jueves, 2 de junio de 2011

All you need is love

Lola salió a la galería de su apartamento para tender la ropa y se encontró sin sorpresa con la letanía del Santo Rosario que emitía en la radio una cadena católica.

—María, madre de gracia, madre de misericordia… —proclamaba una voz impostada y solemne.

—En la vida y en la muerte ampáranos, gran Señora —respondía un coro femenino.

Pese a que llevaba años escuchando por imposición el repertorio de aquella emisora, Lola no terminaba de acostumbrarse.

—Ya está la Sorda con sus beaterías —dijo.

La Sorda era una mujer mayor, viuda y austera, que se pasaba el día, mientras realizaba las tareas de la casa o cosía, entretenida con novenas, misas y otros oficios, cuando no sintonizaba coloquios enfervorizados sobre el derecho a la vida o la defensa de la familia. El problema de la contaminación acústica se producía, sobre todo, en primavera y en verano, tiempo en que las ventanas permanecían abiertas y los rezos inundaban con estrépito el patio interior, para extender las bendiciones por todo el vecindario.

A Lola no le constaba que su devota vecina, con la que nunca había cruzado palabra, fuera verdaderamente sorda; se trataba de una suposición sustentada en la costumbre de la anciana de poner la radio a todo volumen. De lo que no le cabía duda era de la sobriedad de su espíritu. Bastaba con observar cómo tenía la galería. Desde el piso de Lola, un quinto, se divisaban las balconadas del edificio de enfrente, que compartía con el suyo el portal y el patio de luces. Todas las galerías, salvo la del segundo, que estaba deshabitado, acumulaban más o menos el mismo tipo de objetos: tendederos, escaleras de mano, armaritos, trastos diversos y plantas, muchas macetas que alegraban el patio. En la galería de la Sorda, sin embargo, dominaba la estética zen. No había nada. Sólo la puerta y las ventanas con sus alféizares desiertos. Todo muy limpio, eso sí. Este detalle de la pulcritud, unido al de la vocación religiosa, había llevado a Lola a la conclusión de que la Sorda debía provenir de algún pueblo de la meseta, en el que sin duda veraneaba durante el mes de agosto, único periodo del año en que la comunidad de vecinos quedaba desprovista de jaculatorias.

Acompañada de las avemarías, Lola comenzó a tender la colada. Siempre le producía reparos esta tarea y no conseguía asomar medio cuerpo por la barandilla, para alcanzar la cuerda exterior del tendedero, sin experimentar cierto vértigo paralizante. Al intentar prender una sábana se le cayó la pinza y no pudo evitar retroceder de un respingo. Siguió con la mirada el viaje de la pinza hacia el fondo del patio. Entonces reparó en que el segundo piso, justo debajo del de la Sorda, ya no estaba vacío. Una silueta de mujer se entreveía a través del vidrio traslúcido de la puerta. La sombra aparecía y desaparecía como un vago fantasma. No había duda de que alguien trajinaba al otro lado de los cristales. Continuó con sus quehaceres, pero de vez en cuando se asomaba a la galería por si podía recabar más datos sobre los nuevos inquilinos. Hacia las dos de la tarde, mientras atendía un sofrito para aderezar las lentejas, pudo ver desde la ventana de su cocina a la mujer sacudiendo el polvo de una gamuza en el balcón del segundo. Era una joven menuda y morena; conjeturó que americana, por los rasgos de su rostro andino. Supuso que se trataba de una asistenta, contratada para limpiar el piso, que estaría bueno después de tanto tiempo cerrado. Esa misma tarde confirmó sus sospechas: vio a una pareja apoyada en la barandilla del segundo observando el patio de luces. Ella era una mujer rubia, de mediana edad, bien vestida y bien peinada, aunque se notaba que el color del pelo era de tinte. Él iba trajeado y tenía muy buena pinta.

Deben estar instalándose, pensó.

Esa misma noche, sentada frente al televisor mientras se limaba las uñas, se lo comentó a su marido:
—Tenemos nuevos vecinos. Hoy he visto a una parejita en el segundo de enfrente.
—Qué bien —dijo Mario, su marido, sin apartar la vista del partido de fútbol que retransmitían en la tele.
—Tienen buen aspecto; deben gozar de una buena posición, a juzgar por cómo iban vestidos.
—No me extraña —dijo Mario—, el precio de los alquileres del barrio no está al alcance de cualquiera.
—Tal vez deberíamos darles la bienvenida, ¿no te parece?
—No fastidies, Lola.
—Es lo correcto. Al fin y al cabo nos toparemos con ellos muchas veces en la escalera o en la calle.
—Pues, cuando nos los encontremos, los saludamos y ya está. No veo por qué hay que ir más lejos.
—¡Qué huraño eres! Si por ti fuera, no trataríamos con nadie. Pero no vives en una isla desierta, Mario. No hay nada de malo en ser educados; vamos, digo yo.

En los días siguientes, Lola pudo hacerse una composición de lugar sobre los recién llegados. Él salía temprano, siempre muy bien arreglado. Imaginó que sería ejecutivo o empresario. Ella se marchaba más tarde, sobre la nueve. No tenían hijos y se notaba que funcionaban muy bien. En un par de semanas de observación meticulosa no les había visto repetir modelito a ninguno de los dos. Una tarde, Lola volvía de comprar en el súper y le sorprendió a él cuando entraba con su automóvil en el garaje. Tenía un cochazo, de esos que llevan unos aritos en el morro, como los de los juegos olímpicos. No sabía de qué marca se trataba; pero era un buen coche, sin duda. A ella se la veía poco. Averiguó sus nombres gracias al buzón del portal: Marisa Sanz Mingo y Alfredo Ramos San Juan. Curiosamente, la mujer aparecía en primer término en la etiqueta del cajetín de correos. Detalle nada superfluo, porque evidenciaba que él no era un machista. Mario no habría consentido semejante cortesía. Menudo era para estas cosas.

Los apellidos, sin embargo, no aportaban indicio alguno sobre los pormenores que a Lola le interesaban, como la procedencia, el nivel social o la profesión de ambos. De todas formas, se hacía evidente cierta distinción en la pareja, se apreciaba que poseían estudios; carrera universitaria, incluso. Una prueba de ello, que a Lola le pareció incuestionable, consistía en que la mujer apenas salía a la galería. Los trabajos de la casa los realizaba la asistenta americana, con la que sí había coincidido en alguna ocasión en el mercado y, una vez, en el ascensor. La chacha, ecuatoriana, se llamaba Tamara Wendy y, aunque había intentado sonsacarla, no obtuvo mucha información.

—Tamara Wendy, vaya nombrecito —dijo Mario cuando Lola le comentó el encuentro con la asistenta.

A Lola, sin embargo, le gustaba el nombre. Le parecía gracioso y una combinación muy musical. “Tamara Wendy, Tamara Wendy”, repetía en voz alta, y seguía sonándole bien, como el nombre artístico de una cantante. Desde luego mejor que el suyo, María Dolores, más propio de una sadomasoquista; o mejor que cualquiera de los nombres de tantas mujeres de su edad: María del Sagrario, Inmaculada Concepción, María del Rosario… Parecían sacados de una relación de prisioneras del Santo Oficio. De hecho, todas las que conocía así llamadas terminaban por acortárselos con apelativos que enmascararan semejantes desatinos: Sagra, Pura, Inma, Charo. Ella misma se hacía llamar Lola. Cómo vas a preferir que te llamen Dolores —se decía—, es como poner a alguien el nombre de Cáncer o de Apendicitis. Un disparate.

En cualquier caso, Tamara Wendy, aparte de tener un nombre sonoro y original, era una mujer discreta, porque Lola no había conseguido de ella ningún dato que la mera observación no le hubiera proporcionado ya.

Cierta tarde en que Mario y Lola regresaban de dar un paseo por el parque se encontraron de frente con los nuevos vecinos. Al cruzarse con ellos, Lola ni corta ni perezosa vio la oportunidad de colmar su curiosidad y los abordó. Aunque el encuentro fue breve, y algo tenso por la brusquedad, le dio a Lola ocasión de presentarse. Primer paso, pensaba ella, para ir poco a poco adquiriendo confianza y así poderles invitar una noche a cenar en casa. La mujer, Marisa, le pareció algo seca, con poco mundo, pese a que la suponía culta y desenvuelta. Él, Alfredo, estuvo muy cortés, sin embargo, amable y casi familiar. Le cayó muy bien. La presentación no dio para más, pero el resultado del lance fue juzgado como satisfactorio por Lola. Su marido, en cambio, lo vio de otra forma y reprochó a su mujer la osadía, más propia de una cotilla metijona que de una buena vecina.

Un domingo por la mañana, Lola se recreó con la visión de Alfredo afeitándose ante el espejo del cuarto de baño. La ventana del segundo estaba abierta y, al amparo de las persianas de su galería, pudo observar tranquilamente todas las maniobras del apuesto vecino. Tenía el torso desnudo y llevaba el pantalón del pijama, un pantalón muy moderno con un estampado singular y colorido, no como los aburridos pijamas a rayas que solía usar Mario. Se apreciaba que Alfredo era un hombre fuerte y proporcionado, con los pectorales y los abdominales perfilados, sin asomo de barriguita, y dotado de unos brazos vigorosos, recios. Estaba muy mono, untándose la cara con la espuma de afeitar. Le sorprendió que se rasurara con navaja, a la antigua. Imaginó la suavidad de su cutis, lo agradable que resultaría besarlo sin rasparse con el mentón de lija, como le ocurría cuando besaba a Mario aunque estuviera recién afeitado.

Aquella misma noche, su marido le hizo el amor, torpe y mecánicamente. Cerró los ojos y pensó en Alfredo, en su piel suave y en sus músculos acerados. No fue la única vez que el galán del segundo pobló su imaginación. Una noche se despertó jadeando, excitadísima, después de soñar cómo Alfredo la había cortejado en el ascensor, para llevarla después a su apartamento donde la amó apasionadamente sobre la alfombra, haciéndola gritar de gozo. Pese a la agitación del sueño, Mario no se inmutó, seguía roncando en su lado de la cama, y respiraba entrecortadamente mientras se le movía la panza como a un animal moribundo. Para reponerse del sofoco, Lola se levantó y se refrescó la cara. Al verse reflejada en el espejo del aseo, levantó el camisón para examinar su cuerpo desnudo. Con la mano alzó un pecho y lo volvió a bajar. Se dio la vuelta y palpó las nalgas, que todavía le parecieron tersas y apetecibles. No estoy tan mal para mi edad, la verdad, se dijo. Algo más sosegada, regresó a la cama y se durmió de nuevo.

Al poco tiempo, una mañana en que salía a hacer la compra, se encontró en un rellano de la escalera con Tamara Wendy. Tenía los ojos inyectados en sangre, como si hubiera estado llorando, y el semblante melancólico.

—¿Te encuentras bien, Tamara Wendy? —le preguntó.
—El señor me acaba de despedir; ¡fíjese qué desgracia!—dijo.
—Pero, ¿ha pasado algo, has hecho algo mal?
—No, señora —contestó la criada—, nada de eso. Don Alfredo dice que ya no me necesitan, que pueden arreglarse sin mí. Ya ve usted qué pago, después de todo lo que he hecho por ellos.
—¿Y Marisa qué ha dicho? —preguntó Lola.
—Nada, porque no estaba. Pero habría dado igual. Ahí quien manda es él, señora. Y manda mucho, créame.

Tamara Wendy, emocionada, se recogió en un llanto ahogado, con hipo.

—Bueno, no te preocupes, mujer, seguro que encuentras pronto otra casa. No llores, que no merece la pena. Ya verás cómo todo se arregla antes de que te des cuenta.

Lola se compadeció de Tamara Wendy. La pobre muchacha parecía muy afectada, y no era para menos, con lo mal que estaba ahora el trabajo. Pero lo que le pareció más extraño es que los nuevos vecinos prescindieran de la asistenta. No se imaginaba a Marisa realizando las tareas de la casa; ni a Alfredo tampoco. Si se habían deshecho de la chica, debía de ser por razones económicas. ¿Igual no disfrutaban de tan buena posición como ella había imaginado? También le inquietó el comentario sobre el carácter autoritario de Alfredo. No lo aparentaba, la verdad. Debía tratarse de una impresión de Tamara Wendy. A fin de cuentas, el punto de vista de un empleado sobre su jefe siempre será sesgado.

Pocos días después, una tarde, sobre las ocho, Lola se encontró con Alfredo en el ascensor. Ella volvía de sacar las bolsas de la basura y él regresaba, supuso, de su trabajo. Se alegró de no coincidir acarreando los pestilentes desperdicios. Se habría sentido avergonzada. Alfredo fue muy amable. Abrió la puerta y le cedió el paso. Llevaba un traje azul marino, impecable, de esos que tienen brillo metálico. La corbata, verde clarito, combinaba muy bien con la camisa de rayitas muy finas, color celeste.

Entonces, en la intimidad del ascensor, se animó a formalizar la propuesta.

—Mario y yo habíamos pensado que estaría bien que vinierais a cenar alguna vez a casa. ¿Qué te parece? El viernes podría ser un buen día.
—Sois muy amables, pero me temo que no va a ser posible. Marisa tiene que irse de viaje. Va a estar fuera unos días. Muchas gracias de todas formas. Ya habrá otra ocasión.
—Vaya, cuánto lo siento. ¿Qué se marcha, por cuestiones laborales?
—Sí, su trabajo la obliga a viajar con frecuencia —dijo Alfredo.
—Ah. ¿Y en qué trabaja, si no es indiscreción?—preguntó Lola.
Apenas lo dijo se arrepintió. Lo que menos le apetecía es que Alfredo pensara que era una fisgona.
—Es agente comercial de una empresa de aplicaciones informáticas—contestó Alfredo.
—Oh, vaya, suena interesante —dijo Lola—. ¿Y tú también te dedicas a los ordenadores?
—No, yo trabajo en un bufete. Soy abogado.
—¡Qué bien! Ya sé a quién tengo que recurrir si quiero separarme de Mario.
Alfredo esbozó una sonrisa. El ascensor se detuvo.
—No me dedico a los divorcios, pero, si te decides, podría recomendarte a algún compañero. Bueno, yo me bajo aquí. Buenas noches y gracias por la invitación. Ya quedaremos otro día.

Mientras siguió hasta el quinto piso se miró en el espejo del ascensor. Pensó que presentaba un aspecto horrible. No le extrañaba que Alfredo se hubiera excusado. Aunque a lo mejor era cierto que Marisa se iba de viaje.

El viernes por la mañana, después de que Mario se marchara a la oficina, tomó la decisión: prepararía una tarta Sacher, una de sus especialidades, y se la obsequiaría a Alfredo. Puede que fuera una equivocación —no sería la primera vez—, pero pensó que era natural, sabiendo que estaría solo, que se preocupara por él. Hasta Marisa lo entendería. Se arregló y salió a comprar todo lo necesario. Como Mario los viernes no venía a comer, dispuso de la tranquilidad necesaria para preparar el pastel. Almorzó pronto y a eso de las tres comenzó la faena. Primero derritió chocolate de cobertura y extendió el líquido en la mesa de mármol de la cocina. Cuando se solidificó lo raspó con una espátula y extrajo las virutas que le servirían para cubrir la tarta. Después preparó la mezcla, que también llevaba chocolate. Mientras se horneaba el bizcocho en el molde, no pudo evitar pensar que el chocolate era afrodisíaco. Quién sabe, tal vez Alfredo la invitara a probar la tarta juntos, y quizá…Pero bueno, no quería hacerse ilusiones. Se conformaba con caerle bien. Cuando el bizcocho creció suficientemente, lo sacó del horno y lo dejó enfriar en la alacena. Aprovechó ese tiempo para pintarse las uñas de la manos y de los pies. Pasadas dos horas rebanó la torta con un corte transversal, untó la mitad inferior con una fina capa de nata montada y después colocó sobre ella una buena cantidad de frambuesas. Sabía que la receta original se hacía con mermelada de albaricoque, pero a Lola le gustaba esta variante. Además, las frambuesas también estimulan el instinto amoroso. Colocó encima de las frutitas la otra mitad del bizcocho y coronó el montaje con virutas de chocolate. Un ligero espolvoreado con azúcar glass remató el pastel. Sobre una bandeja de plástico y una blonda, le quedó perfecto.

Eran las ocho menos cuarto. Se dio una ducha rápida sin mojarse el pelo, se pintó un poco y se puso un vestido estampado y ligero, muy escotado. Pensó en telefonear a Mario o en enviarle un mensaje con el móvil. Finalmente le dejó una nota prendida en la puerta de la nevera diciéndole que había salido con sus amigas y que encontraría algo que cenar en el frigorífico.

A las ocho y cuarto, con la tarta en las manos, llamó a la puerta de los vecinos. La ventana del rellano estaba abierta. Del patio provenía la salmodia monótona de una novena a san José:
—Oh benignísimo Jesús, así como consolaste a tu amado padre en el doloroso misterio de la circuncisión…
—¡Por Dios, qué cruz! —dijo Lola— ¿Es que esta mujer no se cansa nunca?

Marisa abrió la puerta. Su aspecto era triste y se notaba que había estado llorando, porque la sombra de ojos, diluida, manchaba los párpados; unos churretes sucios de lágrimas secas le recorrían las mejillas. Lola superó rápidamente su sorpresa.
—Marisa, ¿te encuentras bien? —dijo—, ¿te pasa algo?
—Estoy bien, gracias. ¿Qué querías?
—Oh, nada, una tontería —dijo Lola— He hecho este pastel y os lo traía para que Alfredo y tú lo probarais. Es una tarta Sacher. Está mal que yo lo diga, pero me sale muy rica.
—Pues Alfredo no creo que la vaya a probar—dijo Marisa, ensimismada, con la mirada perdida por encima del hombro de Lola, como si esperara encontrar a alguien en el rellano de la escalera.
—¿Está enfermo?—preguntó Lola aparentando ingenuidad.
—No, se ha ido; me ha dejado —dijo Marisa, y rompió a llorar.

Lola intentó consolarla. La habría abrazado, pero la tarta se lo impedía. Después de dudar unos segundos dejó la bandeja en el suelo y estrechó entre sus brazos a Marisa, que se deshizo en un llanto amargo y ruidoso.

—¡Vamos, vamos, no llores! Seguro que no es para tanto. Ven, vamos a entrar y me lo cuentas.

Avanzó hacia el salón, soltó a su vecina, recogió la tarta y cerró la puerta.
Fueron a la cocina y se sentaron en torno a una mesita adornada con un centro de flores secas. Marisa refirió entre sollozos sus desencuentros con Alfredo, cómo se habían distanciado en los últimos meses. Contó que cualquier minucia era motivo de agrias discusiones; que ya no la quería, que se había vuelto grosero y distante. Esta tarde habían discutido. Marisa le reprochó que hubiera despedido a Tamara Wendy y Alfredo, enfurecido, la había gritado y la acusó de cosas terribles, cosas que una mujer nunca debería oír por boca de su compañero. Después de despacharse a gusto —dijo— hizo la maleta y se marchó.

Lola intentó calmarla con los comentarios esperables. Marisa negaba con la cabeza y lloraba, lloraba incesantemente. Lola se levantó. Con desenvoltura, como si estuviera en su cocina, puso agua a calentar y preparó té. Sacó del congelador un bote de helado, dispuso cucharillas y platitos sobre la mesa y cortó unos buenos pedazos de tarta. Comieron en silencio la Sacher con helado y se tomaron el té. Marisa trajo del mueble bar del salón una botella de licor y se sirvieron unas copitas.

Hablaron y hablaron. Trataron sobre Alfredo, pero también sobre Mario: Lola confesó su desengaño, sus frustraciones. Hablaron de otros hombres, de actores de cine que les gustaban, de los hijos que no habían tenido, de ropa, de aplicaciones informáticas, de recetas de cocina… Y, a medida que charlaban y que bebían, algo achispadas, incluso llegaron a reír. Pasaron algunas horas. Lola miró por la ventana y vio cómo se apagaba la luz de su cocina al otro lado del patio. Mario, harto de esperarla, habría decidido acostarse. Reparó en el silencio. La Sorda había acallado, por fin, al apolíneo sacro coro. Permanecieron un rato sin hablar, saboreando a sorbitos el licor.

—¿Y si Alfredo no vuelve? —dijo Marisa.
—Tú eres una mujer independiente, joven… Eres guapa. Saldrás adelante, ya lo verás —dijo Lola—. Además, hay otros hombres. No es el fin del mundo.

Marisa apuró su copita y la rellenó de nuevo.

—Es cierto. Hay otros que podrían amarme. Lo importante es sentirse querida. Necesito que me quieran.

Miró a Lola con gratitud y Lola la correspondió con una sonrisa. Marisa se incorporó. Tuvo que apoyarse en la mesa para no perder el equilibrio. Se acercó a Lola y la besó en los labios. Fue un beso largo y dulce. Después, Marisa se dio la vuelta y se bebió la copa de un trago. Caminó hacia la puerta y en el umbral se giró. Lola estaba azorada. Notó un golpe de calor en el rostro. Marisa extendió una mano hacia Lola y con un gesto la invitó a acompañarla. Lola vaciló unos instantes. Se levantó, tomó la mano de Marisa y juntas abandonaron la cocina.

                                                              RICARDO      ...