domingo, 4 de diciembre de 2022

 

                                                                    CARLOTA



           En la profesión, Carlota se hacía llamar Michelle. De pequeña, había escuchado la canción de The Beatles y se prometió que algún día utilizaría ese nombre. Ahora, en un breve receso del trabajo, paseaba por los canales de Ámsterdam recordando las razones y circunstancias que la habían llevado allí.


           Aún tenía muy presente cuando, siendo todavía una niña, vivía con repugnancia las caricias de su padre sobre sus tersos muslos mientras éste mostraba una avidez perturbadora; y su madre, no siempre dispuesta a atender los comentarios que la chica revelaba, le decía que eran simples muestras de cariño y que no contrariase los deseos de ese hombre que, al fin y al cabo, se ocupaba de ellas.


       Pero no, no se ocupaba de ellas. Las utilizaba para que limpiasen casas que él mismo les buscaba, mientras se pasaba la mañana bebiendo en la taberna. En un principio y por la edad, Carlota preparaba la comida de su madre y se la llevaba todavía caliente. Pero al cumplir los 14, empezó a fregar escaleras en edificios estrechos y con olor a garbanzos en remojo. Edificios en los que no entraba el sol y donde algunas mujeres se aposentaban en los portales exhibiendo impúdicamente sus carnes ceñidas con ropas muy llamativas. En uno de esos inmuebles, vivía un joven que hacía ademán de cierta cortesía y mostraba una instrucción no muy acorde con el vecindario que se gastaba en aquellos lugares. Carlota le veía pasar mientras la saludaba educadamente. Ella se sentía halagada y, secretamente, iba cogiéndole querencia deseando la hora en la que salía o entraba de la casa. Un buen día, él se atrevió a preguntarle la edad que tenía y si no debería estar en el colegio, a lo que Carlota respondió que trabajaba por un sueldo con el que ayudar a sus padres. No hubo nada más, no cruzaron más palabras pero, desde ese instante, sintió que alguien se preocupaba por ella. Tanto es así que, un buen día, encontró en el cuarto de la limpieza un pequeño transistor y unos cuadernos de caligrafía y de sencillas cuentas. Carlota se aplicó a ellos y escuchó, por primera vez en la radio, la canción de Michelle y otras muchas que le animaron a seguir adelante.


          Sin embargo, su vida no estaba destinada a caminos halagüeños. Una tarde en la que todavía estaba con la faena de las escaleras, corrieron a avisarle de que su madre había sufrido una caída en plena calle y estaba en el hospital. Cuando llegó, ya estaba muerta. Había sufrido un colapso cardiovascular que la condujo a un desenlace fulminante. Carlota se ocupó de todo, ya que su padre aceptó la situación con un encogimiento de hombros. Las pocas personas que asistieron al funeral dieron sus condolencias de manera fría y formal y Carlota, con un llanto contenido, sintió que algo se le rompía por dentro. Aquella misma noche, después del entierro, se acostó pensando que su vida ya no tenía sentido y que debía espabilar en un mundo que le era adverso. Pero sus desgracias no habían finalizado. Su padre, borracho y desatado, llegó a la casa dispuesto a arrasar con todo y, sin mediar ningún trato, se le metió en la cama. Entre muestras de cariño y muestras de cariño, abusó de Carlota.


           Así, deshonrada y ultrajada, sintió una infinita vergüenza y juró a su padre que nunca se lo perdonaría, lo que no impidió que él la vendiera a una madama de alguna de las escaleras en las que ejercía como fregona. La realidad entonces se hizo más insoportable. Por la vida de Carlota fueron pasando hombres de todo género y toda condición, la mayoría viejos, babosos, repugnantes, repulsivos; hombres que la obligaban a todo tipo de prácticas sexuales y dejaban su dignidad conculcada y aplastada. Empezó a beber y a tomar drogas con el fIn de sobrellevar su existencia y, en algunas ocasiones, pensó en quitarse de en medio.

          Hasta que apareció un “guardián protector”. El llamado “chulo” que le tocó en suerte le hizo abrir los ojos en cuanto a sus valores como carnaza erótica. Ella era guapa y tenía muy buen tipo, por lo que no era de recibo desperdiciarse en burdeles de tres al cuarto. El “rufián” le empezó a hablar de la prostitución en Ámsterdam, que era legal y eso conllevaba unos derechos asegurados, como los controles sanitarios y la posibilidad de pedir ayuda policial si la necesitaba. Que podía alquilar una vitrina y realizar sólo aquellas prácticas que libremente eligiese, que tenía la potestad de permanecer al amparo de un “padrino” como él y que, obviamente, como en todo trabajo regulado, debía pagar impuestos. Carlota pensó que era una oportunidad para dar un giro a su vida, que seguiría trabajando en lo mismo pero, al menos, podía ser más dueña de sus actos. Hizo acopio, por tanto, de los ahorros que tenía y con su “amigo” marcharon a la capital de los Países Bajos. Una vez instalados en el Barrio Rojo, buscaron la manera de legalizar su situación.


           Ahora, mientras Carlota (o Michelle, que así le gustaba que la llamasen) paseaba por los canales y hacía acopio de todas sus experiencias, se preguntaba qué habría sido de ella si otra infancia, otros orígenes más propicios, le hubieran sido dados. Si la objetividad de los hechos no hubieran sido tan malsanos y enfermizos, quizá no estaría allí, quizá sólo la historia se hubiese escrito de otra manera.


           Recordó entonces que debía prepararse para el turno de las 20 horas, que debía ponerse sus pestañas postizas y elegir una peluca (no, esa no, la pelirroja) para estar en el escaparate y hacer pasar a sus clientes. Es posible que la historia ya se estuviese escribiendo de otra manera. Es posible que aquellos a los que levemente había importado, no hubiesen estado ahí de forma inútil. Es posible que Carlota, al menos en algunas coyunturas, tomase por primera vez sus propias riendas sin pedir permiso a nadie.



                    ESTRELLA DEL MAR CARRILLO BLANCO


                                 4 DE DICIEMBRE DE 2022

                                                              RICARDO      ...