viernes, 18 de febrero de 2011

Enxiemplo enmarcado de los dos montes

Una vez estaba hablando el conde Fernando con Montenegro, su consejero, y le dijo: —Maestro, hace poco, a propósito de algunos textos que he publicado, dos amigos que me quieren han escrito loas hiperbólicas sobre mi persona que me sorprenden y me hacen sospechar que tal vez de esta manera pretendan hacerme ver que me dejo arrastrar por un alto concepto sobre mí mismo y que no soy consciente de que me expongo al ridículo ante numerosos lectores. Esta cuestión me ha hecho reflexionar y preguntarme por qué escribo y no encuentro respuesta más apropiada para el caso que la necesidad de buscar aprobación en los demás, la urgencia del aplauso y del encomio a cualquier precio. He leído las justificaciones que otros autores, más dotados que yo, dan al mismo interrogante y no me convencen del todo. Hay quien dice escribir porque la literatura es una forma de conocimiento que proporciona un cumplido entendimiento de la realidad; otros aseguran que escriben para ahuyentar sus temores; los más afirman que la literatura es una vía de comunicación que les permite entrar en sintonía con gran número de personas; algunos incluso, más modestos quizá, sostienen que es una humilde manera de distraer las tardes; hay quienes llegan a decir que fabulan porque la vida no es suficiente. A mí ninguna de estas respuestas me satisface ni se adecuan a mi manera de sentir. Además dudo de su sinceridad, pues ninguno confiesa que escribe para ganar dinero, si bien la mayoría obtiene buena recompensa por su dedicación a las letras. El instinto me dice que quizá deba abandonar mi tarea literaria, pero antes quisiera saber qué me aconsejáis en este asunto. —Señor conde —dijo Montenegro—, en cierta ocasión, durante una entrevista, le preguntaron a Borges cuál era su principal defecto, a lo que respondió que la vanidad. Después le inquirieron sobre su principal virtud: “La modestia”, dijo el genial argentino, tan amigo de las paradojas. Entre estos dos polos se desenvuelve no solo la escritura, sino toda actividad humana. Pero permitid que añada otra elocuente historia al respecto. En abril de 1336, Francesco Petrarca, cuando apenas contaba la edad de treinta años, decidió escalar junto a su hermano menor y sus respectivos criados el Mont Ventoux, sin otro motivo que respirar la ligereza del aire en su cumbre y contemplar desde lo alto la magnificencia del valle del Ródano. De hecho, esta expedición se considera el primer antecedente de la escalada deportiva. Durante la fatigosa ascensión, mientras su hermano atacaba directamente la ventosa ladera de la montaña, Petrarca intentó buscar la senda que le llevara hasta la cumbre con el menor esfuerzo, aunque ello significara en ocasiones tener que descender, lo que inevitablemente le obligaba a recorrer una mayor distancia. Sin embargo, después de largos vericuetos, comprendió que sólo coronaría el monte si, al igual que su hermano, se decidía a tomar el camino más empinado. Cuando llegó exhausto a la cima no pudo evitar analizar su actitud en clave alegórica. Así lo escribió en una epístola dirigida a su amigo el agustino Dionisio da Borgo Sansepolcro (Rerum familiorum, IV, 1): “cuando hayas vagado durante largo tiempo, habrás de ascender hacia la cima de la vida beata bajo el peso de un esfuerzo pospuesto de manera inoportuna o te deslizarás indolente en el valle de tus pecados”. Una vez repuesto, se deleitó en la contemplación del paisaje: las nubes bogaban a sus pies; al este, en dirección a su amada Italia, se erigían con aparente cercanía las escarpadas moles de los Alpes; en el norte, dulces campos y colinas suaves extendían un tapiz hasta Lyon; mirando al oeste atisbó la pincelada zarca del mar, hacia la cual discurría la curva del caudaloso Ródano que, desde la altura, era solo un alfanje plateado y roto. Junto a su hermano, sentados ambos sobre una peña, Petrarca sacó del bolsillo un pequeño códice de Las confesiones de san Agustín, que siempre llevaba consigo, y lo abrió al azar para leer en aquel lugar tan cercano al cielo. Cuál no sería su sorpresa cuando su voz encontró estas palabras del obispo de Hipona: “Los hombres llegan a admirar los altos montes, las olas gigantes del mar, el amplio lecho de los ríos, el vasto círculo del océano y el camino de las estrellas. Pero se olvidan de lo más importante, y no se admiran a sí mismos”. Aquellas líneas parecían estar escritas para él, pensadas para ser leídas en aquel preciso momento. Como es fácil imaginar quedó profundamente conmovido. Horas después, tras un silencioso y largo descenso, en la soledad nocturna de la fonda donde se hospedó la expedición, Petrarca escribió a propósito de aquel crucial instante de la cumbre: “me quedé estupefacto, lo confieso, y rogando a mi hermano, que deseaba que siguiera leyendo, que no me molestara, cerré el libro, enfadado conmigo mismo, porque incluso entonces había estado admirando las cosas terrenales, yo que ya para entonces debía haber aprendido de los propios filósofos paganos que no hay ninguna cosa que sea admirable fuera del espíritu, ante cuya grandeza nada es grande”. Empequeñecido así el Monte Ventoso y todo lo que la vista hubo contemplado desde lo alto, el joven poeta experimentó una lección reveladora, un baño de humildad que le podría animar el resto de su existencia hacia la vida interior. Ved, noble conde, cómo reflexionaba: “así yo también encontré en el breve pasaje citado la razón y el límite de toda mi lectura, meditando en silencio cuán faltos de juicio están los hombres, pues descuidan la parte más noble de sí mismos, se dispersan en múltiples cosas y se pierden en vanas especulaciones, de modo que lo que podrían hallar en su interior lo buscan fuera de sí”. Este es el tipo de experiencia que, cabría suponer, conduciría a un hombre sensible y devoto como Petrarca al silencio, a la concentración solipsista; el trance que le haría desistir del vanidoso halago de los hombres para recoger su talento en la soledad de una celda, dedicado a leer, a pensar y a conocerse, haciendo buenas las palabras que lejos de allí, en otro tiempo remoto, el sabio Lao Tse acuñó: Sin salir de la puerta se conoce el mundo, Sin mirar por la ventana se ven los caminos del cielo, Cuanto más lejos se sale menos se aprende. Pues bien, pasados apenas cinco años desde este episodio, Petrarca sucumbió a la tentación del mundo. Poco duró en el amante lejano de Laura la aspiración a la vida beata. En 1341 recibió dos propuestas para ser laureado al estilo de los antiguos poetas, como Dante fue coronado por Beatriz en el Paraíso. Una invitación le llegó del canciller de la Universidad de París; la otra, desde Roma, por los buenos oficios de los Colonna, mecenas del aretino, quienes vieron la posibilidad de reforzar su posición mediante aquel acto solemne. Lógicamente, Petrarca se inclinó por el ofrecimiento romano. Cabría conjeturar que lo hacía convencido de la trascendencia de su obra; sin embargo, por aquel tiempo, el sabio filólogo apenas si había escrito quince poemas en latín, además de haber iniciado dos textos ambiciosos: De viris ilustribus y el largo elogio Africa, cuyos hexámetros deberían ensalzar las virtudes del casto Escipión. También tenía escritos algunos de sus reconocidos poemas en toscano, a los que el propio Petrarca quitaba importancia llamándolos naugellae. Todo esto indica que el laurel de los dioses le fue otorgado no tanto por su talento poético, como por sus relaciones políticas. Desde Vaucluse se trasladó a Nápoles, donde se entrevistó con el rey Roberto de Anjou. Después partió hacia Roma para la ceremonia laudatoria en el panteón de Agripa, en cuyo seno Ursus d’Anguillara depositó sobre la egregia testa la corona de laurel y le otorgó el Privilegium lauree que certificaba la coronación y la carta de ciudadanía romana. Tras el acto solemne, en un rapto devoto y quizá de falsa modestia, Petrarca depositó la corona de humildes hojas en la tumba de Pedro. Vos, señor conde, es preciso que reconozcáis que nada de lo que hacen los hombres escapa a la vanidad y a la modestia, por lo que podéis seguir escribiendo sin que os deba preocupar lo que otros piensen, sea esto bueno o malo, pues los juicios también responden a dichas imposiciones. El conde Fernando vio que Montenegro le había aconsejado muy bien, obró según sus recomendaciones y le fue muy provechoso hacerlo así. Y, viendo Negro Black que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este blog e hizo estos versos que condensan toda su moraleja: Entre la modestia y la vanidad debe encontrar el hombre su verdad.

5 comentarios:

  1. "Entre escribir bien y escribir mal
    existe una diferencia abismal".

    Por tanto, Negro Black, déjate de rehostias y no nos hagas recuperar aquello de Mairena con Agamenón y su porquero.

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  2. Mmm... Esto que hacemos por aquí de tarde en tarde no encaja bien en el universo literario convencional. Admitamos sin rubor nuestro dilettantismo, cultivemos el fértil huertecillo y sigamos siendo hortelanos amateurs, a distancia o de fin de semana. No veo en ello desdoro ni tampoco espacio para la vanidad o la modestia, sólo para un tierno y casto agradecimiento mutuo. Nietzschianamente, la modestia no deja de ser la vanidad del débil igual que el bricolage -aunque sea el bricolage naval, que es su variedad más noble y sublime- es el último refugio de todos los fracasados. De momento, sigue siendo un placer leeros, ¿se puede pedir más? Sí, se puede. Se puede pedir al consejero aúlico Montenegro que no se haga más de rogar.
    Gracias por este estimulante ratito.

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  3. Queridos amigos:
    Permitidme una aclaración, pues nada me molestaría más que uno de mis torpes escritos sea motivo de raras vibraciones. Creo, sin embargo, que los malos entendidos son inherentes al uso de la comunicación escrita: apta para muchas posibilidades, pero insuficiente para la interpretación inmediata de las emociones entre emisor y receptor. Por esta razón he suprimido mi comentario de respuesta al que dedicó generosamente Estrella del Mar al "Enxiemplo". Bueno, por esta razón y porque en la relectura sorprendí una falta de ortografía (ya sabéis, cosas del directo).
    Es verdad, como dice Mishkin, que no nos movemos en el universo literario convencional; cualquier comparación con Borges o Petrarca resultaría desproporcionada. Pero parece de igual modo indudable que cocinamos con los mismos ingredientes; solo es una cuestión de escalas. No deja de sorprender, sin embargo, que los comentarios franciscanos sobre el cultivo de nuestros huertecillos de fin de semana salgan del mismo teclado que hace un mes enrareció las polémicas del blog con horrísonos exabruptos. Esto me lleva a reafirmarme en las dualidades de la personalidad y en la oportunidad del contraste entre la vanidad y la modestia que pretendía presentar el "Enxiemplo de los dos montes".
    La intención y el motivo de esta última entrada de Negro Black surgió a propósito de los exagerados elogios que le infligieron sendas entradas de Mishkin ("E-soneto") y Yepes ("Breve e inevitable…"). Reconoceréis conmigo que no es lo mismo el aplauso y la palmadita en la espalda en los comentarios al hilo de un texto que convertirse en materia y centro de una colaboración. De sobra sé que ambos textos reflejan el cariño que me profesáis, que aprovecho para señalar que es recíproco. A pesar de ello, mis sensaciones cuando leí las inmerecidas loas fueron contradictorias: por una parte sentí el grato cosquilleo del halago (vanidad), pero por otra experimenté una rara sensación de vergüenza por convertirme momentáneamente en el centro de las cinco miradas (modestia). Analizando después, en la soledad de mi celda, ambas percepciones, no pude evitar preguntarme por qué escribo. Ya me gustaría a mí tenerlo tan claro como Mishkin, pues, aunque no lo parezca, me debato en múltiples inseguridades cada vez que presento un texto. Quizá porque mis escritos tienden más a la ficción que a la opinión, por lo que me desnudo y me exhibo impúdicamente. Además, no creo que colgar un texto en "La Rivoli" sea ni un ápice diferente que publicarlo en "The New Yorker", por lo cual mi desazón —un tanto pueril, lo comprendo— me conduce a cuestionármelo todo. Con más razón si consideramos que habéis pasado bruscamente del laconismo en los comentarios a la actitud que reprochaba el señor Lobo en "Pulp fiction", como oportunamente recordó hace poco Yepes.
    Si, como quieren Mishkin y Nietzche, la modestia es la vanidad de los fracasados, ya solo me queda como referencia el "Eclesiastés", por lo que no sé si mi educación judeocristiana no terminará amordazando mi pluma. Ya se verá.
    Vuestro siempre…

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  4. A pesar de que con inquieta mano Negro Black ha suprimido un comentario anterior sugiriendo la posibilidad de que sea más explícita, tuve tiempo a observar su requerimiento y, como es de buena cuna y educación responder cuando nos lo piden, ahí va mi explicación:
    No sé si existe un ideal de belleza inmutable, estático, único y divino al estilo platónico.
    Tampoco veo claras las disquisiciones que, desde la Lingüística, nos hacen bascular entre Jakobson y Lázaro Carreter. A decir del primero,determinadas producciones lingüísticas como la Poética, cuyo objeto es el lenguaje literario, tienen como función esencial proporcionar placer, placer de naturaleza estética, en línea con el pensamiento aristotélico.
    A decir del segundo, el lenguaje literario es independiente del común; la definición del lenguaje literario se halla repartida en la casuística de autores, obras, escuelas o épocas. Así, el maestro Carreter señala en sus "Consideraciones sobre la lengua literaria" págs.46-47: "La obra literaria no es (...) un fruto más o menos aberrante del tronco lingüístico común, sino un lenguaje aparte, sobre cuya independencia no puede engañarnos el hecho de que comparta muchos caracteres léxicos y gramaticales con los demás frutos del árbol". Según esto, el uso literario sería el léxico y la gramática de un escritor, que se vale del lenguaje estándar cuando le conviene, que pone en tensión sus posibilidades para extrañar, que lo tiñe de connotaciones subjetivas y que lo contraría.
    Entre estos dos antagonismos y salvando que el segundo me merece bastante respeto, he seleccionado estas dos concreciones:
    Una, la del Diccionario Internacional de Literatura y Gramática Filosófica de Guido Gómez, según la cual la palabra Literatura se refiere a los escritos imaginativos o de creación de autores que han hecho de la escritura una forma excelente de expresar ideas de interés general y permanente.
    Y otra, la del filósofo Roland Barthes,según la cual la literatura no es un corpus de obras, ni tampoco una categoría intelectual, sino una práctica de escritura. La literatura se encuentra fuera del poder porque en ella se está produciendo un desplazamiento de la lengua.Como la literatura es una suma de saberes, cada saber tiene un lugar indirecto que hace posible un diálogo con su tiempo. "La ciencia es basta, la vida es sutil, y para corregir esta distancia es por lo que nos interesa la literatura. El saber que moviliza la literatura no es complejo ni final. La literatura sólo dice que sabe algo, es la gran argamasa del lenguaje,donde se reproduce la diversidad de sociolectos constituyendo un lenguaje límite o grado cero,logrando de la literatura, del ejercicio de la escritura, una reflexibilidad infinita, un actuar de signos".

    Un conocido mio, gran amante del comer y mejor amante del beber, me comentaba al tratar el tema de la excelencia en las catas de vinos:
    "¿A tí te gusta? Pues es bueno, y si nos gusta a todos mejor que mejor".
    Pues eso.

    Mis disculpas por haber cruzado el arrabal en mis emotivas expresiones.

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  5. Literatura, literalocura, literapintura, literacordura?,literaespesura, literabasura, literamixtura, literatristura, literamoldura, literamadura, literatonsura, literaoscura, literapura, literadura, literacura, literaternura, literapaura, literamargura.

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                                                              RICARDO      ...