sábado, 26 de febrero de 2011

Al amigo muerto con mi cariño y agradecimiento a los poetas César Vallejo y Miguel Hernández

Te espero en la taberna el alma abierta:
la luz y claridad del compañero;
hoy inunda el cinc de azul y enero
tanto sol que hiere a tumba puerta.

Me bebo tu recuerdo todo entero
y el vaso a cada paso me despierta
la sed que sólo sacia amarga y cierta
la memoria que a tragos yo requiero.

Con tu memoria a veces sobrevivo
a asaltos del presente y del futuro;
y del pasado y el verso que concibo

sólo queda el poso frío y duro
de saberte tan ahí ya nunca vivo
tan amigo, tan azul, tan alto y puro.

viernes, 18 de febrero de 2011

Enxiemplo enmarcado de los dos montes

Una vez estaba hablando el conde Fernando con Montenegro, su consejero, y le dijo: —Maestro, hace poco, a propósito de algunos textos que he publicado, dos amigos que me quieren han escrito loas hiperbólicas sobre mi persona que me sorprenden y me hacen sospechar que tal vez de esta manera pretendan hacerme ver que me dejo arrastrar por un alto concepto sobre mí mismo y que no soy consciente de que me expongo al ridículo ante numerosos lectores. Esta cuestión me ha hecho reflexionar y preguntarme por qué escribo y no encuentro respuesta más apropiada para el caso que la necesidad de buscar aprobación en los demás, la urgencia del aplauso y del encomio a cualquier precio. He leído las justificaciones que otros autores, más dotados que yo, dan al mismo interrogante y no me convencen del todo. Hay quien dice escribir porque la literatura es una forma de conocimiento que proporciona un cumplido entendimiento de la realidad; otros aseguran que escriben para ahuyentar sus temores; los más afirman que la literatura es una vía de comunicación que les permite entrar en sintonía con gran número de personas; algunos incluso, más modestos quizá, sostienen que es una humilde manera de distraer las tardes; hay quienes llegan a decir que fabulan porque la vida no es suficiente. A mí ninguna de estas respuestas me satisface ni se adecuan a mi manera de sentir. Además dudo de su sinceridad, pues ninguno confiesa que escribe para ganar dinero, si bien la mayoría obtiene buena recompensa por su dedicación a las letras. El instinto me dice que quizá deba abandonar mi tarea literaria, pero antes quisiera saber qué me aconsejáis en este asunto. —Señor conde —dijo Montenegro—, en cierta ocasión, durante una entrevista, le preguntaron a Borges cuál era su principal defecto, a lo que respondió que la vanidad. Después le inquirieron sobre su principal virtud: “La modestia”, dijo el genial argentino, tan amigo de las paradojas. Entre estos dos polos se desenvuelve no solo la escritura, sino toda actividad humana. Pero permitid que añada otra elocuente historia al respecto. En abril de 1336, Francesco Petrarca, cuando apenas contaba la edad de treinta años, decidió escalar junto a su hermano menor y sus respectivos criados el Mont Ventoux, sin otro motivo que respirar la ligereza del aire en su cumbre y contemplar desde lo alto la magnificencia del valle del Ródano. De hecho, esta expedición se considera el primer antecedente de la escalada deportiva. Durante la fatigosa ascensión, mientras su hermano atacaba directamente la ventosa ladera de la montaña, Petrarca intentó buscar la senda que le llevara hasta la cumbre con el menor esfuerzo, aunque ello significara en ocasiones tener que descender, lo que inevitablemente le obligaba a recorrer una mayor distancia. Sin embargo, después de largos vericuetos, comprendió que sólo coronaría el monte si, al igual que su hermano, se decidía a tomar el camino más empinado. Cuando llegó exhausto a la cima no pudo evitar analizar su actitud en clave alegórica. Así lo escribió en una epístola dirigida a su amigo el agustino Dionisio da Borgo Sansepolcro (Rerum familiorum, IV, 1): “cuando hayas vagado durante largo tiempo, habrás de ascender hacia la cima de la vida beata bajo el peso de un esfuerzo pospuesto de manera inoportuna o te deslizarás indolente en el valle de tus pecados”. Una vez repuesto, se deleitó en la contemplación del paisaje: las nubes bogaban a sus pies; al este, en dirección a su amada Italia, se erigían con aparente cercanía las escarpadas moles de los Alpes; en el norte, dulces campos y colinas suaves extendían un tapiz hasta Lyon; mirando al oeste atisbó la pincelada zarca del mar, hacia la cual discurría la curva del caudaloso Ródano que, desde la altura, era solo un alfanje plateado y roto. Junto a su hermano, sentados ambos sobre una peña, Petrarca sacó del bolsillo un pequeño códice de Las confesiones de san Agustín, que siempre llevaba consigo, y lo abrió al azar para leer en aquel lugar tan cercano al cielo. Cuál no sería su sorpresa cuando su voz encontró estas palabras del obispo de Hipona: “Los hombres llegan a admirar los altos montes, las olas gigantes del mar, el amplio lecho de los ríos, el vasto círculo del océano y el camino de las estrellas. Pero se olvidan de lo más importante, y no se admiran a sí mismos”. Aquellas líneas parecían estar escritas para él, pensadas para ser leídas en aquel preciso momento. Como es fácil imaginar quedó profundamente conmovido. Horas después, tras un silencioso y largo descenso, en la soledad nocturna de la fonda donde se hospedó la expedición, Petrarca escribió a propósito de aquel crucial instante de la cumbre: “me quedé estupefacto, lo confieso, y rogando a mi hermano, que deseaba que siguiera leyendo, que no me molestara, cerré el libro, enfadado conmigo mismo, porque incluso entonces había estado admirando las cosas terrenales, yo que ya para entonces debía haber aprendido de los propios filósofos paganos que no hay ninguna cosa que sea admirable fuera del espíritu, ante cuya grandeza nada es grande”. Empequeñecido así el Monte Ventoso y todo lo que la vista hubo contemplado desde lo alto, el joven poeta experimentó una lección reveladora, un baño de humildad que le podría animar el resto de su existencia hacia la vida interior. Ved, noble conde, cómo reflexionaba: “así yo también encontré en el breve pasaje citado la razón y el límite de toda mi lectura, meditando en silencio cuán faltos de juicio están los hombres, pues descuidan la parte más noble de sí mismos, se dispersan en múltiples cosas y se pierden en vanas especulaciones, de modo que lo que podrían hallar en su interior lo buscan fuera de sí”. Este es el tipo de experiencia que, cabría suponer, conduciría a un hombre sensible y devoto como Petrarca al silencio, a la concentración solipsista; el trance que le haría desistir del vanidoso halago de los hombres para recoger su talento en la soledad de una celda, dedicado a leer, a pensar y a conocerse, haciendo buenas las palabras que lejos de allí, en otro tiempo remoto, el sabio Lao Tse acuñó: Sin salir de la puerta se conoce el mundo, Sin mirar por la ventana se ven los caminos del cielo, Cuanto más lejos se sale menos se aprende. Pues bien, pasados apenas cinco años desde este episodio, Petrarca sucumbió a la tentación del mundo. Poco duró en el amante lejano de Laura la aspiración a la vida beata. En 1341 recibió dos propuestas para ser laureado al estilo de los antiguos poetas, como Dante fue coronado por Beatriz en el Paraíso. Una invitación le llegó del canciller de la Universidad de París; la otra, desde Roma, por los buenos oficios de los Colonna, mecenas del aretino, quienes vieron la posibilidad de reforzar su posición mediante aquel acto solemne. Lógicamente, Petrarca se inclinó por el ofrecimiento romano. Cabría conjeturar que lo hacía convencido de la trascendencia de su obra; sin embargo, por aquel tiempo, el sabio filólogo apenas si había escrito quince poemas en latín, además de haber iniciado dos textos ambiciosos: De viris ilustribus y el largo elogio Africa, cuyos hexámetros deberían ensalzar las virtudes del casto Escipión. También tenía escritos algunos de sus reconocidos poemas en toscano, a los que el propio Petrarca quitaba importancia llamándolos naugellae. Todo esto indica que el laurel de los dioses le fue otorgado no tanto por su talento poético, como por sus relaciones políticas. Desde Vaucluse se trasladó a Nápoles, donde se entrevistó con el rey Roberto de Anjou. Después partió hacia Roma para la ceremonia laudatoria en el panteón de Agripa, en cuyo seno Ursus d’Anguillara depositó sobre la egregia testa la corona de laurel y le otorgó el Privilegium lauree que certificaba la coronación y la carta de ciudadanía romana. Tras el acto solemne, en un rapto devoto y quizá de falsa modestia, Petrarca depositó la corona de humildes hojas en la tumba de Pedro. Vos, señor conde, es preciso que reconozcáis que nada de lo que hacen los hombres escapa a la vanidad y a la modestia, por lo que podéis seguir escribiendo sin que os deba preocupar lo que otros piensen, sea esto bueno o malo, pues los juicios también responden a dichas imposiciones. El conde Fernando vio que Montenegro le había aconsejado muy bien, obró según sus recomendaciones y le fue muy provechoso hacerlo así. Y, viendo Negro Black que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este blog e hizo estos versos que condensan toda su moraleja: Entre la modestia y la vanidad debe encontrar el hombre su verdad.

jueves, 17 de febrero de 2011

Bodegón con oreja y mejillón en salsa. (Óleo sobre lienzo. 1998)


Entre asomada y descubierta, y de batida en batida hay que reponer las fuerzas. El pueblo es de Castilla. Un pueblo de tantos con su iglesia en pie, su palacio en el suelo, su ayuntamiento balconado y berlanguiano y sus viejas calles desiertas que saben tener un momento dulce cuando la última luz del día las baña con los relumbres dorados de las trigos y una brisa propicia les regala los perfumes paleozoicos del pinar. Un pueblo que empieza justo donde termina el sembrado y donde al calor de un nutrido grupo de bares se ha establecido y prosperado una comunidad de labradores, ganaderos y exiliados ponedores que retornan por San Juan con instinto y algazara de una bandada de grullas. Estos benditos bares son (quizá siempre lo han sido) el alma de Castilla. El café del alba; los aperitivos de mediodía; otra vez el café y la copa con la brisca de la sobremesa; otra vez los aperitivos del crepúsculo; y otra vez las copas de las madrugadas. La vida pasa, a veces galopa, a veces trota y a veces fluye como un hilillo de aceite sobre la barra. Se tejen enemistades oscuras, se cruzan halagos y desafíos o se forjan alianzas y amistades eternas. Se leen los bandos, los periódicos, los programas festivos y los carteles taurinos. Se habla alto o nada, se cavila pero sobre todo, se convida. Se convida siempre y mucho: a los amigos, a los conocidos, a los desconocidos, quizás a los muertos.


Cada uno tiene su personalidad, su temporada, sus horas, su clientela, su especialidad, su atmósfera y su secreto, pero es dislate pensar que todo eso pueda ser revelado en un día, en un mes o en un verano. En cierto modo, este viaje, este Gradus ad Parnasum con todos sus peldaños, es un viaje que nunca termina porque es un trayecto circular y obsesionante y cuando uno cree que ya lo ha visto y probado todo es cuando se da cuenta de que acaba de empezar. Los bares, los bares... ¿Y las plazas? ¿Y las calles? Sí, hay dos plazas, una con gran animación y afluencia, que es precisamente la que goza de la presencia de cuatro establecimientos con sus correspondientes terrazas. En cuanto a la otra, siempre está desierta. Respecto a las calles, cumplen una función excelente: conectan los bares entre sí y nos permiten ir de uno a otro con una relativa comodidad post-sembrado.

En la plaza es de rigor comenzar por el bar Las Torres. Aquí pisamos terreno firme y soportalado. Es un establecimiento espacioso y rectangular con una barra tan larga como su lado más largo donde incluso en el frenesí de una mañana de Domingo siempre es posible abrirse un hueco. Dirigirle la palabra al jefe es como meter el dedo en la boca de un congrio. Representante ilustre de ese gremio de mesoneros desengañados y ariscos que han llegado a tal punto de despecho que la figura del cliente les inspira una repugnancia invencible. Pero en la hostelería, como en el amor, a mayor desdén, mayor aprecio. Mientras él vomita dicterios y desplantes, la estoica parroquia trasiega con fruición su cerveza, sus platillos de calamar, su pulpo, su oreja, su jeta, su morro... Para que nadie se llame a engaño el decálogo de la casa siempre había estado a la vista en lugar bien visible:

A lo que da derecho un vaso de vino:
1. A sentarse.
2. A ver la televisión.
3. A jugar a las cartas.
4. A pasar la tarde.
5. A leer los periódicos.
6. A gastar servilletas.
7. A hacer aguas menores.
8. A hacerlas mayores.
9. A gastar papel.
10. Y a decir que el dueño gana mucho dinero.
Pero este año, en una brillante operación de marketing destinada quizá a captar nuevos parroquianos, el cartel ha sido retirado discretamente.

Salir de aquí, cruzar la plaza y penetrar en las lobregueces del bar Manuel es como caerse al Atlántico Norte desde la tercera cubierta del Queen Mary. El incauto forastero que acceda por primera vez al local pensará que ha habido un error, que esto no puede ser un bar, que ya te lo decía yo, que esto en un domicilio, que aquí vive alguien con fotofobia. Las pupilas, que empiezan a dilatarse, le dejan entrever entre las sombras un par de mesas de patas metálicas, un armatoste de color berenjena que recuerda la barra de un bar y en el rincón más lóbrego y tenebroso, un futbolín para jugar de oído. Y por fin, una presencia humana, sí, ese sujeto que se frota las manos y sonríe de forma enigmática detrás de un pequeño puchero. Sobre el mostrador, la desnudez es absoluta. Ni una bandeja, ni una lata, ni un platillo. Sólo el grifo de la cerveza y el puchero, que en medio de esta desolación va adquiriendo poco a poco una gravitación obsesionante. Si se examina con cierta atención, el puchero, un puchero casero, veterano, insignificante produce un abatimiento definitivo. Alguna vez fue blanco con una voluntariosa cenefa de colores que viejas lenguas de fuego han ido royendo con la pátina de una carbonilla indestructible. El puchero, como es natural, permanece inmóvil e inodoro cubierto con su correspondiente tapa que vela el misterio de su contenido. El parroquiano hambriento no pasará por alto la oferta de la casa, que el propietario ha escrito con tiza en letras mayúsculas sobre un pizarrín: OREJA. TORTILLA. MEJILLONES. Oreja. Se ha terminado. Tortilla. No está hecha. Pues mejillones. ¿Uno? Bueno. ¡Uno! Retira la tapa y con una cuchara sopera coloca la pieza en un platito y derrama por dos veces sobre el bivalvo una salsa espesa y grana que rebosa los bordes... Una salsa picante, penetrante, deliciosa y adictiva, una delicatessen de Parador. Estos mejillones se facturan a 50 pesetas. 50 pesetas la unidad, se entiende. Esto puede parecer un abuso. De hecho es un abuso antes de probar la salsa. Después, significa que por quinientas pesetas puedes comerte diez. ¡Diez mejillones y veinte cucharadas de ambrosía! Cuando los mejillones se acaban, pega cuatro voces y una aristocrática joven que emerge de las sombras lo retira y desaparece por otra puerta donde en las enigmáticas circunstancias de siempre se procede a recargar el puchero. Manolín, ni muy frecuentado ni muy estimado, motejado de hipócrita, sacacuartos y cortabolsas es, en realidad, un genio incomprendido que ha llevado el concepto de especialidad a sus últimas consecuencias. Hasta tal punto que cuando el puchero se vacía por última vez, como la oreja se terminó, la tortilla nunca se hizo y mejillones ya no quedan, la clientela se desvanece y el bar cierra sine die, sin esperanza, sin salsa y sin horarios definidos.

Hora de buscar consuelo en una nueva ermita.

lunes, 14 de febrero de 2011

Breve e inevitable (y espero que perdonable) apología de Negro Black

¿Quieres ver lo que no vieron ojos humanos? Mira la luna
¿Quieres oír lo que los oídos no oyeron? Oye el grito del pájaro
¿Quieres tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tierra.
Verdaderamente digo que Dios está por crear el mundo.
JORGE LUIS BORGES: "Los teólogos"
Con la misma inutilidad y ferocidad esenciales que tienen los exabruptos, quisiera entonar un encomio, sincero y falaz como todo en la vida, a la memoria viva de Negro Black, en la nebulosa creencia de que no existe. Igual que "en la noche de las noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros", así discurren en su escritura ríos de irónico ensueño, fértiles tierras en las que descansar tanto aburrimiento. Poco importa la insoportable miel de estos elogios, son tan ciertos como la severidad azul de ciertas mañanas.
Yo, torpe amanuense de lo que no sé qué pienso o siento, intuyo que, al igual que si Dios no existiera, no habría necesidad de inventarlo, si Negro Black existiera, habría que reinventarlo. En este ejercicio humorístico que es toda tarea intelectual y creativa, yo invoco a los espejos como compañeros inexorables de todas nuestras actividades para recordar cómo se multiplican los errores (incluidas estas caóticas palabras) cuando las defendemos, como egregiamente hace Negro Black, con ingenio e ironía (así también lo hizo el heresiarca Juan de Panonia ante sus inclementes acusadores, a decir de Borges).
Sinceramente, y sin querer ocasionar más tedio ni cansancio, digo que a Negro Black le conozco desde el principio de todos los tiempos, pero nunca hasta ahora le había disfrutado. Perdonad todos esta sangría verbal sin orden ni concierto. Algo tiene que ver una leve ebriedad y una honda melancolía. Un abrazo.

domingo, 13 de febrero de 2011

A propósito de la vida

De la vida me acuerdo,
pero dónde está

Jaime Gil de Biedma




Es tan difícil el olvido,
consistir en su cuerpo sin ausencias,
seguir esperando a la vida que regrese
con sus labios mojados del invierno.
Todavía recuerdan tus huesos
cuando te volvías a mirar los movimientos del amor,
su desperezo salvaje de amanecida.
El mundo siembra en derredor un silencio de espinas
y acaso un niño descubre en su habitación
a su padre muerto.

Porque hay vida y no muerte
en cada abrazo de despedida,
el susurro lejano de los mares
llorando en tus cansados ojos,
y luego está la injusticia con sus perros gangrenados,
la amarilla luz de la discordia
que lanza sus monedas al fondo de los corazones.

Y también la belleza acariciándose
con el dolor y la miseria, como un hedor acostumbrado.
¿Qué puede decir esta pobre carne herida
si las palabras crecen y se matan
sin saber nunca lo que amamos?

lunes, 7 de febrero de 2011

Recuerdos adolescentes de Unamuno




...Recuerdo un profesor de Salamanca -Unamuno se llamaba-
que cuando nosotros entrábamos por entre los dorados cardos de las
aulas... hacía seis o siete años que había sucumbido en una guerra
nuestra que hubo alla cruzando los amargos campos de mar a mar
de aquella tierra...
Agustín García Calvo





De niño, me confió para su lectura mi padre "El sentimiento trágico de la vida". ¡Qué revuelo de extrañezas se encendieron en mi pueril cabeza! Porque yo poco o nada había leído, alguna novela de Julio Verne acaso, y, de pronto, como ese viento áspero que se levanta en la meseta, posaba en mis manos el febril latigazo que aquel viejo trazara con el fuego de su alma fatigada. También me enseñó mi padre dos fotos: una primera saliendo de la Universidad de Salamanca en octubre de 1936, junto al obispo Pla y Deniel, flanqueado por un mar hostil de brazos en alto luego de su enfrentamiento con el demediado general Millán Astray. Y una segunda, de tiempo anterior, en la que aparece sentado en paralelo al río Tormes con la ciudad de Salamanca al fondo. Las dos eran fotos de guerra: la del obispo que bendecía la "Cruzada" con los airados falangistas en derredor se toma ya declarada la guerra civil; y la más solitaria y sosegada, mirando a un horizonte seguramente negro, porque ýa presentía la sangre que iba a ser incivílmente derramada. En ambas, no se ven pero se adivinan buitres sobrevolando las aguas, los uniformes y las sotanas.
Es el caso que al niño que yo era, las dos fotos y el libro (no entendido pero sí extrañamente sufrido) le provocaron un cataclismo interior. Para mi ingenuidad sin conocimiento, aquel anciano se me revelaba augusto y digno, con una fortaleza moral (esto lo conceptualicé mucho más tarde) que modelaba a dulces martillazos mi pobre musculatura humana. Por las noches, aprovechando la cálida blancura del insomnio, me decía hasta dormirme su nombre, su dolor daguerrotipado. Sentía con sus imágenes el austero olor de aquel río que no había visitado y, aunque eran fotos en blanco y negro, a mí siempre se me representaban con una tonalidad de oro cruel y cansado.
Con el paso del tiempo, releí el libro y otros más, recabé, o simplemente me vino, información sobre su vida, sus dudas religiosas, su actividad pública. Pero siempre he guardado una honda emoción con respecto a su vida y su obra, independientemente de creencias o señas ideológicas. Me sigue conmoviendo aquella valiente rebelión contra las siniestras palabras del nauseabundo general (¡Viva la muerte!, ¡Muera la inteligencia!), defendiendo la razón y la vida ("Venceréis, pero no convenceréis, porque tenéis la fuerza bruta pero os falta la inteligencia y el derecho").
Y también sigo acudiendo, cada vez más espaciadamente, con la lejanía que tiene el invierno, a sus escritos. Experimento el mismo estremecimiento, no importa cómo llamemos a la música de su herida abierta, desde que supe por su voz y diario íntimos que tenía fijado en la pared de su habitación un retrato de Homero, dibujado por él mismo, con aquellos versos de la Odisea: "los dioses traman y cumplen la destrucción de los hombres, para que los venideros tengan que cantar". En el flamenco, se suele reiterar eso de los sonidos negros, que no se comprenden pero hacen sufrir hasta sorprenderte lejos de ti llorando; a mí Unamuno me sigue sacudiendo por lo que fue y por lo que odia y yo amo: el esteticismo estéril, la búsqueda de la belleza antes que la verdad.
Y, sobre todo, más allá de la lucha agónica contra todos los ángeles de las tinieblas, un sentimiento moral, cívico, contra la intolerancia y la tiranía; una llamada, nunca blanda ni cursi, a recuperar la humildad intelectual de la infancia, a ese preguntar sin soberbias de los niños, para labrar una ética de adultos en la que las aguas bajen definitivamente más puras y frescas.
Postdata: Tal vez este escrito de torpe pluma incite a malévolas mentes a pensar en alguna suerte de homosexualidad o pederastia literaria (dado lo corto de mi edad cuando descubrí a Unamuno), pero lo cierto es que sólo obedece a que yo, por mis muchas limitaciones, nunca tuve ídolos o modelos musicales o cinematográficos. ¡Qué le voy a hacer si me sigue poniendo aquel rector de la Universidad de Salamanca!

viernes, 4 de febrero de 2011

Dos variaciones sobre la soledad

I



Leí o escuché en alguna ocasión que la música nos inventa un pasado que no existe. La lluvia consigue lo mismo y, además, invita a olvidarlo. Ocurre como un deslumbramiento en el intrincado espacio de la ciudad, donde el nervioso y, con frecuencia, lacerante perfume del tiempo difumina el rostro y la autoconciencia.
Este es el momento en que te alejas de la intimidad mientras resuena brillante la soledad por las calles. Huele áspero, a despojamiento, escapa el espliego de la espesura de un jardín y ya sabes que no podrás encontrarte por detrás de los espejos. Dolor sin ritmo, apenas vida de una piel inevitablemente cansada. Te preguntas, entonces, por la naturaleza de tu estupidez, ya que no tienes paz ni salud, como pensaba aquel viejo vencido de Salamanca. Y sólo una polvareda, en la que están ausentes los sentimientos, te alimenta y calla.
Fuiste, ya no lo niegas, una esperanza casi hermosa de cuerpos, la ofrenda que venía con el agua sincera de las palabras. Ahora naufragas como un muerto en arenas que no son tuyas ni deseadas. Y la ciudad, la de ellos, los amigos que quisiste cultivar, se desangra lentamente en un futuro de espinas, que ya casi no notas. Desearías proclamar que todavía amas, que los animales que sufren en inciertas estancias te esperan , te llaman.
Pero tú desconoces el color de tu cabello, el vano ejercicio de tu delicadeza. Soledad, amada compañera que llora bajo la nieve, busca tu antigua alma en el pútrido sueño de tu memoria, aquella que cobija el espanto de esta lágrima.
II
También escuché, o me lo contó algún resucitado, que la música es puro deleite sin camino. ¿A dónde va a ir sino a este cuerpo gangrenado que paseamos por el frío laberinto de las calles. El dolor te convoca, no es hipérbole inane, semejante al beso de aquel que se te aproxima y te llama hermano.
En estas mañanas hirientes de febrero, cruzas el umbral de la soledad a diario, y nadie da vida a tus manos. Todo se convierte en un paisaje oscuro y salvaje, estas calles inhóspitas que transitas con serenidad engañosa, para que alguien te pueda acariciar por dentro. Hay un involuntario susurro de la adolescencia, de lo que pudo haber sido aquel invierno, inexistente como un amor de verano.
Decía aquel solitario de espalda torturada que la vida sólo se comprendía hacia atrás, renaciendo en lo lejano. Y que el mundo se le antojaba sólo el desdén de unos labios. Pero lo cierto es que hay frutos que nunca probaste, y que al pasar por aquella casa en la que se agitaba la lavanda, sentiste que alguien, tal vez un muerto, salía de tus huesos para insinuarte que todo se reducía a la carne y sus silencios.
Hubo un loco reputado que cifraba el enigma de la vida en estar pendientes del lomo de un tigre, y todavía te sigue quemando lo sencillo de tanto espanto. El mundo quizá no sea un buen sitio para vivir, pero pervive el sueño y la esperanza de poder cambiarlo.

                                                              RICARDO      ...