martes, 6 de septiembre de 2011

El poeta y novelista Luigi S. Pellegrini

Nació en la ciudad de Soria el 13 de abril de 1950. Su padre, Arcangelo Pellegrini di Gianbologna, natural de Ferrara, se asentó en la ciudad del Duero como profesor de música y canto. Allí su batuta confraternizó con don Antonio Machado y Gerardo Diego, en el tiempo sucesivo en que tan insignes poetas ejercieron la docencia en el instituto de la capital, y animó la vida cultural soriana con veladas musicales y conciertos. Nuestro autor creció, pues, entre partituras y tertulias; el varonil cierzo que enfría el Urbión completó su adiestramiento. Una atribución verosímil pretende que la enigmática y sinuosa sigla de su nombre evoque el solar que le vio nacer.
La historia personal de Pellegrini, como la de ciertas naciones, se pierde en mitologías. Una de sus leyendas sostiene que en los años mozos se ganó la vida como tahúr en los casinos de su ciudad natal y en los de las localidades aledañas; otra le atribuye orígenes nobiliarios y asegura que ostenta el blasón de señor de Verrún, heredado por vía materna. Sabemos, con seguridad, que recibió una educación laica y cumplida en el instituto soriano y que publicó —a los diecisiete años— un largo estudio sobre Ibsen en la Revista de Occidente. El culto de Ibsen lo movió a aprender el Noruego. Hacia 1968 —desde entonces la paradoja nunca le abandona— escribió una diatriba contra el proyecto de que se fundara en Soria una compañía de teatro estable. La tituló El sudario del cadáver, donde ya esgrimía los principales argumentos contra el género dramático que siempre le acompañaron; el principal, que tras Ibsen no tenía sentido hacer teatro. En 1969 fue a París, a estudiar medicina. Siempre le atrajeron las obras vastas, las que abarcan un mundo: Dante, Shakespeare, Homero, Dean Martin, Aristóteles…

El novelista

Los primeros libros de Pellegrini no son importantes. Mejor dicho, únicamente lo son como anticipaciones de La vida exagerada de Machaquito de Hamburgo o en cuanto pueden ayudar a su comprensión. Pellegrini trabajó el Machaquito en los terribles años del tardo franquismo. Al dejar voluntariamente su patria, juró forjar un libro que perdurara “con las tres armas que me quedan: el silencio, el destierro y la sutileza”. Ocho años consagró a cumplir dicho juramento. Mientras el Criminalísimo completaba su ingente tarea de aniquilación, desde el Perú, Pellegrini, mientras tanto —en los intervalos de corregir galeradas en una insignificante editorial limeña o de improvisar artículos para la revista El inca beodo— componía su vasta recreación de la breve vida del diestro teutón. Más que la obra de un solo hombre, Machaquito parece la labor de muchas generaciones. A primera vista es caótico; el libro expositivo de su camarada literario Óscar Mishkin —El “Machaquito” de Pellegrini, 1992— declara sus estrictas y ocultas leyes. La delicada música de su prosa es incomparable.
La fama conquistada por Machaquito ha sobrevivido al escándalo que inicialmente produjo en los pacatos círculos literarios europeos y americanos. El libro subsiguiente de Pellegrini, Obra en gestación, es, a juzgar por las entregas publicadas, un tejido de lánguidos retruécanos en un castellano veteado de italiano y de latín.

El poeta

Es conocido el caso muy común del poeta que a veces hábil, es otras veces casi bochornosamente incapaz. Hay otro caso más extraño y más admirable: el de aquel hombre que en posesión ilimitada de una maestría, desdeña su ejercicio y prefiere la inacción, el silencio. A los diecisiete años, Jean Arthur Rimbaud compone el “Bateau ivre”; a los diecinueve la literatura le es tan indiferente como la gloria. Los goces peculiares de la sintaxis fueron anulados en él por los que suministran la política y el comercio. En la ciudad de Lima, en el año 1991, Luigi S. Pellegrini publica Cócteles, el mejor de sus libros y uno de los mejores de la literatura en lengua castellana; luego, misteriosamente, enmudece para la lírica. Hace veinte años que ha enmudecido; “de casi todo —suele repetir con Gil de Biedma— hace veinte años”.
Cócteles es un libro contemporáneo, un libro nuevo. Un libro eterno, mejor dicho, si nos atrevemos a pronunciar esa portentosa o hueca palabra. Sus dos virtudes principales son la limpidez y el temblor, no la invención escandalosa ni el experimento cargado de porvenir. Cócteles ha carecido, asimismo, del prestigio guerrero de las polémicas. Pellegrini ha sido comparado a Virgilio. Nada más agradable para un poeta; nada, también, menos estimulante para su público.
He aquí un poema que ha sido repetido en innumerables ocasiones en la soledad, bajo las luces de uno y otro hemisferio.

Vaga luz de primavera

Silencio de ventiladores,
la galería pálida
cobra sus ruidos cotidianos.
Silencio;
solo el batir leve
de la ropa en la cuerda.
El sol golpea
en el paredón blanco,
ciega:
ciega luz de mediodía
sobre la que la enredadera
trepa.
Vaga luz de primavera:
en pensativas flores blancas
nieva
su prestigio de nueva,
de irrepetible;
nunca otra luz como esta.


Tal vez otro poema de Pellegrini nos dé la clave de su inverosímil silencio: aquel que se sustenta en su desapego por el mundo.


Cierto asco

¡Qué noche para un suicidio!-oí decir.
Y era el sinuoso meandro
sobre negro lodo de inconsciencia.
Sentí cierto asco
ante el vómito del río,
monstruosa deyección de abandono.

La muerte era este rechazo,
territorio de blandura yerta,
cesión perpetua de la tierra,
franja fétida y dulzona
de pescados muertos
agolpados en la noche.

Propicia noche para un suicidio.

Pero
los suicidas eran los peces.

Siempre resulta difícil explicar una renuncia en la cresta de una ola de éxito. Tal vez la carrera literaria le pareciera irreal, esencialmente y en los halagos que se le pide; tal vez su propia destreza le hace desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil.
Es grato imaginar a Luigi S. Pellegrini atravesando los días de Lima, viviendo una cambiante realidad que él sabría definir y que no define: hechicero feliz que ha renunciado al ejercicio de su magia.

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