jueves, 17 de febrero de 2011

Bodegón con oreja y mejillón en salsa. (Óleo sobre lienzo. 1998)


Entre asomada y descubierta, y de batida en batida hay que reponer las fuerzas. El pueblo es de Castilla. Un pueblo de tantos con su iglesia en pie, su palacio en el suelo, su ayuntamiento balconado y berlanguiano y sus viejas calles desiertas que saben tener un momento dulce cuando la última luz del día las baña con los relumbres dorados de las trigos y una brisa propicia les regala los perfumes paleozoicos del pinar. Un pueblo que empieza justo donde termina el sembrado y donde al calor de un nutrido grupo de bares se ha establecido y prosperado una comunidad de labradores, ganaderos y exiliados ponedores que retornan por San Juan con instinto y algazara de una bandada de grullas. Estos benditos bares son (quizá siempre lo han sido) el alma de Castilla. El café del alba; los aperitivos de mediodía; otra vez el café y la copa con la brisca de la sobremesa; otra vez los aperitivos del crepúsculo; y otra vez las copas de las madrugadas. La vida pasa, a veces galopa, a veces trota y a veces fluye como un hilillo de aceite sobre la barra. Se tejen enemistades oscuras, se cruzan halagos y desafíos o se forjan alianzas y amistades eternas. Se leen los bandos, los periódicos, los programas festivos y los carteles taurinos. Se habla alto o nada, se cavila pero sobre todo, se convida. Se convida siempre y mucho: a los amigos, a los conocidos, a los desconocidos, quizás a los muertos.


Cada uno tiene su personalidad, su temporada, sus horas, su clientela, su especialidad, su atmósfera y su secreto, pero es dislate pensar que todo eso pueda ser revelado en un día, en un mes o en un verano. En cierto modo, este viaje, este Gradus ad Parnasum con todos sus peldaños, es un viaje que nunca termina porque es un trayecto circular y obsesionante y cuando uno cree que ya lo ha visto y probado todo es cuando se da cuenta de que acaba de empezar. Los bares, los bares... ¿Y las plazas? ¿Y las calles? Sí, hay dos plazas, una con gran animación y afluencia, que es precisamente la que goza de la presencia de cuatro establecimientos con sus correspondientes terrazas. En cuanto a la otra, siempre está desierta. Respecto a las calles, cumplen una función excelente: conectan los bares entre sí y nos permiten ir de uno a otro con una relativa comodidad post-sembrado.

En la plaza es de rigor comenzar por el bar Las Torres. Aquí pisamos terreno firme y soportalado. Es un establecimiento espacioso y rectangular con una barra tan larga como su lado más largo donde incluso en el frenesí de una mañana de Domingo siempre es posible abrirse un hueco. Dirigirle la palabra al jefe es como meter el dedo en la boca de un congrio. Representante ilustre de ese gremio de mesoneros desengañados y ariscos que han llegado a tal punto de despecho que la figura del cliente les inspira una repugnancia invencible. Pero en la hostelería, como en el amor, a mayor desdén, mayor aprecio. Mientras él vomita dicterios y desplantes, la estoica parroquia trasiega con fruición su cerveza, sus platillos de calamar, su pulpo, su oreja, su jeta, su morro... Para que nadie se llame a engaño el decálogo de la casa siempre había estado a la vista en lugar bien visible:

A lo que da derecho un vaso de vino:
1. A sentarse.
2. A ver la televisión.
3. A jugar a las cartas.
4. A pasar la tarde.
5. A leer los periódicos.
6. A gastar servilletas.
7. A hacer aguas menores.
8. A hacerlas mayores.
9. A gastar papel.
10. Y a decir que el dueño gana mucho dinero.
Pero este año, en una brillante operación de marketing destinada quizá a captar nuevos parroquianos, el cartel ha sido retirado discretamente.

Salir de aquí, cruzar la plaza y penetrar en las lobregueces del bar Manuel es como caerse al Atlántico Norte desde la tercera cubierta del Queen Mary. El incauto forastero que acceda por primera vez al local pensará que ha habido un error, que esto no puede ser un bar, que ya te lo decía yo, que esto en un domicilio, que aquí vive alguien con fotofobia. Las pupilas, que empiezan a dilatarse, le dejan entrever entre las sombras un par de mesas de patas metálicas, un armatoste de color berenjena que recuerda la barra de un bar y en el rincón más lóbrego y tenebroso, un futbolín para jugar de oído. Y por fin, una presencia humana, sí, ese sujeto que se frota las manos y sonríe de forma enigmática detrás de un pequeño puchero. Sobre el mostrador, la desnudez es absoluta. Ni una bandeja, ni una lata, ni un platillo. Sólo el grifo de la cerveza y el puchero, que en medio de esta desolación va adquiriendo poco a poco una gravitación obsesionante. Si se examina con cierta atención, el puchero, un puchero casero, veterano, insignificante produce un abatimiento definitivo. Alguna vez fue blanco con una voluntariosa cenefa de colores que viejas lenguas de fuego han ido royendo con la pátina de una carbonilla indestructible. El puchero, como es natural, permanece inmóvil e inodoro cubierto con su correspondiente tapa que vela el misterio de su contenido. El parroquiano hambriento no pasará por alto la oferta de la casa, que el propietario ha escrito con tiza en letras mayúsculas sobre un pizarrín: OREJA. TORTILLA. MEJILLONES. Oreja. Se ha terminado. Tortilla. No está hecha. Pues mejillones. ¿Uno? Bueno. ¡Uno! Retira la tapa y con una cuchara sopera coloca la pieza en un platito y derrama por dos veces sobre el bivalvo una salsa espesa y grana que rebosa los bordes... Una salsa picante, penetrante, deliciosa y adictiva, una delicatessen de Parador. Estos mejillones se facturan a 50 pesetas. 50 pesetas la unidad, se entiende. Esto puede parecer un abuso. De hecho es un abuso antes de probar la salsa. Después, significa que por quinientas pesetas puedes comerte diez. ¡Diez mejillones y veinte cucharadas de ambrosía! Cuando los mejillones se acaban, pega cuatro voces y una aristocrática joven que emerge de las sombras lo retira y desaparece por otra puerta donde en las enigmáticas circunstancias de siempre se procede a recargar el puchero. Manolín, ni muy frecuentado ni muy estimado, motejado de hipócrita, sacacuartos y cortabolsas es, en realidad, un genio incomprendido que ha llevado el concepto de especialidad a sus últimas consecuencias. Hasta tal punto que cuando el puchero se vacía por última vez, como la oreja se terminó, la tortilla nunca se hizo y mejillones ya no quedan, la clientela se desvanece y el bar cierra sine die, sin esperanza, sin salsa y sin horarios definidos.

Hora de buscar consuelo en una nueva ermita.

3 comentarios:

  1. ¡Qué grato leerte de nuevo, Mishkin! Ahora te dedicas a la prosa costumbrista, cual Mesonero Romanos o, más precisamente, Larra rural. Resulta sorprendente cómo exprimes una anécdota hasta convertirla en expresión esencial de la vida; vida culinaria y secreta: el mejor homenaje para el recién desaparecido Santi Santa María. Ya sólo te falta otro texto para completar el cupo del mes. Ánimo.

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  2. Respetado y querido Mishkin, yo tampoco sé lo que es la literatura, pero de ser algo está en tu espléndido bodegón. Y sí, alumbras vida y carnalidad profunda a esa naturaleza casi muerta que describes. Al leerlo, asaltan los olores, las luces y tal vez ese alma de la que hablas... Y deja un aroma a tristeza, a sensualidad desganada. Quizá eso sea la literatura.

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  3. Qué bien escribes. Yo también conozco pueblos y bares asi aunque van quedando menos. Muy evocador pero en el fondo hay un poso de melancolía. Felicidades por el relato!!!

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                                                              RICARDO      ...