viernes, 23 de septiembre de 2011

La hora de los valientes.

La cuestión del momento no es que los neutrinos sean más rápidos que la luz sino que la autoridad económica sea más lenta que una tortuga reumática. La fatal insuficiencia financiera se nos echa encima sin remisión y los llamados a conjurarla se limitan a seguir alargando la mecha en este hora crítica que debería ser la hora de los valientes. La crisis, cuatro años después, vuelve a su epicentro, a la banca y su dudosa solvencia.

La banca tiene en su pasivo todo nuestro dinero, exigible más o menos al momento y sin embargo comprometido en inversiones de todo pelo con vencimientos lejanos: El principal (no se olvide que es nuestro dinero, no el del banco) será devuelto en años, lustros, décadas o quizá nunca. Es natural que el Estado, llamado a regular tan peligroso juego, haya establecido un capital propio simbólico, unas reservas insignificantes, un fondo de garantía diseñado para hacer frente a una quiebra puntual de una entidad mediana y una supervisión arcangélica. Fin. También es natural que los bancos se fusionen, crezcan, se hipertrofien y que los depositantes se conviertan en rehenes, los estados en prisioneros y el supervisor en supervisado. En realidad todo banco es metafísicamente insolvente puesto que no puede hacer frente a una retirada masiva de depósitos. Ahora bien, esa retirada masiva sólo se producirá si el banco es oficial u oficiosamente insolvente. Por tanto la solvencia es un estado de espíritu. Un banco es solvente mientras se confíe en su solvencia. Esto recuerda peligrosamente aquella gregería de Ramón: La felicidad consiste en ser un desgraciado y creerse feliz. Seguro que este fin de semana se nos ocurre algo para seguir creyéndonos felices, al menos mientras nuestros policy makers se olviden del crecimiento, del empleo, de la estabilidad de precios y zarandajas por el estilo y sigan trabajando sin descanso para que ningún gran banco quiebre, que es precisamente lo que tiene que ocurrir para empezar a pensar en una verdadera salida de la crisis.

jueves, 8 de septiembre de 2011

El proveedor de realidades Óscar Mishkin

En 1949, la calle Monturiol de Figueras lo vio nacer; en la pila de Sant Pere recibió el nombre de Óscar Davin Brell, que proclama la ascendencia judía. Su lengua materna fue el catalán ampurdanés. Cuando abandonó la casa familiar para estudiar lenguas clásicas en Barcelona comprendió que el idioma de sus mayores degeneraba en el sur, por lo que, en un gesto radical que lo define, decidió, por respeto, no volver a hablarlo más allá del puro círculo íntimo. Completó su formación en París con estudios de Física y de Economía. En 1969 defendió en la Sorbona su tesis doctoral sobre las ideas económicas de Sébastien Le Preste, Señor de Vauban; al año siguiente publicó una síntesis —Fortalezas estrelladas e impuesto único— con el seudónimo de Óscar Mishkin. Varias biografías han especulado sobre la rúbrica que ya nunca abandonó: la Enciclopedia Británica lo considera un préstamo del príncipe Lev Nicolayevich Mishkin, conocido protagonista de El idiota, de Dostoievsky; más apropiado parece que derive del economista norteamericano Frederic Stanley (Rick) Mishkin, por cuyas teorías económicas profesa especial admiración nuestro autor.
Pese a su sentido hiperestésico de lo real, en 1982 advirtió, con una especie de temor parecido a ratos al pánico y a ratos a la felicidad, que los problemas metafísicos estaban organizándose en él, y que la solución —o una solución— era casi inminente. Dejó entonces de leer, dedicó sus mañanas y sus noches a la vigilia y se empeñó en construir en el sótano de su casa un barco de vela. Había cumplido treinta y tres años: la edad, según los cabalistas, del primer hombre cuando lo formaron del barro. De la experiencia del bricolage náutico surgió Navegaciones y regresos, una refutación de las ideas metafísicas desde Aristóteles hasta Heidegger.
Aunque frecuenta la amistad de literatos, Óscar Mishkin no ha dedicado una sola línea a la ficción; nunca su pluma trazó un verso. Suele argumentar que bastante excesiva se muestra la realidad, como para duplicarla con espejos verbales. Aún así, en 1992 exploró los metódicos laberintos de la crítica literaria en el ensayo El “Machaquito” de Pellegrini, obra fundamental para entender las claves de la vasta e imprescindible novela de su amigo Luigi S. Pellegrini.
La obra de Mishkin rebasa ya los veinte volúmenes y comprende empresas ingentes como la documentada Historia universal de la estulticia, un estudio le los tantálicos verbos en el indoeuropeo y varias monografías sobre el pensamiento económico de John Maynard Keynes, Joan Robinson, Milton Friedman y John Kenneth Galbraith, entre otros. Con todo, en este monumental trabajo de proporciones megabíblicas, destaca sobremanera el ensayo Presente y futuro del club Underbridge. Se trata de un lúcido análisis de ese sector de la humanidad que la retórica histórica ha denominado de manera sucesiva como esclavos, siervos, parias, mujiks, proletarios, descamisados…, y que conforman el mayor grupo de hombres del planeta. Con fórmulas impecables, Mishkin establece los coeficientes de masa crítica y de desesperación crítica necesarios en este sector de población para engendrar cambios sociales. Sus controvertidas teorías han sido objeto de duros ataques e incluso ridiculizadas. Él siempre se ha defendido con la afilada navaja de Robert J. Hamlon: “Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez”.
Actualmente, Óscar Mishkin vive retirado con su mujer y sus hijos en algún pueblo del Ampurdán. Acérrimo aficionado al ciclismo, es fácil imaginarlo fatigando cuestas y repechos en las tardes malva de su tierra; quién sabe si fabricando a mano una carabela.

martes, 6 de septiembre de 2011

El poeta y novelista Luigi S. Pellegrini

Nació en la ciudad de Soria el 13 de abril de 1950. Su padre, Arcangelo Pellegrini di Gianbologna, natural de Ferrara, se asentó en la ciudad del Duero como profesor de música y canto. Allí su batuta confraternizó con don Antonio Machado y Gerardo Diego, en el tiempo sucesivo en que tan insignes poetas ejercieron la docencia en el instituto de la capital, y animó la vida cultural soriana con veladas musicales y conciertos. Nuestro autor creció, pues, entre partituras y tertulias; el varonil cierzo que enfría el Urbión completó su adiestramiento. Una atribución verosímil pretende que la enigmática y sinuosa sigla de su nombre evoque el solar que le vio nacer.
La historia personal de Pellegrini, como la de ciertas naciones, se pierde en mitologías. Una de sus leyendas sostiene que en los años mozos se ganó la vida como tahúr en los casinos de su ciudad natal y en los de las localidades aledañas; otra le atribuye orígenes nobiliarios y asegura que ostenta el blasón de señor de Verrún, heredado por vía materna. Sabemos, con seguridad, que recibió una educación laica y cumplida en el instituto soriano y que publicó —a los diecisiete años— un largo estudio sobre Ibsen en la Revista de Occidente. El culto de Ibsen lo movió a aprender el Noruego. Hacia 1968 —desde entonces la paradoja nunca le abandona— escribió una diatriba contra el proyecto de que se fundara en Soria una compañía de teatro estable. La tituló El sudario del cadáver, donde ya esgrimía los principales argumentos contra el género dramático que siempre le acompañaron; el principal, que tras Ibsen no tenía sentido hacer teatro. En 1969 fue a París, a estudiar medicina. Siempre le atrajeron las obras vastas, las que abarcan un mundo: Dante, Shakespeare, Homero, Dean Martin, Aristóteles…

El novelista

Los primeros libros de Pellegrini no son importantes. Mejor dicho, únicamente lo son como anticipaciones de La vida exagerada de Machaquito de Hamburgo o en cuanto pueden ayudar a su comprensión. Pellegrini trabajó el Machaquito en los terribles años del tardo franquismo. Al dejar voluntariamente su patria, juró forjar un libro que perdurara “con las tres armas que me quedan: el silencio, el destierro y la sutileza”. Ocho años consagró a cumplir dicho juramento. Mientras el Criminalísimo completaba su ingente tarea de aniquilación, desde el Perú, Pellegrini, mientras tanto —en los intervalos de corregir galeradas en una insignificante editorial limeña o de improvisar artículos para la revista El inca beodo— componía su vasta recreación de la breve vida del diestro teutón. Más que la obra de un solo hombre, Machaquito parece la labor de muchas generaciones. A primera vista es caótico; el libro expositivo de su camarada literario Óscar Mishkin —El “Machaquito” de Pellegrini, 1992— declara sus estrictas y ocultas leyes. La delicada música de su prosa es incomparable.
La fama conquistada por Machaquito ha sobrevivido al escándalo que inicialmente produjo en los pacatos círculos literarios europeos y americanos. El libro subsiguiente de Pellegrini, Obra en gestación, es, a juzgar por las entregas publicadas, un tejido de lánguidos retruécanos en un castellano veteado de italiano y de latín.

El poeta

Es conocido el caso muy común del poeta que a veces hábil, es otras veces casi bochornosamente incapaz. Hay otro caso más extraño y más admirable: el de aquel hombre que en posesión ilimitada de una maestría, desdeña su ejercicio y prefiere la inacción, el silencio. A los diecisiete años, Jean Arthur Rimbaud compone el “Bateau ivre”; a los diecinueve la literatura le es tan indiferente como la gloria. Los goces peculiares de la sintaxis fueron anulados en él por los que suministran la política y el comercio. En la ciudad de Lima, en el año 1991, Luigi S. Pellegrini publica Cócteles, el mejor de sus libros y uno de los mejores de la literatura en lengua castellana; luego, misteriosamente, enmudece para la lírica. Hace veinte años que ha enmudecido; “de casi todo —suele repetir con Gil de Biedma— hace veinte años”.
Cócteles es un libro contemporáneo, un libro nuevo. Un libro eterno, mejor dicho, si nos atrevemos a pronunciar esa portentosa o hueca palabra. Sus dos virtudes principales son la limpidez y el temblor, no la invención escandalosa ni el experimento cargado de porvenir. Cócteles ha carecido, asimismo, del prestigio guerrero de las polémicas. Pellegrini ha sido comparado a Virgilio. Nada más agradable para un poeta; nada, también, menos estimulante para su público.
He aquí un poema que ha sido repetido en innumerables ocasiones en la soledad, bajo las luces de uno y otro hemisferio.

Vaga luz de primavera

Silencio de ventiladores,
la galería pálida
cobra sus ruidos cotidianos.
Silencio;
solo el batir leve
de la ropa en la cuerda.
El sol golpea
en el paredón blanco,
ciega:
ciega luz de mediodía
sobre la que la enredadera
trepa.
Vaga luz de primavera:
en pensativas flores blancas
nieva
su prestigio de nueva,
de irrepetible;
nunca otra luz como esta.


Tal vez otro poema de Pellegrini nos dé la clave de su inverosímil silencio: aquel que se sustenta en su desapego por el mundo.


Cierto asco

¡Qué noche para un suicidio!-oí decir.
Y era el sinuoso meandro
sobre negro lodo de inconsciencia.
Sentí cierto asco
ante el vómito del río,
monstruosa deyección de abandono.

La muerte era este rechazo,
territorio de blandura yerta,
cesión perpetua de la tierra,
franja fétida y dulzona
de pescados muertos
agolpados en la noche.

Propicia noche para un suicidio.

Pero
los suicidas eran los peces.

Siempre resulta difícil explicar una renuncia en la cresta de una ola de éxito. Tal vez la carrera literaria le pareciera irreal, esencialmente y en los halagos que se le pide; tal vez su propia destreza le hace desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil.
Es grato imaginar a Luigi S. Pellegrini atravesando los días de Lima, viviendo una cambiante realidad que él sabría definir y que no define: hechicero feliz que ha renunciado al ejercicio de su magia.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Breve semblanza de Fernando Rayo

Alentado por los numerosos comentarios que los siempre curiosos lectores de La Rivoli han dedicado a El pequeño manuscrito en el morral, traducido por Fernando Rayo, he perpetrado algunas líneas para rememorar a este insigne polígrafo en una de sus dedicaciones más desconocida, aunque no por ello menos deleznable: la de poeta.
Fernando Rayo —acaso el primer poeta de La Sagra y sin duda el más sagreño— nació en Arcicóllar, provincia de Toledo, el 14 de abril de 1949. Su padre era un herrero cacereño, Rutilio López, empleado en los talleres del Ferrocarril de Bargas. Como los López abundaban en el taller, su padre se mudó a otro apellido más inequívoco y optó por el de Rayo.
Sin recurrir a la transmigración, Fernando Rayo —como Jorge Luis Borges, como Pablo Neruda, como sus compañeros Óscar Mishkin y Luigi S. Pellegrini— ha cursado muchos destinos, algunos de los más laboriosos. De los trece a los diecinueve años fue sucesivamente portero de discoteca, acomodador de cine, tramoyista, peón de un horno de ladrillos, carpintero, lavaplatos en hoteles de Talavera de la Reina, Torrijos y Argamasilla de Alba, peón de cortijo, pintor de radiadores y pintor de paredes. En el 69 se alistó como voluntario en la División Acorazada Brunete, y sirvió casi un año en el Regimiento de carros de combate Alcázar de Toledo. (A su poesía no le gusta el recuerdo de esa aventura militar.) Un compañero de armas lo instó a educarse. A su vuelta ingresó en la Escuela de Ingenieros de Minas de Almadén. De esa fecha (1970-1973) datan sus primeros escritos: algunos ejercicios en prosa y verso que no se parecen a él. Durante sus estudios mineros brotó también en su ánimo el amor por la lírica japonesa. En aquel tiempo, Rayo creía que le interesaba más el fútbol que las letras. Su primer libro —que es de 1975— ya contiene algunos renglones que un discípulo suyo no rehusaría. El Rayo esencial tarda diez años más en aparecer, en el poema “Méntrida”. Casi inmediatamente La Sagra lo reconoce, lo aplaude, lo aprende de memoria, y también lo insulta. Como su poesía no tiene rimas, los opositores resuelven que no es poesía. Los partidarios contraatacan, invocando los nombres y los ejemplos de Enrique Heine, del rey David y de León Felipe. Inútil repetir la discusión, todavía corriente en el casino de Arcicóllar, aunque ya del todo arrumbada en los otros países del mundo…
En 1972, Rayo (entonces periodista de El orto de Torrijos) se casó. En 1981entró en el ABC; en 1982 hizo un piadoso viaje a Cáceres, tierra de sus mayores. Un par de años después publicó Silicosis y cinabrio. La dedicatoria es así: “Al sargento Torrijano, pintor de nocturnos y de rostros, grabador de vislumbres y de momentos, oyente de vientos azules de la tarde y frescas rosas amarillas, soñador y hallador, jinete de grandes mañanas en jardines, valles, batallas”.
Rayo ha recorrido las diversas islas e islotes del archipiélago japonés, dando conferencias, leyendo con lenta intensidad sus poemas, recogiendo y cantando viejos jaikus. Hay cintas de casete que registran la seria voz y la guitarra de Rayo. Las poesías de Rayo están compuestas en un castellano que se parece a su voz y a su modo de hablar: un castellano oral, conversado, con palabras que no están en los diccionarios y que están en las calles sagreñas, un castellano castizo en suma. En sus poemas hay un juego incesante de falsas torpezas, de habilidades que quieren pasar por descuidos.
Hay en Fernando Rayo una fatigada tristeza, una tristeza de atardecer en la llanura, de ríos cenagosos, de recuerdos inútiles y precisos, de hombre que siente día y noche el desgaste del tiempo. Whitman, en una Nueva York de tres o cuatro pisos, celebró las ciudades verticales que se tiran al cielo; Rayo, en el vertiginoso Arcicóllar, suele prever el tiempo remoto en que la soledad, las ratas y la llanura se repartirán los escombros de su pueblo.
Rayo ha publicado seis libros de poemas. Uno de los últimos se titula Buenos días, Sagra. Es autor, así mismo, de tres libros de cuentos y de una vasta bibliografía dedicada a distintos aspectos de la literatura japonesa.

Un poema de Rayo

Péndulo

Francisco, el alguacil, alias Ratón, cuelga de la viga maestra del pajar. Lleva todavía su gorra de plato. De joven fornicaba con muchachas púdicas, hoy madres respetables, a través de verjas insondables.
—¡Ven p'acá…! —decía, y aferraba a la temblorosa amante por la cintura con su correa, para poder tomarla.
Ahora pende como un muñeco, un almirante grotesco sin navío. Fuera, un sol radiante ilumina nubes algodonosas y felices. Las campanas omniscientes tocan a muerto. Un campo arado extiende sus paralelas hasta el remoto horizonte.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Matsuo Basho: Pequeño manuscrito en el morral (III)



PEQUEÑO MANUSCRITO EN EL MORRAL

I

Dentro de cien huesos y nueve orificios existe un ser llamado Furabo [también Basho —Banano—; antes Tosei —Pesca Verde—], monje parecido a una vela al viento; es de veras delicado, como un cendal de seda que una brisa podría lacerar. Desde hace tiempo se entretiene con versos locos. Así se gana la vida. Unas veces se hastía y piensa en abandonar, otras cree presuntuoso que puede rivalizar con cualquiera: estos sentimientos encontrados chocan en su ánimo y nunca hacen las paces.
Hubo un tiempo en que codiciaba ganarse una posición en el mundo, pero los versos locos se lo impidieron. Habría querido estudiar para espantar con la luz su ignorancia, pero ella le venció y finalmente, sin arte y sin talento, se vio obligado a esta única pasión de la escritura.
Un idéntico espíritu prevalece en la poesía japonesa de Saigyo (siglo XIII), conectado a su vez con Sogi (siglo XV), las pinturas de Sesshu (siglo XV), el el arte del té de Rikyu (siglo XVI). Es esta una elegancia que se expresa con la creación, en amistad con las cuatro estaciones. No hay nada que se contemple que no sea flor, nada de lo que se piensa que no sea luna. Quien no intuye una flor en cada forma es un bárbaro. Quien no posee un espíritu como una flor es una bestia. Está dicho: “Huye de la barbarie, abandona la animalidad, obedece a la naturaleza y vuelve a ella”.

II

Al inicio del mes sin dioses [décimo mes del año lunar], el cielo estaba incierto y yo me sentía sin anhelos, como una hoja en poder del viento.

Peregrino
quisiera que fuese mi nombre
con las primeras lluvias de otoño.

Y entre camelias de montaña
de nuevo alojarme.

Chotaro, que vivía en Iwaki, había agregado estos dos versos junto a los míos, mientras que Kikaku me ofreció organizar para despedirme un certamen de poesía.

Es invierno
pero flores de Yoshino
puede darte el viaje.


Estos versos me los ofreció el noble Rosen. Fue el primer regalo, al que se unieron poemas y escritos de viejos y nuevos amigos y de discípulos, algunos de los cuales me mostraron su generosidad regalándome un paquete con sandalias de paja. No fue necesario que me aprovisionara para el viaje de tres meses. Según los buenos sentimientos de cada uno, recibí vestidos de papel, mantas de algodón, sombrero y calcetines; de manera que no pudiera temer los rigores del frío, de la escarcha y de la nieve.
Y hubo quien ofreció en mi honor un banquete de despedida sobre una barca, quien me invitó a su casa de montaña, quien llegó a mi cabaña con pescado y sake. Festejamos así mi partida y todos manifestaron gran pesar por verme partir cual si yo fuese un personaje eminente a punto de emprender un viaje: verdaderamente excesivo.

III

En sus diarios de viaje, el antiguo y noble poeta Ki (siglo X), el monje Chomei (siglo XII) o la monja Abutsu (siglo XIII) agotaron las posibilidades de escribir con talento y sensibilidad, de tal forma que quizá todos seguimos sus huellas contentándonos con las migajas de su arte, sin destilar nada nuevo. Sin duda, el intelecto es escaso y el talento exiguo, de manera que solo igualarlos resulta imposible.
Alguien puede escribir que al alba llovía o que al mediodía volvió el sereno, que allí hay un pino o que aquí discurre un río, pero no poseerá el talento de Ko [Kotieken, el poeta chino Huang Tingjian, siglo X] o la originalidad de un So [Sotoba, el poeta chino Su Dongbo, siglo X]; por tanto, es mejor que se calle.
Sin embargo, varios presagios permanecen impresos en mi ánimo, y también el deseo de moradas de montaña y de albergues campestres se convierten en argumentos dignos de conversaciones, y para recordar el viento y las nubes he anotado sin orden temporal mis impresiones: consideradlos delirios de borracho, desvaríos del que duerme; concededme al menos vuestros oídos distraídos.

IV

Me detengo en Narumi.

“En el Promontorio de las Estrellas
la oscuridad mira”,
me grita el verso de un chorlito.

Cuando el noble poeta Asukai Masaaki se detuvo en aquella posada compuso este poema:

Lejana la capital,
de ella me separa
el vasto mar.

Se me dijo que quería escribirla y donarla.

A medio camino estoy de la capital,
nubes de nieve.

Deseando encontrarme con mi pupilo Tokoku, que vive en Hobi, en la provincia de Mikawa, primero mando un mensaje a Etsujin, después vuelvo sobre mis pasos a lo largo de veinticinco leguas. Aquel día me detengo en Yoshida.

A pesar del frío,
dormir en dúo
es confortable.

El sendero de Amatsu atraviesa algunos arrozales y es un paraje asaz frío por el viento que sopla del mar.

Día de invierno
incluso se hiela mi sombra
a caballo.

La aldea de Hobi dista cerca de una legua del promontorio de Irago. Limita con la provincia de Mikawa y el mar la separa de Izu; sin embargo, quién sabe por qué motivo, en la Recopilación de un millar de flores está considerada uno de los lugares famosos de Ise. Sobre este promontorio arenoso se recogen guijarros para el juego del go: son conocidos como “blancos de Irago”. En el Monte de los huesos se cazan halcones. Se dice que los halcones de Irago fueron celebrados por los poetas.

Alegría de ver
un halcón
sobre la peña de Irago.

V

Reparaciones en el templo de Atsuta.

Puras
en el terso espejo
las flores de nieve.

Recibido por la gente de Hosa, descanso algún tiempo.

En la nieve de esta mañana
quién será el que
Hakone atraviese.

Durante una reunión literaria escribí:

El vestido de papel
he planchado
para admirar la nieve.

Vamos, venid
a admirar la nieve
hasta caernos.

Durante otro certamen poético:

Siguiendo el aroma
una ciruela veo, en el almacén
bajo el canalón.

Mientras tanto vienen de Mino, de Ogaki y de Gifu personas que se entretienen en visitarme, y componemos juntos poemas colectivos.

VI

Después del décimo día del mes duodécimo abandono Nagoya y vuelvo a mi tierra natal:

Durmiendo en el viaje
he visto en el mundo mísero
la hoguera de los trastos viejos.

En la tierra de Hinaga, de la que se dijo: “No estaba comiendo en Kuwana”* arriendo un caballo y, mientras avanzo por la Cuesta del Bastón, la silla de montar se suelta y caigo:

Caído del caballo:
la Cuesta del Bastón
a pie.

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* Alusión a un verso humorístico de su contemporáneo Ihara Saikaku, donde se juega con el parecido entre topónimo Kuwana y el verbo kuu (comer).
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Eso dije, y por la tristeza olvidé aludir a la estación.

¡Ah, tierra natal!,
lloro sobre el cordón umbilical
en el fin de año.

Se suele decir que en la víspera de fin de año pesa el trascurso del tiempo, por lo que paso la noche bebiendo sake y olvido durmiendo el primer día del año.

No apareció
tampoco el segundo día
la primavera florida.

En el inicio de la primavera:

Aparece la primavera
en solo nueve días
en prados y montes.

Un luminoso día
levanta la hierba seca
un dedo o dos.

VII

En la provincia de Iga, del feudo de Awa, permanecen los restos de la morada del venerable monje Shunjo (siglo XII). Del nuevo Templo del Gran Buda de la montaña Goho solo queda el nombre, milenario recuerdo; los edificios están en ruinas, solo se aprecian las piedras de los cimientos, y donde se ubicaban las casas de los monjes ahora hay praderas; la estatua de Buda de seis palmos de altura, todavía íntegra, se yergue ofreciéndose a mi devoción, indudable testimonio de tiempos remotos: vierto abundantes lágrimas. Entre las artemisas y las enredaderas asoman pedestales de piedra con forma de loto y asientos con forma de león, por lo que me parece contemplar secos árboles gemelos.

Seis palmos,
alto el vapor
sobre las piedras.

Me detengo en el jardín de Sengin, mi difunto señor:

¡Cuán variados
recuerdos me evocan
los cerezos!

En la ciudad de Ise Yamada:

De qué árbol
es la flor, lo ignoro,
¡pero cómo perfuma!

Tormenta
en el mes en que se cambia de ropa.
Aún es temprano para la desnudez.

En las ruinas del templo Bodaisen, sobre la cumbre del monte Asakuma:

De este monte
la tristeza revélame,
oh buscador de boniatos.

Tatsu no Shosha, monje de Ise en el templo de la diosa Amaterasu:

De las tiernas hojas
de las cañas, primero
el nombre pediré.

Encuentro con el poeta Setsudo, hijo del poeta Ajiro Minbu:

De la ciruela
un nuevo árbol
florece.

Durante una reunión en una cabaña de paja:

Patatas enterradas,
y sobre la puerta de enredadera,
tiernas flores.

En el recinto sagrado no hay ni un ciruelo. Pregunto el motivo al sacerdote: me responde que no hay una razón concreta, simplemente no han crecido, salvo uno detrás del pabellón de las damas del templo.

Por las muchachas,
único y elegante,
flor de ciruelo.

En el recinto sagrado
una sorprendente estatua
del nirvana
[de Buda].

VIII

Transcurrido la mitad del mes del “renacer”, las flores de mi anhelante ánimo se truecan en el ramo roto que me guía y, cuando me dispongo a partir para admirar las flores del monte Yoshino, vino Tokoku a mi encuentro en Ise, aquel que intercambió conmigo una promesa en la peña de Irago. Afirma querer disfrutar conmigo la fascinación de las noches del viaje y acompañarme como novicio para ayudarme. Allí mismo tomó el nombre de Mangiku-maru [Muchacho de los Diez mil Crisantemos].
Es un nombre verdaderamente infantil y atractivo. En el momento de la partida, pruebo su deseo de jugar y le escribo en el sombrero:

Sin cobijo
en el cielo y en la tierra,
viajamos solos
.

Yoshino
cerezos y cedros mostrará
como un sombrero.

Mangiku-maru añadió:

A Yoshino
también yo le enseñaré
un sombrero de cedro.

Consciente de que demasiado equipaje es un estorbo para viajar, me deshago de mis pertenencias, salvo un traje de papel para la noche, una especie de estera de paja, una caja para escribir, pincel, papel, medicinas y una caja con provisiones; todo metido en un morral que me echo a la espalda: siento débiles las piernas y el cuerpo agotado, y avanzo con fatiga, como si retrocediera. Me afligen infinitas penas.

Exhausto
busco albergue,
flores de glicina.

IX

En Hatsuse, templo del Sendero del Valle, escribo:


En la noche primaveral
elegantes se retiran
a un rincón del templo.

Mangiku agregó:

Veo a los monjes
calzados con zuecos goteantes,
lluvia de flores.

Llegados al monte Katsuragi:

Contemplar quisiera
al alba entre las flores
el rostro divino.

Seguimos la ruta: el templo de Miwa, la montaña de Tafu no Mine, el paso del Ombligo, el camino que en Tafu conduce a la puerta del Dragón, donde el río Yoshine ruge impetuoso:

En el paso
en el cielo reposo
más alto que una alondra.


Las flores de la cascada
a un bebedor
quisiera dárselas.

Arremolinadas
caen las mimosas
en el fragor de la cascada.

Pasamos por la cascada de la Lavandera; seguimos hacia la cascada de Furu, que dista media legua del templo sintoista de montaña del mismo nombre. Después nos aguarda el salto de agua de Nunobiki, ubicado en el valle del río Ikuta, en la provincia de Tsu y, finalmente, la cascada de Minoo, de donde parte el sendero que leva al templo de Kachio.

Cerezos:

Buscar cerezos,
¡qué maravilla!
cada día, cinco o seis leguas.

Declina
el día sobre las flores:
¡qué triste el ciprés!

En el vendaval,
sobre la sombra, mientras bebo sake,
caen flores del cerezo.

Fuente bajo el musgo:

Lluvia primaveral:
destilada por los árboles
cae el agua pura.


Me detengo tres días por las flores del monte Yoshino. Contemplo el paisaje desde el alba al ocaso con el espíritu impregnado; el corazón se colma de encantadora melancolía desde la luna hasta el amanecer. Raptado por la poesía del noble Regente Fujiwara* (siglo XIII), conmovido por las “ramas partidas”* de Saigyo (siglo XII), animado por el “este, en verdad este”* del poeta Teishitsu (siglo XVII), no tengo palabras y, con gran tormento, solo puedo callar: maravillosa es la belleza del viaje que emprendí, pero qué decepcionante esta decisión.

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* Fujiwara no Yoshitsune: Velados están los montes/de Yoshino/y junto a la aldea donde caía/la blanca nieve/está la primavera .

* Los montes de Yoshino fueron muy amados también por el poeta Saigyo, que en 1187 escribió: Abandono el sendero/ que el año pasado con ramas partidas señalé /en el monte Yoshino/para visitar las flores/que todavía no he visto.

* Alusión a un famoso jaiku de poeta Yasuhara Teishitsu (1610-1673), discípulo de Matsunaga Teitoku: ¡Este, en verdad este/y no otro! /Los montes de Yoshino.

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X

Llegamos al monte Koya, donde se erige el templo de la Cumbre de Diamante:

De mis padres
me destruye la nostalgia
oyendo el verso de un faisán.

Mangiku compuso estos versos:

Remoto templo,
me avergüenzo de mi coleta
bajo las flores que caen.

Ya en la ciudad marítima de Waka:

A la fugaz primavera
en la bahia de Waka
he llegado.

Una vez en el templo de Mii nel Ki, herido en los talones como el poeta Saigyo, recuerdo el camino del río Dragón Celeste* y la cólera del santo cuando cayó del caballo*. Admirando la maestría de quien ha creado montes y llanuras, playas y mares igualmente espléndidos, sigo las huellas de los buscadores del Sendero, libres de los diversos ataques del mundo; exploro la verdad de quienes poseen sentimientos de refinada elegancia espiritual. Abandonada mi morada, no deseo nada; aún teniendo las manos vacías, no temo las trampas del viaje. Camino a pie, no me hago transportar en palanquín, y prefiero una cena frugal a un plato de abundante carne. No tengo obligación de detenerme en ningún lugar, no estoy obligado a levantarme al amanecer.
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* En La vida de Saigyo se cuenta un episodio que se produjo en este río: un guerrero obligó al monje poeta a deshacer parte del camino montado en una barca. Pese a la contrariedad, Saigyo, que había sido oficial de la Guardia Imperial, accedió con humildad.

* En el Tsurezuregusa (Horas de ocio), de Yoshida Kenko (siglo XIV) se cuenta un episodio ocurrido al santo Shoku, quien, en un estrecho sendero, fue empujado a un barranco por un criado que conducía el caballo de una dama. El monje, pacientemente, le dirigió un docto discurso sobre la prioridad de las damas ante los hombres, pero también de los religiosos sobre los laicos. Al concluir su sermón, el criado reconoció no haber comprendido nada, por lo que el santo le llamó tonto y se marchó.
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Solo tengo dos deseos: encontrar un buen refugio para pasar la noche y sandalias que se ahormen en mis pies. Mi humor cambia de hora en hora, día a día, y mis sentimientos se van renovando. Experimento una infinita alegría cuando encuentro un viajero que tenga, aunque sea en pequeña medida, elegancia de espíritu. No importa que se trate de alguien que suela evitar con desagrado las ideas anticuadas y la rigidez moral, si me lo encuentro a lo largo del sendero campestre, caminaré junto a él codo con codo, conversando, y si lo hallo en una cabaña de musgo, me produce una indescriptible alegría, como si descubriese una gema entre la piedras, oro en el fango. Y anoto el encuentro, proponiéndome referirlo enseguida de la manera más fiel: esta es una de las delicias del viaje.

Comienza el cuarto mes:

Me desprendo del abrigo
y me lo cargo a la espalda:
cambio de ropa.

XI

En el cumpleaños de Buda, en el transcurso de la visita de varios templos en Nara, veo nacer un cervatillo: acontecimiento maravilloso, dada la recurrencia.

En el cumpleaños de Buda
tuvo la gran suerte de nacer
un cervatillo.

Me inclino con respeto ante la venerable estatua del maestro Ganjin, fundador del templo Shodai, quien afrontó más de setenta veces los peligros de la navegación y se quedó ciego a causa de la sal que el viento le sopló en los ojos:

Con tiernas flores
las lágrimas de vuestros ojos
quisiera limpiar.

En Nara me despido de un viejo amigo:

Nos separamos
como los bifurcados cuernos
de un ciervo.

En Osaka, con un anfitrión:

Deleite
por quien viaja y conversa
de lírios.

XII

En el templo de Suma:

Aunque la luna exista
parece ausente
en el verano de Suma.

Al contemplar la luna
estoy insatisfecho
en el verano de Suma.

Estamos a mediados del mes de las liebres, el cielo está todavía cubierto y la luna perezosa: breve noche encantadora. Un tierno follaje oscurece los montes; al alba, cuando el cuco canta, el cielo comienza a aclarar hacia al mar y en los campos, que parecen muy altos, se descubren ondas de espigas de luminosos granos bermejos. Entre las cabañas de los pescadores se observan amapolas.

De los pescadores
el rostro observo
con las amapolas.

Suma se divisa hacia el este, al poniente queda el mar, pero los lugareños no parecen desarrollar actividad alguna. En los antiguos poemas fueron descritos como “goteantes de algas saladas”, pero ahora no parece que se dediquen a ese trabajo. Capturan con las redes peces llamados sillagos: los dejan secar sobre la arena y los cuervos se lanzan a cogerlos con el pico y después huyen. Los pescadores, furiosos, intentan espantarlos lanzándoles flechas de una manera que no va con ellos. Sería una falta grave si actuaran así recordando antiguas batallas. Deseoso de conocer el pasado, quiero ascender hasta la cima del monte Tetsukai, pero el muchacho que debe guiarme se muestra rebelde y vacilante. Intento animarlo de varias maneras, le prometo invitarlo a comer en la tienda de té, sobre las laderas del monte; finalmente acepta, aunque con reticencia. Considero que tenía cuatro años menos que el “muchacho de la aldea”*, que no llegaba a dieciséis. Me conduce por un sendero que asciende a lo largo de dos leguas. Lo sigo entre riscos y tortuosas rocas; a punto de despeñarme varias veces, me agarro a las matas de azaleas y de bambú enano: fue mérito de aquel guía, que me parecía tan poco fiable, llegar al fin, jadeante y sudado, a la cima, auténtico umbral de las nubes.
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*Re Orso que, según narra el Heike Monogatari [Historia del clan Taira], regateó con el general Minamoto, para guiarlo por las montañas hasta Ichi no Tani.
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Oh cuco,
¿puedes llorar ante las flechas
de los pescadores de Suma?

Una isla
donde se ha marchado
el cuco.

En el templo de Suma
oigo una flauta que nadie toca
en la oscuridad de los árboles.

Etapa nocturna a Akashi:

En la olla, el pulpo
en un efímero sueño:
luna de medio verano.

XIII

“El otoño en aquel lugar…” está escrito, y en realidad la verdadera belleza de estas playas pertenece al otoño. Allí permanecerán una tristeza y una melancolía inefables, y si presumiese poder explicar, aunque fuera una mínima parte, tales sentimientos, significaría que ignoro la pequeñez de mi talento. La isla de Awaji, que separa el mar de Suma del de Akashi, parece colocada con la mano. ¿Quizá se parezca este al paisaje de los países de Go [reino de la primavera] y de So [reino del otoño] al este y al sur respectivamente? Y en efecto, una persona culta que lo admirase podría compararlo a otros paisajes.
Al otro lado se divisa una montaña llamada Campo del Pozo del Arrozal, donde al parecer nacieron las hermanas Matsukaze [Viento entre los Pinos] y Murasame [Lluvia sobre la Aldea], amantes del príncipe Ariwara no Narihira durante su exilio. Avanzando de cima en cima se llega a un sendero que conduce a Tanba. Aquellos lugares tienen todavía nombres espantosos como “Vista de los tazones bocabajo”, “Cuesta impermeable”. En un punto llamado “Pino con una campana colgada” diviso al fondo las ruinas del castillo de Ichi no Tani. Los trastornos, los desórdenes de aquella época afloran espontáneamente en el ánimo y las visiones se me agolpan: la noble monja de segundo grado que estrecha en el pecho al pequeño emperador, la emperatriz que tropieza con la cola del vestido cuando sube a la barca con camarote, los asistentes, las damas de honor, las criadas, los armarios que guardan las arpas, los laúdes y otros objetos preciosos envueltos en tapetes y esteras; mientras la comida de su majestad cae al agua, presa de los peces, y las cajas con las vieiras se dispersan como algas ignoradas por los pescadores: en esta bahía persiste una milenaria tristeza e incluso en el rugido de las blancas olas resuenan ansiedades infinitas.

                                                              RICARDO      ...