sábado, 19 de febrero de 2022

"Dios no juega a los dados" y otras prositas

 

Dios no juega a los dados

 

Dios no juega a los dados. En esto, Einstein llevaba razón. Dios es más de póker. No es que desdeñe otros juegos de azar. La ruleta francesa, la rusa o el blackjack, por ejemplo, también le ponen; pero el póker…

Las razones de dicha preferencia son diversas. En primer lugar, Dios es, como se sabe, un ferviente monárquico. La jerarquía de los naipes -reyes, caballeros, damas, pajes- suponen su ideal de orden social. De hecho, desde siempre ha ungido con su gracia a los soberanos. Por otra parte, nada como crear un mundo el viernes por la noche en una partida de cartas: la larga velada con los coleguillas (algunos arcángeles y un par de jinetes del Apocalipsis, imaginemos), el tapete verde, la copa de ambrosía con hielo y soda burbujeando a su vera, un buen veguero…Y, sobre todo, la pasión por el juego. Piénsese que, si Dios quisiera, podría adivinar con facilidad las bazas que juegan sus compañeros de mesa, pero entrar en variaciones y estadísticas rompería el encanto. Dios prefiere abandonarse al azar de la baraja. Este capricho divino explica por sí solo algunas de las desgracias que nos afligen, pero se comprende, sin el factor suerte la partida carecería de emoción.

De todas formas, se dice que tiene mal perder, que no soporta en un envite fuerte llevar un trío, pongamos por caso, y que un rival le venga con un ful o un póker de cincos. En estos lances, Dios se enfurruña y, aunque lo disimula, se percibe su enojo en cómo lanza las cartas sobre el tablero o en esa manera obsesiva de alinear los montoncitos de fichas.

Hay quien afirma que los maremotos o las erupciones volcánicas responden a estos arrebatos, pero no está del todo claro.

               


Infancia

 

Cuando recuerdo la infancia, no puedo evitar acordarme de mis andanzas con otros niños, al atardecer, en los solares del barrio, llenos de escombros, yerbajos y lagartijas. Sobre todo, lagartijas.

Un muchacho de imaginativa crueldad, Paquito, se había especializado en su captura (nada fácil, por cierto), para crucificarlas a continuación en dos palitos atados en aspa; a veces, una horquilla bastaba. Después, si el día acompañaba, las torturaba con una lupa, concentrando con la lente la radiación del sol en un pequeño haz de luz candente, a la altura del corazón. El animal no emitía quejido alguno, parecía aceptar ese cáliz como un mesías resignado. Aun así, los movimientos de su cabeza permitían intuir el sufrimiento.

En ocasiones, la ejecución se interrumpía, porque las madres nos llamaban para que recogiéramos la merienda. Entonces, la lagartija se quedaba sola en su calvario, tal vez horrorizada por la resurrección.

 


Mientras esperaba


Mientras esperaba a mi amigo, hice tiempo. Se me da mejor el espacio, sin embargo. El otro día, sin ir más lejos, fabriqué en un boleo un hueco para aparcar el coche. Pero el tiempo…

Empecé con unos instantes, más aptos para principiantes. Cuando cogí cierta soltura, como mi amigo no llegaba, ya me atreví con otros ratos más amplios, si bien se me escoraban un tanto hacia el pasado. Es cuestión de práctica, desde luego, no se puede improvisar semejante destreza. Además, como no creo en la pedagogía, soy autodidacta, y eso se nota, claro, cuesta más.

De todas formas, cuando esté más ducho, pienso construirme un par de eones y, entonces sí, estaré preparado para crear un espacio-tiempo en condiciones, lo que me permitirá forjar mi propio universo.

 


Fábula del mono y el horizonte

 

Aquella mañana, el horizonte devino en inconsútil yaga sangrienta. Un mono entusiasmado saltó de la rama y corrió a su encuentro. No lograba alcanzarlo, pero notó cómo la cabeza se le poblaba con figuras de agudos ángulos, de teoremas estrictos. Se tomó un descanso y un plátano, por ver si se despejaba. Alguien que pasó por allí le propuso cambiar el plátano por un adverbio de tiempo (siempre, creo), y aceptó. Al poco tiempo, sin embargo, se sintió defraudado y experimentó un odio inusitado que nunca había sentido hasta el momento. Siguió caminando sobre sus patas traseras, para ampliar las zancadas. Tenazmente, fatigó en vano los campos tras esa inasible línea remota.

Al caer la noche, desolado, añoró su rama feliz y las hojas que ocultaban el horizonte, aquel nido mullido donde se columpiaba la inconsciencia. Pero ya no supo regresar, y lloró por el irreparable error de bajarse del árbol.



Postulado


Si alguna vez lograra ser Dios, prohibiría la serpiente en el Paraíso y no alentaría el fratricidio. También arbitraría regímenes moderados de lluvia y reconstruiría Sodoma, permitiendo incluso en sus calles nuevas la celebración del Orgullo Gay. Desde luego, si consiguiera ser Dios, no exigiría oraciones ni holocaustos y, por supuesto, no enviaría a mi hijo a mezclarse con los hombres.

Me limitaría, eso sí, a contemplar mi creación como un artista, entreteniéndome en retocar los detalles, consciente, en cualquier caso, como ocurre con los textos, de que ningún mundo se concluye del todo, solo se abandona, ni existe obra que se precie sin la imperfección.



Miradas perdidas

 

¿Dónde van las miradas perdidas?

La opinión más extendida sugiere que son irrecuperables, pues en nada se posan. Se cree que huyen por la ventanilla del autobús y vagan cuan fantasmas por las calles sombrías, diluidas en un laberinto deshabitado. O caen al suelo en el paseo vespertino, sin prender en materia alguna, música líquida atravesando la tierra, ínfimo neutrino errante con rumbo a las antípodas de los pasos.

Pero tal vez viajen hacia adentro, para explorar en quien mira sus más raras regiones y allá, en los confines, quizá se confundan extraviadas con los días confusos que selecciona el olvido.

En ocasiones, sin embargo, el mar devuelve alguna mirada perdida, y no pasa nada.

 


En días como hoy

 

En días como hoy, cuando no me alcanzan los versos, me siento como esos poetas que, tras ofender al emperador, son enviados al Ponto, para esquivar los dardos de los partos.

Pero siempre hay un momento de descanso en el frente, una breve tregua para recoger a los muertos y tomarse el bocadillo. Es entonces cuando me dedico a forjar mis confusos hexámetros, doblo después con cuidado el pliego y fleto una paloma que atraviese el imperio transportando mis tristes expónticas.

sábado, 12 de febrero de 2022

 





                                      PASTORAL


                                            A Marcelino Menéndez Pelayo, In memoriam


                                                                      Cada día es una pequeña vida

                                                                                                  HORACIO


               Aquel 25 de julio, D. Marcelino madrugó más que de costumbre para emprender el camino hacia el valle de Liébana. El olor pastueño de la mañana remansaba su alma de las agitadas aguas del mundo cultural y académico, de las sombrías bregas a las que se veía abocado en su indesmayable defensa de la catolicidad de España. Como estaba fatigado, el dulce acunamiento del traqueteo del tren le adormeció hasta casi los términos del Monasterio de San Toribio, donde iba a asistir a los oficios en honor de Santiago Apóstol.

            En ese punto, se despertó sobresaltado por los gritos de un pastor persiguiendo por la dehesa un toro suelto que se acercaba con lúbrico afán a unas vacas. Nuetro erudito, célibe empedernido, a poco estuvo de acompañar al nemoroso guardián en su intento de frenar lo irremediable. Pero dos niños que viajaban enfrente iniciaron un coro alborozado de gracietas, palmas y jaleo festejando la escena. A todo esto, el bravo y encastado animal ya había agarrado una robusta hembra y procedía no digo que a conocerla bíblicamente porque, a fuer de irracional, le están vedados los deleites de la sagrada sabiduría, pero sí a darle un fogoso repaso que de cierto no olvidaría. El bueno de D. Marcelino, antaño nada complaciente con semejantes celebraciones, amonestó afablemente a los infantes, haciéndoles ver que se trataba solo de los designios de la naturaleza, que bien está, y no hay culpabilidad en ello, pero que sobraba tanto jolgorio y morisquetas, que estos asuntos debían vivirse con comedimiento, pues ya dijo el sabio Zenón que toda pasión es contraria a la recta razón y a la Naturaleza.

           Con tan prudentes y templadas palabras, fueron aquietándose los ánimos y don Marcelino pudo bajarse en su destino. Al rato, lo encontramos devotamente reclinado en la iglesia del Monasterio, con los ojos fijos en su devocionario abierto por el Memento, homo. De pronto, brotaron miríficas, resplandecientes las notas del imponente himno O Dei Verbum, que el Beato compusiera en alabanza del Apóstol. D. Marcelino levantó la mirada hacia la hermosa cúpula decorada con sugerentes guirnaldas y amorcillos. ¿Cómo describir el abrupto estremecimiento que lo asaltó? Oleadas de imágenes del revuelo matutino lo invadieron, turbándole en extremo, suscitándole la ensoñación de que los angelotes del techo le susurraban una impúdica cantinela:


                                                           Marcelino, Marcelino,

                                                           no te olvides de que eres hombre

                                                           y tienes un buen pepino



                 Tomado por la vergüenza y contrito, un ardimiento involuntario recorrió su cuerpo espabilando sus regiones pudendas, y con infinito arrepentimiento, a él que militaba en el ejército de Cristo, sintió que se le amorcillaba el soldado poniéndose firme de un respingo.

             Salió despavorido como alma que tienta el diablo, a refugiarse en la Cueva Santa, cercana al Monasterio. Lacerado por la vergüenza y la fiebre, apenas podía discernir lo que estaba experimentando o soñando, pero lo cierto es que en lo más íntimo de la gruta dio rienda suelta al desahogo de su cuerpo, y es dable pensar que el prodigio de un tocamiento allí floreció y quedó sepultado.

              Las tinieblas y el misterio envuelven los siguientes días a este suceso. Ni siquiera D. Marcelino acertaba a esclarecerlo. Poco o nada sabemos. Lo reencontramos, pasada una semana, de vuelta en Santander notablemente transfigurado. La imaginación popular desató toda clase de invenciones y fantasías sobre su vida y costumbres por aquel entonces: visitas a mancebías, frecuentación de tugurios, insomnes tertulias con poetas picantes y pornográficos, tímidos ensayos de vida pastoril, hasta el infamante bulo de un episodio de priapismo indomeñable... En fin, “bohemias”, como afirmó una vecina tiempo más tarde.

             Sea como fuere, la bruma de tanta búsqueda y desvarío se disipó un mes de mayo que, de la mano del viento, pasó a lo que algunos llaman la última infancia. Su íntimo amigo y mentor, Alejandro Pidal, fundador de la Unión Católica, batió la vivienda hallando numerosos cuadernillos y legajos con composiciones bucólicas de contenido erótico-festivo. Indignado por el hallazgo, ordenó quemarlos, aventurando que, sin duda, todos estos papeles obedecían al excesivo trato que su buen amigo había tenido en sus estudios con la heterodoxia y el libertinaje.

           Más un último encuentro reavivó su esperanza en la salvación espiritual del compañero y amigo: un pergamino con el “Miserere” del rey David, y una esquela pequeñita, en uno de cuyos ángulos podía leerse: Dejé mi cuidado entre las azucenas olvidado. Se humedecieron los ojos del prohombre Pidal que, conmovido, evocó con voz trémula al padre Homero:

                                           “Como las generaciones de las hojas, así los hombres”


                                                                                                            LUIS CARLOS YEPES

                                                              RICARDO      ...