viernes, 25 de marzo de 2022

EL GIRO (INFUENCIA DEL PENSAMIENTO EPICÚREO EN LA CULTURA OCCIDENTAL)

 


 

En el invierno de 1417, el humanista toscano Poggio Bracciollini se encontraba en Constanza, desocupado por fuerza mayor. Había llegado un par de años antes en el séquito del papa Juan XXIII con el importante cargo de scriptor, secretario apostólico. En la ciudad suiza se celebraba el concilio que pretendía zanjar el ominoso cisma que aquejaba a la cristiandad con tres papas reclamando la cátedra de Pedro: Benedicto XIII (Pedro Martínez de Luna), Gregorio XII (Angelo Correr) y Juan XXIII, el intrigante aristócrata napolitano Baldassarre Cossa, para el que trabajaba Poggio. El infalible y santo concilio general de Constanza declaró que la conducta detestable e indecorosa de Cossa había llevado el escándalo a la Iglesia y que no era digno de seguir ostentando un cargo tan elevado. Juan XXIII huyó hacia Alemania y finalmente fue apresado en la ciudad de Heildelberg, donde murió al poco tiempo. Tras cuatro años de deliberaciones, los electores de Constanza eligieron un nuevo pontífice, el noble romano Oddo Colonna, quien adoptó el nombre de Martín V.

Así pues, el cesante Poggio Bracciollini quedó sin recursos y libre de toda obligación. Pero, como inquieto humanista, no desaprovechó la oportunidad y se dedicó, tal vez financiado por algún mecenas, a la caza de manuscritos latinos, como hiciera décadas antes el maestro de los studia humanitatis, Francesco Petrarca, quien, rastreando bibliotecas de París o Lieja, había conseguido restaurar la monumental Historia de Roma desde su fundación, de Tito Livio, y recuperó importantes textos olvidados de Cicerón, Propercio y otros.

Con idéntico propósito, Poggio encaminó sus pasos hacia el monasterio de San Galo, al norte de Suiza, y, después, hacia el de Fulda, en la Alemania central, cuyas bibliotecas le depararon valiosos hallazgos, arrumbados durante siglos en los copiosos anaqueles monacales. Halló manuscritos de obras hasta entonces olvidadas de Silio Itálico, de Manilio o del historiador Amiano Marcelino. Pero el descubrimiento más significativo y excepcional se lo proporcionó el manuscrito De rerum natura, del poeta romano de la primera mitad del siglo I a.C. Tito Lucrecio Caro. Curiosamente se desconoce en cuál de los dos recintos religiosos se produjo el valioso hallazgo, aunque los estudiosos se inclinan por el monasterio de Fulda.

Casi nada se sabe del poeta Lucrecio, más allá de alguna mención dispersa de Cicerón, Virgilio u Ovidio y una glosa marginal de San Jerónimo en una crónica antigua. En la entrada del año 94 a. C., anota:“nació Tito Lucrecio, quien después de volverse loco por un filtro amoroso, escribió, en los intervalos de cordura que le dejara su demencia, varios libros revisados por Cicerón; y que se mató con sus propias manos a los cuarenta y cuatro años de su edad”. Ningún crédito cabe otorgar, sin embargo, a la nota del santo padre de la Iglesia que, como se sabe, fue un ferviente denostador de la literatura pagana, por considerarla portadora de pecaminosas perversiones que podrían contaminar con nocivas ideas la mente de los cristianos.

Y no anduvo del todo desencaminado en su temor San Jerónimo, ya que, tras la exhumación del manuscrito por parte de Poggio, la obra se divulgó profusamente en diversas copias, que se multiplicaron desde mediados del siglo XV por la invención de la imprenta; y, desde luego, Sobre la naturaleza de las cosas era portadora de ideas encontradas con la ortodoxia católica, lo que no impidió en cualquier caso que gozara de muy buena acogida por parte de los artistas e intelectuales del Renacimiento y de siglos posteriores, hasta el extremo de suponer el embrión del pensamiento libre de Europa.

Esta es, al menos, la tesis del investigador norteamericano Stephen Greenblatt, quien en El Giro (2011), ensayo galardonado con el National Book Award y el premio Pulitzer, sostiene que las ideas que plantea Lucrecio en su espléndido libro alimentaron el pensamiento de pensadores e intelectuales señeros de la cultura occidental: desde Maquiavelo, Erasmo, Tomás Moro, Montaigne, Galileo o Newton hasta Darwin, Freud o Einstein.

Sobre la naturaleza de las cosas es un largo poema, escrito en hexámetros de hermoso latín y estructurado en VI libros, en el que el aliento poético y la pasión científica se funden hasta ser una misma cosa. Y es la obra de un discípulo que transmite unas ideas desarrolladas varios siglos antes por el filósofo griego Epicuro, genuino mesías filosófico de Lucrecio. Epicuro había nacido a finales del año 342 a. C. en la isla de Samos, en el Egeo, a donde su padre había ido como colono y donde ejerció como maestro. La baja extracción social de Epicuro fue reproche de Platón y de Aristóteles, sus contemporáneos y competidores doctrinales en el contexto pedagógico de la Atenas del siglo IV a. C.

Epicuro difundía en el Jardín (Kêpos), la escuela que fundó en Atenas, y en la que admitió como estudiantes mujeres, prostitutas y esclavos, la idea de que todo está constituido por átomos, noción tomada de Leucipo de Abdera y de su discípulo más destacado, Demócrito. El concepto que postulaba Demócrito, una conjetura sin posibilidad de demostración empírica hasta dos mil años después, afirmaba que existe un número infinito de átomos, cuyas únicas cualidades son el tamaño, la forma y el peso, partículas que constituyen lo que vemos combinándose entre sí en una variedad inagotable de formas. Esta idea que propagó Epicuro es una solución fantásticamente audaz del problema que obsesionaba a los grandes intelectos de aquel mundo y que se enfrentaba a la idea de Platón de la realidad como una representación imperfecta, una proyección del perfecto mundo de las ideas, o de la configuración aristotélica de la realidad de las cosas en accidentes y sustancia.

Dicha explicación del todo (átomos, vacío y nada más) lleva a excluir la magia y puede liberar al hombre de la terrible aflicción del temor a algo después de la muerte, “el país inexplorado -en palabras de Hamlet- de cuyos confines no regresa viajero alguno”. Liberados, pues, de la superstición, del inexistente más allá y del concepto del alma eterna, ya que el alma, asimilable a la noción de mente o pensamiento, muere con el cuerpo, decía Epicuro y repite Lucrecio, tendremos libertad para buscar el placer, el fin supremo de la existencia. La muerte no significa nada y, por tanto, no ha de preocuparnos. Es fácil entender que, en el contexto tardo medieval, la obra de Lucrecio llevaba aparejada la definición de ateísmo que cualquier inquisidor habría juzgado con la mayor severidad. De hecho, terminó ocurriendo un siglo después (febrero de 1600), en la triste figura de Giordano Bruno, epicúreo confeso y lector de Lucrecio, que fue juzgado y condenado a la hoguera por sus heréticos escritos mofándose de la Divina Providencia.

Los reparos y barreras que desde el poder se establecieron quizá contuvieron las ideas lucrecianas con especial éxito en España. “En esta desventurada patria -escribe Agustín García Calvo en 1983-, dominada largos siglos por el miedo y la miseria que la necesidad de un imperio Católico hubo de imprimir a sus súbditos, no tengo noticia de que se leyera el poema de Lucrecio”. No es del todo exacto, sin embargo: en 2008, Trevor Dadson, revisando inventarios de las bibliotecas de la nobleza española, encontró referencias de alguna copia de De rerum natura, como la de Alonso de Olivera, médico a comienzos del siglo XVII de la princesa Isabel de Borbón; y la que adquirió Francisco de Quevedo en una almoneda de 1625 por un real. En lo que sí acierta García Calvo es en la ausencia de traducciones, al menos hasta que a finales del siglo XVIII tradujera en verso la obra de Lucrecio el abate Marchena, si bien esta no se publicó hasta que Marcelino Menéndez Pelayo la diera a la luz de la imprenta en 1896. Unos años antes, en 1893, se publicó una traducción en prosa de Manuel Rodríguez-Navas, prologada por don Francisco Pi y Margall.

Para finalizar, cabe preguntarse qué papel juega el azar, como en toda actividad humana, en la evolución cultural. Analizando la curva ascendente de la tecnología, podría pensarse que el progreso es un logro imparable y siempre en alza, pero, si se analiza dicha gráfica en escalas más pequeñas, se verá que la curva describe picos y valles, descensos que precipitan momentos históricos a hondos pozos de oscuridad. ¿Qué habría sido de la humanidad, por ejemplo, si no se hubiera quemado la antigua biblioteca de Alejandría? Es una pregunta que muchos se han planteado. En la misma línea puede formularse el interrogante de cómo habría evolucionado el pensamiento en occidente, si Poggio Bracciollini no hubiera encontrado el manuscrito de De rerum natura, perdido en un remoto monasterio germánico. ¿Se habría desarrollado el racionalismo ilustrado si el pensamiento epicúreo no se hubiera preservado en el cofre de Lucrecio? A la luz del ensayo de Greenblatt, parece incuestionable que no o, al menos, se habría desenvuelto más tardíamente. En cualquier caso, no se debe olvidar que el oscurantismo, la propensión a las supersticiones, la paranoia nacionalista y la irracional pasión de los seres humanos por la violencia, rasgos todos alejados de la búsqueda del placer intelectual que propugnaba Epicuro, son lacras que solo se pueden atenuar con la luz que emana de la razón. La lucha del logos contra el mito es, pues, una pugna perpetua.

En los aciagos momentos que hoy vivimos, tal vez sea oportuno terminar con los versos de Lucrecio, solo un fragmento del memorable “Himno a Venus” que inicia la obra, en la bella traducción del abate Marchena:

 

Haz que entre tanto el bélico tumulto

y las fatigas de espantosa guerra

se suspendan por tierras y por mares;

porque puedes tu sola a los humanos

hacer que gusten de la paz tranquila;

puesto que las batallas y combates

dirige Marte, poderoso en armas,

que arrojado en tu seno placentero,

consumido por llaga perdurable,

la vista en ti clava, se reclina,

 con la boca entreabierta, recreando

sus ojos de amor ciegos en ti, diosa,

sin respirar, colgado de tus labios.

martes, 15 de marzo de 2022

                                                                LA MUERTE


                                                                                A mi padre, In memoriam


           Uno no es consciente de la ausencia hasta pasados varios días. Comienza con una dificultad en la respiración y, poco a poco, sin apenas darte cuenta, te invade cierto malestar muy cercano a la náusea. Entonces llegan los recuerdos: esa mirada extraviada en la postrera situación de la cama, la dificultad para darle de comer sin poder evitar el ahogo, la petición de una caricia, la confirmación de que para él eres muy importante...


            Habían transcurrido 9 años desde que se le declaró la enfermedad. Así, se fue deteriorando como un pajarillo en las frías heladas de invierno. Y ya no pudo ir de caza, ni de pesca, que a él le gustaba. Y ya sólo soñaba con un osezno que jugaba en la frondosidad del bosque.


            Él había sido un trabajador de los que vivieron la guerra de chico y, posteriormente, fue de aquellos que se esforzaron por que sus hijos fuesen a la universidad y por que las cosas cambiasen. Ya sabes, pelearon de forma callada y sumisa a través del denuedo diario, de la silenciosa fatiga, del sacrificio anónimo, del esmero en la faena. No se les podía exigir más, lo dieron todo, se dejaron la piel en todo, siendo el precio su propia vida.


          Y ya en los últimos tiempos, disfrutaba en la soledad de su habitación conectando con el Tour de Francia, el Giro de Italia o la Vuelta a España. ¡Qué entusiasmo con Valverde, con Alberto Contador, con las nuevas generaciones! Aunque sus ídolos de verdad seguían siendo Perico Delgado, Miguel Induráin, el Volcán de Baracaldo... Si hasta fantaseaba inventando una bicicleta que superase su invalidez y le permitiera subir al Puerto de los Leones.


           Pero nada volvió a ser como antes. Ni las tardes en las que arreglaba la escalera con sus piedras redondeadas, ni el cuidado que tenía por sus nietos, ni los días en los que a mí me rescataba al dejarme el coche tirada.


               Ni el flamenco...


             De cuando en cuando, en las reuniones familiares, nos alegraba entonando una copla o se arrancaba por una soleá. Y es que de pequeño escuchaba a los grandes a través de las ondas de radio, lo que le había permitido degustar el cante jondo. Apreciaba, por tanto, el método del maestro Chacón, el purismo de Antonio Mairena, los fandangos de Farina, la hondura de Caracol... El primer vehículo que se pudo comprar, un Citröen 2 caballos de color azul, fue bautizado con el nombre de “La Paquera”, en homenaje a la cantaora de Jerez.

              No sé si aquella vez en la que asistió a un concierto de El Cabrero, con un frío que pelaba, pudo escuchar “El canto de la perdiz” (cante que ensalza al emblemático animal de riqueza cinegética) y disfrutar aunando dos de sus pasiones más queridas. Y si las circunstancias lo hubieran propiciado, si la realidad no nos hubiera atrapado de forma tan canalla, yo le hubiera llevado a ver a Miguel Poveda en la Sala Galileo, con el fin de que manifestase su gusto y su opinión por las nuevas voces y por los nuevos flamencos.


              Al final, no pudo ser. Ni eso ni otras cosas. Pero con su trabajo y con su esfuerzo intentó tejer un entramado de sólidas bases con el que dar sentido a esta incongruencia y a este caos que es la vida. Nos enseñó a no desfallecer, a seguir en la lucha de manera honesta, a perseguir nuestros proyectos perseverando en los mismos. Le vimos sufrir y empatizamos con su sufrimiento, pero admiramos su fortaleza porque con ella nos hizo también fuertes. No quisimos llorar ni gritar. Guardamos simplemente su recuerdo en lo más profundo de nuestra piel, en lo más hondo del pensamiento, en todos los rincones de los ojos.

                                                                             MADRID, 14 DE MARZO DE 2022


                                                                                  Estrella del Mar Carrillo Blanco

                                                              RICARDO      ...