domingo, 23 de octubre de 2011

Gentuza.

Economistas de fuste, analistas financieros y banqueros indignados empiezan a perder la paciencia con los políticos. Su disgusto se suma al de una población que empieza a estar de vuelta de esta democracia que ya sólo sirve para encumbrar a ineptos, corruptos y patanes. Qué mierda de políticos. El mejor impuesto es el que no se paga y el mejor político, el que goza de un retiro dorado en la butaca de  un consejo de administración o el que ya está muerto. Muertos y bien muertos habían estado hasta ahora, una vez alcanzado el gran objetivo: Que apartaran sus sucias manos del mercado para dedicarse a colocar familia y clientela, disputarse el presupuesto y reglamentar anos, fetos y fosas. La incompetencia y la indignidad de los padres de la patria escandalizan en las altas esferas empresariales y financieras y ya se escucha un clamor, un clamor que nace de la autoridad moral de quienes pueden presumir de tener entre sus filas a banqueros de la integridad de Alfredo Sáez, empresarios de raza como Ruiz Mateos, financieros ejemplares como los Albertos, jueces intachables como Pascual Estevill o industriales filántropos como Félix Millet  (y no ha recorrido mi horror toda la escala social)  y que siempre han sido conscientes de su abrumadora superioridad intelectual y ética sobre cualquier político. Los han tolerado, halagado, financiado porque eran, simplemente, un mal necesario. Pero ahora han descubierto que encima no sirven para nada, que la clase más pasiva de todas es la clase política.  Lo único que se les pide es que se echen a un lado, que no estorben, que no interfieran en el mercado perfecto y eficiente con regulaciones, supervisión, impuestos y normas. Y ahora que, gracias a su pasividad e irrelevancia está a punto de saltar por los aires todo el tinglado, son incapaces de arreglárnoslo. Qué gentuza...

miércoles, 12 de octubre de 2011

De teólogos y científicos



En 1496, a sus veintitrés años, Juan Pico della Mirandola publicó en Roma Conclusiones philosophicae, cabalisticae et theologicae, donde expuso novecientas proposiciones. Era su deseo discutirlas tras la Epifanía del año siguiente con sabios de las distintas culturas conocidas en el momento. El Papa Inocencio VIII frustró esta pretensión por encontrar en el prolijo postulado dieciocho tesis heréticas. Pico insistió en su pertinencia con una Apología, que el pontífice juzgó como grave pecado de soberbia y obstinación, por lo que fue excomulgado; pese a que huyó a Francia, acabó siendo detenido y encarcelado en la prisión de Vicennes.

Una de sus proposiciones afirmaba que ninguna ciencia da mejor prueba de la divinidad de Cristo Jesús que la magia y la cábala; otra proclamaba que el teólogo no puede estudiar las propiedades de las líneas y de la figuras sin peligro. La presencia en su biblioteca de los Elementos, de Euclides, y un ejemplar de la Geometría, de Leonardo de Pisa, prueban que él mismo había afrontado, siquiera momentáneamente, ese riesgo.

Tiempo después, una confirmación de ambas tesis se encontró explícitamente reflejada en el trabajo de los teólogos Gottfried Leibniz e Isaac Newton.

El alemán, al que se deben indudables avances en el ámbito del cálculo o de la lógica combinatoria, prodigó con generosidad su talento para teorizar sobre lo inexistente. Así, en la Monadología se establecen los fundamentos básicos del más allá: las mónadas. Estas vienen a ser a la Metafísica lo que los átomos representan en la realidad de los fenómenos. La Teodicea, sin embargo, especula con la justificación de las evidentes imperfecciones de la naturaleza, y concluye que este es “el mejor de los mundos posibles”, porque fue creado por un Dios perfecto.

El inglés —incuestionable genio al que la humanidad adeuda el intrincado cálculo infinitesimal, el análisis físico de la luz, la ley de la gravitación universal y las leyes de la dinámica— dedicó más tiempo al estudio de la Biblia que al de la ciencia. Se declaró arriano y combatió con insistencia el dogma de la Trinidad (An historical account of two notable carruption of Scriptures); solía firmar sus escritos de esta índole con el seudónimo Jeova Sanctus Unus. También aventuró variadas conjeturas sobre el advenimiento del “Dia del Juicio Final” (Observations upon the prophecies), que según él no acaecería antes del año 2060. Pero quizá su más arriesgada aportación se produjo en el ámbito de la alquimia: Newton estudió con ahínco la trasmutación de los elementos (The vegetations of metals) y buscó con denodado entusiasmo la piedra filosofal y el elixir de la vida (Teatrum chemicorum, De natura acidorun, Praxis…).

A pesar del desarrollo del método científico en la Edad Contemporánea, la idea de Dios ha seguido poblando la mente de los hombres de ciencia de nuestro tiempo, al menos como metáfora. Es verdad que el estudio de los conjuntos infinitos y transinfinitos de los números, promovido por el matemático Georg Cantor, no ayuda a clausurar la imagen de un ser superior: en el infinito cabe todo. Así, en la misma línea esotérica, los físicos del CERN, que buscan en su gigantesco acelerador de partículas el bosón de Higgs, han llamado a esta mota, fundamental e hipotética, la partícula Dios.

De una forma poética parecida, Albert Einstein, por ejemplo, creía en “un Dios que se revela en la armonía de todo lo que existe, no en un Dios que se interesa en el destino y las acciones del hombre”. El ilustre premio Nobel deseaba conocer cómo Dios había creado el mundo. Resumió así sus creencias: “Mi religión consiste en una humilde admiración del ilimitado espíritu superior que se revela en los más pequeños detalles que podemos percibir con nuestra frágil y débil mente”. Como Spinoza, Einstein creía que Dios es idéntico al orden matemático del universo. “Si hay algo en mí —afirmó en cierta ocasión en su correspondencia— que pueda ser llamado religioso es la ilimitada admiración por la estructura del mundo, hasta donde nuestra ciencia puede revelarla”.

En ocasiones, la idea de Dios ha servido también a algún científico del presente como estrategia comercial, lo que no deja de ser una variante del peligro sobre el que alertaba Pico della Mirandola. El astrofísico Stephen Hawking representa un significativo caso de esta perversión teológica. Siempre que lanza al mercado algún ensayo de divulgación científica, los diarios del mundo suelen recoger sus manifestaciones en dicho sentido. Recientemente, a propósito de la publicación de The Grand Desing — título que pretende provocar a los seudo científicos creacionistas— , afirmó: “Creo que el universo está gobernado por las leyes de la ciencia. Estas pudieron haber sido creadas por Dios; pero Dios no interviene para romper las leyes”. Semejantes aseveraciones juegan a desafiar puerilmente a las confesiones religiosas, si bien no dejan de ser retos vacuos. ¿Qué tipo de científico sería si afirmara lo contrario?

Resulta imposible agotar los ejemplos: nada se dirá de Charles Darwin y su prolongado dilema entre ciencia o creencia; baste, por referir tipos contemporáneos, con los investigadores Richard Dawkins y Francisco Ayala. El primero es un sociobiólogo empeñado en demostrar científicamente la inexistencia de Dios; el segundo, genetista insigne, admite que ciencia y fe siguen caminos separados, que no se interfieren.

No se pretende abordar aquí la sucesiva invención de Dios, proeza literaria incomparable, que parece ser consecuencia de un residuo biológico, unánime excrecencia de eso que los paleoantropólogos gustan llamar la mente simbólica, y que ni siquiera el ejercicio prolongado de la razón cesa. La única aspiración de estas notas consiste en subrayar lo cerca que en ocasiones bregan el mito y el logos, no entre sí, sino codo con codo, en su obcecada empresa por ofrecer la enésima explicación del mundo. Acaso, las vacilaciones de los hombres de ciencia muestren el humilde y justo convencimiento de que toda ley, aunque se acompañe de la etiqueta de “universal”, solo ha sido comprobada en esta insignificante y remota región de la Vía Láctea donde vivimos: si no existe la empiria universal, nunca se sabrá si las leyes que pretenciosamente formulamos se cumplen en cualquier rincón del cosmos.

La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo, no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que estos son provisionales. A pesar de los riesgos, la ciencia, su capacidad de repensarse, es lo único que nos queda. Lo demás son respuestas sospechosamente sencillas para satisfacer enigmas. Esperemos que siempre haya candidatos dispuestos a correr el peligro sobre el que alertaba Pico, determinados a desmontar una ley sin otra arma que la realidad, empeñados, aunque solo sea, en distinguir los sueños de la vigilia o en confirmar que más allá de las ecuaciones solo se alcanza el vértigo de la noche.

La noche…Teólogos que practican ciencia y científicos que escudriñan a Dios, también nos ayudan a intuir esa identidad.

martes, 4 de octubre de 2011

Apostillas a un texto apócrifo




"Los espejos y la cópula son abominables
porque multiplican el número de los hombres"

JORGE LUIS BORGES







En tiempo de perturbación, no hacer mudanza, predicaba aquel legionario a lo divino, Ignacio de Loyola. Y esto viene a cuento por un hecho maravilloso sucedido recientemente en este mismo blog. El prodigio, de naturaleza borgiana, es un presunto escrito que me pareció ver y leer y al mismo tiempo desaparecer, semejante a la dulce contemplación del discurrir melancólico de las aguas del Guadiana.

"Es tierno y alado esperar la llegada de la primavera y de los amigos", pensaba Confucio. Y yo añadiría que también lo es la desaparición de ambos. El caso es que sueño o perpleja vigilia pude disfrutar de su contenido y fantasear con las múltiples sugerencias que me provocaba. Si, como creí entender, Dios era la ardorosa referencia del artículo y el eterno objeto del deseo, tanto de teólogos como científicos, todos los pensamientos se pierden en el infinito como el miedo de noche. Digas lo que digas de Dios, dirás mentiras, opinaban humildemente los místicos. Tal vez, sólo nos quede el consuelo de aquella teología negativa que buscaba a Dios donde no estaba. Porque poco o nada sabemos de este asunto, y no sólo porque el tema sea complejo y la vida breve, que también, sino más fuertemente por la infinitud del tema, y siempre se ha sospechado que la idea de infinito amenaza cualquier otra idea.

El fantasmal y delicioso escrito que soñé leer ofrecía datos históricos sobre la búsqueda filosófica y científica de ese Otro que se esconde más allá de todos los desiertos. De cómo ambos caminos se entremezclaban e interferían mutuamente, y de cómo el cuerpo carnal de Dios (y el materialista Spinoza intuía conmovido que lo tenía) nadie conseguía percibirlo o tocarlo. Nuestra pobre alma (mera idea del cuerpo, según el filósofo) sólo puede anhelarlo vigorosamente y esperar sosegados a que las palomas de sus labios ilimitados nos besen, ya muertos, los párpados.

Todo esto tendrá sentido si nos desazona la materia de tanto dislocado discurso; y a nadie más que a los no creyentes les horada las íntimas entretelas tal cuestión. Por lo demás, y vuelvo al escrito ensoñado, los viajes de la magia y la cábala que emprendieron con temor y pasión los pensadores renacentistas, desconozco los territorios que pudieron o puedan descubrir, si nos traen o no un puñado de tierra que Aquel pisó. Más torpe y desalentado, prefiero el goce modesto de las palabras, y la amistad de hombres inteligentes como el autor del supuesto escrito.

domingo, 2 de octubre de 2011

Sobre el pulidor de lentes Benito Spinoza



Dedicado al muy docto y culto conde Montenegro, sin cuya amistad y protección la vida sería más oscura



Una luz de miel penetra como el cansancio en el taller de Baruch Spinoza. Sentado frente a su mesa de trabajo, su mirada se abisma en los destellos de unos lentes recién pulimentados; de su mano derecha resbala un manuscrito del que se acierta a ver el título en castellano: Apología para justificarse de su abdicación de la sinagoga. Acaso la memoria de una antigua injuria familiar le hizo emplear esa lengua, que ahora enciende la herida de la pestilente ceremonia de su expulsión. Aún siente sus labios desollados por el olor de aquellas velas, el sudor punzante de su frente que provocaba la cera derretida y la humedad del río. ¡Dios de mis padres, qué abominación es ésta, aquellos que fueron hostigados y no se les dejó compartir el pan y los serenos cielos de Portugal y España, ahora flagelan y humillan a sus propios hermanos!

Tiemblan las palabras, no la pluma, cuando tu único designio es la libertad, consistes en ella, te amamanta su leche bravía. Así empezó a vivir Spinoza fuera de su Amsterdam natal; con el temple de este nuevo y severo amor traza los escritos de su pensamiento. Un río diferente, el Rin, y la casa de un amigo le conceden la posibilidad de que este fuego creador pueda hablar bajo la calma azul de la noche. Ordena sus numerosas notas y observaciones para reformar el entendimiento y la forma de percibir la realidad. Un austero arrebato de pájaros le levanta el cuerpo y la mente ( “Nadie sabe de lo que es capaz el cuerpo” , intuirá con vehemencia). Dios mismo se le aparece bajo la forma de la Naturaleza y las cosas mismas no son más que el deseo de perseverar en lo que son, los árboles, las rocas, los alimentos, el invierno, la infancia o este cuerpo que se cree enamorado. No importan las mudanzas y cambios, en su naturaleza tienden a ser siempre iguales, aunque se oculten por un tiempo.

Los antiguos dualismos del pensamiento occidental se derrumban como secretas lágrimas en su conciencia. Escribe enajenado su Etica y sabe que no cabe esconder la clarividencia de estas llamas, que sólo el rigor de la lógica matemática y el lenguaje geométrico pueden transmitir con precisión y transparencia su mensaje. A veces, el furor le puede y la memoria, siempre impura, le acerca la imagen doliente de su padre Michael, el agua oscura de su tristeza , cuando el adolescente Baruch atendía conjuntamente el comercio familiar de importación en Amsterdam. Pero pronto se yergue la vida y el deseo de escribir y celebrar la libertad, ahora que el celo represor de los inquisidores religiosos parece alejarse.

Asentado en La Haya, traza las últimas palabras de la obra: “Lo excelso es tan difícil como raro”. Ese polvo estricto con el que están escritas todas las vidas va a cebarse con sus pobres pulmones, ahogándolos en sombras por las emanaciones del pulimento de los cristales. ¿Para qué sirve proclamar la libertad de sólo pensar en la vida si la muerte se acerca y acecha las débiles luces de estos días? Tal vez el conocimiento sólo añada dolor, como nos dice la Biblia, y no nos pueda dar la alegría, ese adusto olor a hierba recién cortada, a encendido alimento tomado en silencio.” También la historia avivará la oscuridad de estos momentos. Los agrios vientos de la represión política y la intolerancia religiosa impedirán la publicación de la “Ética”, le obligarán a difundir encubiertamente su “Tratado teológico-político”, porque la “libertad de pensar y decir se ve oprimida por los predicadores”



Hospedado desde hace años en casa del pintor Van der Spick, su pecho se va consumiendo, y no sólo por un oficio que le da la única paz que disfruta, trabajar en la comprensión humilde de Dios o la Naturaleza en cada llameante fulgor de los pulidos cristales,sino más fuertemente por el dolor que le causa la ignominia de los hombres. Sentado ante la mesa de su cuarto, apoya lánguidamente su brazo derecho sobre dos libros apilados: uno es de Galileo y el otro de Descartes. Los dos ultrajados en la expresión de sus pensamientos por la ferocidad del poder. Tampoco puede alejar de su mente el cruel linchamiento en las calles de La Haya de su amigo y protector de las libertades Jan de Witt.



Ni siquiera el blanco aroma del queso o esa sensación a mañana despojada del pan, que componen su frugal cena, consiguen apaciguar su ánimo. Una evocación de sí mismo a los dieciséis años, planteando serias dificultades teológicas en la sinagoga, le trae imágenes de los canales de Amsterdam, la desazón que los reflejos de sus aguas provocaba en sus creencias. También el amargo recuerdo de aquellos años del pobre médico y teólogo judío Uriel da Costa, obligado por la infamia de la comunidad religiosa a suicidarse, a desaparecer como una flor seca. Con el automatismo de un sonámbulo saca del fondo de un cajón un retrato, oculta pasión de quien, a fuerza de tocar con sus manos los cristales, siente miedo de los espejos. Es el retrato de una joven que representa el único episodio amoroso de su vida, cuando quería investigar las emociones “como si fueran líneas, planos y cuerpos”.



Quizá al subir a su habitación la última noche de su vida, escribió una carta confesando su pesar por aquel amor perdido, o tal vez no lo hizo, pensando que a fin de cuentas todo lo que hacemos y vivimos es repetir una infinita ausencia.




                                                              RICARDO      ...