba por los pórticos de las bibliotecas o se sentaba en los bancos de la exedra; pero sin acceder a la lectura interior, de la que se desconfiaba. Sócrates sospechaba de la moda de la lectura privada porque el libro no podía sustituir al maestro y debilitaba la memoria. Así nos lo muestra Platón, que parece sentir una especial inquina contra los libros en sus Diálogos. Aunque por sus hechos los conoceréis: reunió en la Academia una estupenda biblioteca y despilfarró su dinero en comprar libros porque era un lector empedernido, lector en voz alta. Con Ambrosio se produjo el cambio; había descubierto el placer individual y oculto del lector que solo se escucha a sí mismo con la voz íntima de la inteligencia. Este episodio también conmocionó en su día al versificador bonaerense Pelegrini, que nunca llegó a poeta porque nunca logró escribir con voz propia; sus versos siempre sonaron a otro. Así se advierte en el poema que dedicó a Ambrosio y que, según él mismo reconoce, se debe al magisterio del gran poeta y bibliotecario argentino Jorge Luis Borges :



La lección de san Ambrosio

Siente Ambrosio la música callada
de un enjambre de palabras en su boca,
lector silente en soledad sonora
que vuela hacia la luz desde la nada.
Tan absorto el santo está en la letra,
tanto anula menos uno sus sentidos,
que no advierte, entre las páginas perdido,
la solícita impaciencia de la uretra.


Emocionémonos con Pelegrini y reivindiquemos la lectura ambrosiana frente a la lectura convertida en espectáculo. Hay que boicotear los actos de nauseabunda lectura colectiva.

Las analectas son para el verano

Matsuo Basho

No hay nada que se contemple que no sea flor; nada que se piense que no sea luna.


Joan Fuster (1955) El descèdit de la realitat:

La pintura abstracta vuelve la espalda a la realidad; el surrealismo no; el surrealismo la presenta como una perfidia indecorosa, la priva del último y más pequeño prestigio que le quedaba: la verosimilitud.


Conde de Villamediana:

Viviendo pareció digno de muerte,
muriendo pareció digno de vida.



William Faulkner:

Es solo en la literatura donde las anécdotas paradójicas y a menudo mutuamente excluyentes de un alma humana pueden yuxtaponerse y amalgamarse, por medio del arte, en un todo de verosimilitud y plausibilidad*.

———
* He decidido conservar este sustantivo de la traducción original, porque, pese a sus dificultades prosódicas, proporciona al enunciado cierta frescura de agua de colonia.


José María Ridao:

La instalación de una corte estable en Madrid [en el siglo XVI] llevó a afirmar, según hizo la historiografía nacionalista, que España gobernó el mundo, cuando en realidad, lo que estrictamente sucedió es que una rama de la dinastía Habsburgo gobernó sus amplísimos dominios desde Castilla. No hubo, por consiguiente, una hacienda española, sino una hacienda de los Habsburgo de la que formaban parte la de Castilla y Aragón, entre otras. Como tampoco hubo tercios españoles en el sentido de que estuvieran compuestos o mandados por españoles, sino fuerzas reclutadas y financiadas por los Habsburgo en sus diversos dominios.


Negro Black:

Resulta paradójico que, en términos ecológicos o de política medioambiental, los discursos conservadores se muestren partidarios de los cambios en favor del progreso y que los discursos progresistas sean conservadores (o conservacionistas).


Spinoza:

La voluntad de Dios no es sino el asilo de la ignorancia.


Pascal Boyer:

Aunque los creyentes suelen atribuir su moralidad a un agente sobrenatural, los modelos cognitivos indican todo lo contrario: nuestros sentimientos morales son reclutados para dar verosimilitud a las nociones morales de la religión.
Esto explica algo obvio y es cómo cada cuerpo doctrinal religioso es reflejo de la realidad social de la que surge, con evidentes injusticias o imperfecciones que difícilmente podrían achacarse a un ser perfecto como Dios.



Enrique Miret Magdalena:

Porque Dios, lejos de ser un amo exigente, es “poesía en la cual se cree”.


Cipolla:

La soberbia hace que tratemos de entender al criminal para combatirlo mejor. La modestia nos obliga al renegar del idiota que lo justifica.


James Wood, Los mecanismos de la ficción:


El realismo no es la imitación de la realidad, sino una representación de la experiencia de la realidad, y por tanto asume dosis de artificio semejantes a las de la vida misma. Y si la realidad ficticia a menudo acude a efectos (o efectismos) es porque el efecto no resta veracidad a la narración, como los sentimientos forma parte de ella.
Y es así, mediante los detalles expuestos con la inteligencia selectiva de un narrador a menudo se alumbra una verdad: la necesidad de”aportar el mejor relato posible de la complejidad de nuestro tejido moral”.



Henry Miller, Trópico de cáncer:

El cáncer del tiempo nos devora a todos.


Manuel Vicent:

[Ezra Pound] fue uno de esos tipos que luchan denodadamente a lo largo de su vida para alcanzar el propio fracaso y no cesan de combatir hasta conseguirlo.


André Geim (físico molecular descubridor del grafeno):

Solo puedo predecir con exactitud el pasado.


Rafael Sánchez Ferlosio:

Convendría, por tanto, señalar que el Nosotros no solo en la gramática es tan persona como el Yo, sino también, por añadidura, como se ha visto en la unanimidad del totalitarismo, muchísimo peor persona.


Gisbert Haefs, “Los juglares y la Historia”, en Babelia, 8-08-2010:


[A mi querido Montenegro, en otro tiempo denostador contumaz de la novela histórica y defensor de la novela periodística]

No es normal sino infame hacer de su gusto personal una ley general —no me ha gustado una novela histórica, entonces todas las novelas históricas son mala literatura— ¿Y el José (y sus hermanos) de Thomas Mann? Ah, no señor, no es novela histórica porque es de Mann.


Antonio Moreno, Nombres del árbol:


[Las palabras]
tan plenas que decirlas
ha sido hacer el mundo y su silencio.



Nietzsche:

La verdad y la mentira no son más que el modo en que una moral determinada trata de imponerse a las otras moralidades.


George Best (extremo izquierdo del Manchester):

En mi vida me he gastado enormes cantidades de dinero en alcohol, drogas y mujeres; el resto lo he despilfarrado.


Charles Simic:

Cada segundo, la tierra es duramente golpeada
por dos kilos de luz solar.



Vargas Llosa, El sueño del celta:

Eso era la historia, una rama de la fabulación que pretendía ser ciencia.


Rubén Darío, “Metempsicosis”:

Yo fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra la reina. Su blancura
y su mirada astral y omnipotente.
Eso fue todo.
Y crujió su espinazo por mi brazo;
y yo, liberto, hice olvidar a Antonio.
(¡Oh el lecho y la mirada y la blancura!)
Eso fue todo.



Javier Marías:

La literatura no sirve para iluminar nada, solo sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay alrededor.

Mel Gibson:

Nadie es ateo cuando la cuerda aprieta.


Kierkegaard:

La vida se vive hacia delante, pero se comprende hacia atrás.


Luc de Clapiers, marqués de Vauvernagues:

La servidumbre envilece a los hombres hasta el punto de lograr que la amen.


Jorge Semprún:

En el fondo, mi patria no es el idioma -como ocurre con la mayoría de los
escritores-, sino lo que se dice.



Macedonio Fernández:


Amor se fue; mientras duró
de todo hizo placer.

Cuando se fue
nada dejó que no doliera.



Anton Chéjov:

“Champagne. Relato de un granuja”

¿Qué otro mal se le puede causar a un pez ya pescado, frito y servido en la mesa con una salsa?


“Los enemigos”

Los desgraciados son egoístas, malvados, injustos, crueles y menos capaces de comprenderse entre sí que los tontos. La desgracia no une, sino que separa a los hombres; e incluso en aquellos casos en que, al parecer, los seres humanos deberían estar ligados por un dolor análogo, se cometen muchas más injusticias y crueldades que entre gentes relativamente satisfechas.

                                                              RICARDO      ...