lunes, 5 de septiembre de 2011

Breve semblanza de Fernando Rayo

Alentado por los numerosos comentarios que los siempre curiosos lectores de La Rivoli han dedicado a El pequeño manuscrito en el morral, traducido por Fernando Rayo, he perpetrado algunas líneas para rememorar a este insigne polígrafo en una de sus dedicaciones más desconocida, aunque no por ello menos deleznable: la de poeta.
Fernando Rayo —acaso el primer poeta de La Sagra y sin duda el más sagreño— nació en Arcicóllar, provincia de Toledo, el 14 de abril de 1949. Su padre era un herrero cacereño, Rutilio López, empleado en los talleres del Ferrocarril de Bargas. Como los López abundaban en el taller, su padre se mudó a otro apellido más inequívoco y optó por el de Rayo.
Sin recurrir a la transmigración, Fernando Rayo —como Jorge Luis Borges, como Pablo Neruda, como sus compañeros Óscar Mishkin y Luigi S. Pellegrini— ha cursado muchos destinos, algunos de los más laboriosos. De los trece a los diecinueve años fue sucesivamente portero de discoteca, acomodador de cine, tramoyista, peón de un horno de ladrillos, carpintero, lavaplatos en hoteles de Talavera de la Reina, Torrijos y Argamasilla de Alba, peón de cortijo, pintor de radiadores y pintor de paredes. En el 69 se alistó como voluntario en la División Acorazada Brunete, y sirvió casi un año en el Regimiento de carros de combate Alcázar de Toledo. (A su poesía no le gusta el recuerdo de esa aventura militar.) Un compañero de armas lo instó a educarse. A su vuelta ingresó en la Escuela de Ingenieros de Minas de Almadén. De esa fecha (1970-1973) datan sus primeros escritos: algunos ejercicios en prosa y verso que no se parecen a él. Durante sus estudios mineros brotó también en su ánimo el amor por la lírica japonesa. En aquel tiempo, Rayo creía que le interesaba más el fútbol que las letras. Su primer libro —que es de 1975— ya contiene algunos renglones que un discípulo suyo no rehusaría. El Rayo esencial tarda diez años más en aparecer, en el poema “Méntrida”. Casi inmediatamente La Sagra lo reconoce, lo aplaude, lo aprende de memoria, y también lo insulta. Como su poesía no tiene rimas, los opositores resuelven que no es poesía. Los partidarios contraatacan, invocando los nombres y los ejemplos de Enrique Heine, del rey David y de León Felipe. Inútil repetir la discusión, todavía corriente en el casino de Arcicóllar, aunque ya del todo arrumbada en los otros países del mundo…
En 1972, Rayo (entonces periodista de El orto de Torrijos) se casó. En 1981entró en el ABC; en 1982 hizo un piadoso viaje a Cáceres, tierra de sus mayores. Un par de años después publicó Silicosis y cinabrio. La dedicatoria es así: “Al sargento Torrijano, pintor de nocturnos y de rostros, grabador de vislumbres y de momentos, oyente de vientos azules de la tarde y frescas rosas amarillas, soñador y hallador, jinete de grandes mañanas en jardines, valles, batallas”.
Rayo ha recorrido las diversas islas e islotes del archipiélago japonés, dando conferencias, leyendo con lenta intensidad sus poemas, recogiendo y cantando viejos jaikus. Hay cintas de casete que registran la seria voz y la guitarra de Rayo. Las poesías de Rayo están compuestas en un castellano que se parece a su voz y a su modo de hablar: un castellano oral, conversado, con palabras que no están en los diccionarios y que están en las calles sagreñas, un castellano castizo en suma. En sus poemas hay un juego incesante de falsas torpezas, de habilidades que quieren pasar por descuidos.
Hay en Fernando Rayo una fatigada tristeza, una tristeza de atardecer en la llanura, de ríos cenagosos, de recuerdos inútiles y precisos, de hombre que siente día y noche el desgaste del tiempo. Whitman, en una Nueva York de tres o cuatro pisos, celebró las ciudades verticales que se tiran al cielo; Rayo, en el vertiginoso Arcicóllar, suele prever el tiempo remoto en que la soledad, las ratas y la llanura se repartirán los escombros de su pueblo.
Rayo ha publicado seis libros de poemas. Uno de los últimos se titula Buenos días, Sagra. Es autor, así mismo, de tres libros de cuentos y de una vasta bibliografía dedicada a distintos aspectos de la literatura japonesa.

Un poema de Rayo

Péndulo

Francisco, el alguacil, alias Ratón, cuelga de la viga maestra del pajar. Lleva todavía su gorra de plato. De joven fornicaba con muchachas púdicas, hoy madres respetables, a través de verjas insondables.
—¡Ven p'acá…! —decía, y aferraba a la temblorosa amante por la cintura con su correa, para poder tomarla.
Ahora pende como un muñeco, un almirante grotesco sin navío. Fuera, un sol radiante ilumina nubes algodonosas y felices. Las campanas omniscientes tocan a muerto. Un campo arado extiende sus paralelas hasta el remoto horizonte.

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                                                              RICARDO      ...