martes, 27 de septiembre de 2022

 

                                                                    LAURA



Laura, la de los ojos garzos, nunca había contemplado un muerto. En aquella sala con olor a incienso, reposaba el cuerpo de su madre fallecida dos días antes. No tenía ninguna sensación, ni de dolor ni de tristeza, simplemente le impresionaba la palidez del rostro a pesar del maquillaje y el tono acartonado que ofrecía el cadáver.


Ella misma había organizado todo lo relativo al sepelio y al funeral, ya que su padre en estado de shock no era de gran ayuda, y se preguntaba con curiosidad cuánto tardarían en llegar los amigos y familiares. Todo el procedimiento jurídico tras el suicidio había sido lento y cansino: el atestado del juez, el análisis forense, los informes policiales...., todo ello había dejado a Laura sin ganas para enfrentarse ahora a las múltiples preguntas e indagaciones de los conocidos.


Habían transcurrido diez años desde los primeros dolores de cabeza, los síntomas de ansiedad y los cortes y arañazos en las muñecas. Laura, entonces con 16 años, vivía esos sucesos como si estuviera viendo una película. Ayudaba a su padre en todo lo que podía, pero el peso de los acontecimientos era demasiado grande.


Todavía recordaba por momentos aquel novio que tuvo, educado, amable, pero que no pudo soportar la inquietud constante que Laura tenía por su madre. Los episodios de locura delirante la dejaban exhausta y comprometían seriamente su trabajo como dependienta de un comercio de modas. Sus amigas, pocas, le aconsejaban con buena intención: que se preocupase de sí misma, que dejase en manos de los médicos lo irremediable, que su padre hacía dejación de su responsabilidad... En fín, Laura veía pasar los días como encerrada en un túnel del que no contemplaba la posibilidad de salir.


Pero quería a su madre. En los momentos de lucidez, ella se mostraba serena y cálida, enseñaba a Laura a cocinar y le descubría los secretos propios de la adolescencia y la juventud. Todavía recordaba el día en el que un pajarillo cayó del nido y lo alimentaron con pan mojado en leche, como si se tratase de un pequeño regalo familiar, como si fuese un hijo al que hay que cuidar y proteger. En esos momentos afloraba un sentimiento maternal que no sabía de egoísmos ni de alucinaciones, que se reconciliaba con lo más profundo del ser humano en su vertiente más telúrica. Y aparecía la mujer risueña y jovial que Laura admiraba en su niñez, la mujer poderosa que arrancaba gestos de secreta envidia en el resto de las féminas, la esposa feliz que pisaba firme frente a cualquier problema que se le presentase.


Aún echaba de menos aquel viaje que hicieron juntas a Praga, cuando su padre tenía demasiado trabajo como para acompañarlas. Todavía no se había hecho manifiesto el constante extravío con el que luchaba la cabeza de su madre. Todavía, los momentos de calma y lucidez, se extendían con bastante extensión en el tiempo. Por eso, pasearon con alegría por el puente de Carlos, quedaron pasmadas ante el reloj astronómico y se hicieron numerosos selfies en la plaza de la Ciudad Vieja. Junto a la estatua de Jan Hus, ella contó a su hija que, mientras éste moría en la hoguera condenado por herejía, una viejita arrojó una ramita de enebro para que el fuego prendiera más deprisa. Esas y otras historias hacían las delicias de Laura sintiéndose privilegiada por tener una madre así, y reía con franqueza cuando, en la excursión a Karlovy Vary, bebieron el agua de las fuentes termales estando de acuerdo en que aquel brebaje limpiaría sus intestinos sin necesidad de más purgas en toda la vida.

En la visita que hicieron a la cripta de la iglesia de San Cirilo y San Metodio, quedaron estremecidas con la historia de los paracaidistas que se escondieron allí durante el asedio de los nazis, teniendo finalmente que suicidarse para no sufrir el tormento de los alemanes. Las dos mujeres contemplaron el busto de los héroes y los nichos del recinto, y enmudecieron cuando el hombre que cuidaba las postales con la imagen de los soldados sólo les pidió la voluntad por un puñado de ellas.


Laura disfrutaba con la compañía de su madre porque era generosa en sus emociones y porque nunca le reprochaba nada. Porque había entendido siempre sus inquietudes y sus sinsabores sin dejar un resquicio al desaliento, sin permitir que las desgracias hicieran mella en su alma de niña y adolescente. Por eso Laura cuidó de ella cuando la enfermedad hizo presa de la misma. Nunca se arrepentiría de las tardes en las que la abrazaba sujetando su cuerpo vencido hacia la locura, cuando tenía que taparse los oídos ante los gritos de la mujer herida, cuando lloraba porque había cortado sus venas y se desvanecía en las tinieblas de la noche.


Laura, la de los ojos garzos, miró una vez más el cadáver de aquella a la que amaba y, sin dejar que la tristeza la invadiera, depositó una de las postales de los soldados checos entre sus manos.




                                          ESTRELLA DEL MAR CARRILLO BLANCO


                                                          27 DE SEPTIEMBRE DE 2022

                                                              RICARDO      ...