miércoles, 10 de agosto de 2011

Matsuo Basho: Pequeño manuscrito en el morral (I)



Traducción: Fernando Rayo

Edición y prólogo: Negro Black





Prólogo

Doble se me antoja la oportunidad de presentar estos diarios de viaje de Matsuo Basho: de un lado, se pretende ofrecer a los selectos lectores de La Rivoli algunas de las obras más emblemáticas de la lírica universal, por primera vez vertidas al castellano directamente del japonés; por otro, es una forma de rendir un humilde y emocionado homenaje al recientemente desaparecido profesor Fernando Rayo, uno de los más renombrados japonesista de occidente, quien dedicó su vida a estudiar y divulgar la inagotable y rica literatura del país del sol naciente. De su sabia mano salieron, entre otros, documentados y sensibles estudios sobre la obra poética de Basho, Buson o Shiki, y a él debemos también la primicia europea que supuso la traducción de la casi desconocida poetisa japonesa Otsumi Mikawa (Jardín interior, Ediciones La Rivoli, 2001), de quien tuve recientemente el honor de publicar en este blog una treintena de jaikus.
Bien es cierto, como se sabe, que ya existía en nuestro idioma la versión del diario más conocido del poeta de Ueno (Sendas de Oku, México, 1956), realizada por Octavio Paz en colaboración con Eikichi Hayachiya; recientemente han aparecido otras traducciones (Hiperion, 1998 y 2010) de distintos cuadernos de viaje, con deuda demasiado evidente de versiones francesas e inglesas. Esta, pues, que tienes ante tus ojos, es la primera fiel traducción a nuestra lengua de los diarios “menores” de aquel poeta peregrino que fue Matsuo Basho.
Qué decir del depurado estilo de estos apuntes líricos. Sorprende la elegante naturalidad y la sencillez minimalista de sus reflexiones, tan modernas vistas desde nuestra mentalidad; sobre todo si se comparan con ejercicios coetáneos europeos, como la prosa alambicada e involuntariamente humorística de Baltasar Gracián, por ejemplo.
La edición del profesor Rayo viene precedida de un prolijo estudio —que omito, pero recomiendo— sobre la lírica japonesa del siglo XVII. Así mismo, la traducción se acompaña de numerosas notas que aclaran los detalles locales y culturales aludidos en los diarios; diáfanos para el receptor culto del Japón de la época, pero lógicamente velados para el lector occidental contemporáneo. Debido a las limitaciones que impone el formato digital, me he tomado la libertad de incorporar buena parte de las anotaciones en el propio texto, a fin de facilitar su comprensión.
Para evitar la fatiga en la lectura que propicia la pantalla, los textos se administrarán en tres entregas: esta primera, que solo ofrece la reflexión lírica conocida como “La canción del viento otoñal”; la segunda, correspondiente a un periplo de Basho a los cuarenta años de edad: “Notas de viaje de un cráneo”; y, finalmente, el cuaderno que da título al volumen: “Pequeño manuscrito en el morral”.
Solo espero que las obras sean del agrado de los lectores y que se reproduzcan en su ánimo emociones similares a las que yo he experimentado mientras preparaba esta modesta edición.

Madrid, agosto de 2011






LA CANCIÓN DE VIENTO OTOÑAL

Algunos piensan que los jaikus son como hierbas sin raíz, que no florecen y no dan fruto, una suerte de broma balbuceada de vil cultivo. Sin embargo, cierto día, Kikaku, mi fiel sobrino y discípulo, durante un viaje bajo el cielo de Kioto, estrechando lazos de amistad con Mukai Kyorai, fraternal amigo y poeta predilecto, y bebiendo con él sake y té, conversando sobre lo dulce y lo salado, de lo ácido y de lo suave, aprendió rápidamente la levedad y la profundidad del agua del sentimiento y, a la mañana siguiente, ya sabía también que extrayendo poca agua se puede conocer el gusto de cien ríos.
En el otoño de este año (1686), tú, Kyorai, visitaste el templo de Ise en compañía de tu hermana menor. En el Río Blanco, donde sopla el viento otoñal, te entretuviste después recogiendo cañas en la orilla del mar. Me enviaste hasta mi mesita de trabajo, a través de la puerta de hierba de mi cabaña, la descripción de todo aquello que te había conmovido durante el viaje. La primera vez la declamé con emoción. La segunda vez la recité encantado. La tercera vez la leí intuyendo la perfección. Estás verdaderamente avanzado en este sendero y lo has recorrido hasta el fondo. Al este o hacia el oeste, única es la melancolía del viento de otoño.

lunes, 8 de agosto de 2011

Matsuo Basho: Pequeño manuscrito en el morral (II)




NOTAS DE VIAJE DE UN CRÁNEO

Extrañamente fría es la voz del viento cuando, sin provisiones para un viaje de mil leguas, apoyándome en el bastón de los antiguos, libre de pensamientos durante tres meses, bajo la luz de la luna, me dispongo a abandonar mi cabaña en otoño, octavo mes del año del ratón, hermano mayor de la madera en la era Jokyo.

Pienso en el cráneo
tirado en el campo.
El viento me hiela.


¡Diez otoños!
Edo, más que otras veces,
se convierte en nostalgia.


El día que crucé la frontera
llovía, todos los montes
cubiertos de nubes.


Lluvia y niebla:
encantadoras
antes de llegar al Fuji.



Un tal Chiri me ayudó durante el viaje con toda suerte de atenciones y cuidados. Entre nosotros hubo siempre una relación armoniosa: aquel hombre demostró ser un amigo sincero. Me dedicó un poema:

Oh río profundo.
En el Fuji Basho
confiamos.


Mientras caminábamos por la orilla del río Fuji, oímos el llanto desesperado de un niño de tres años.
“Incapaz de afrontar a flote las olas del mundo, tu vida, efímera como el rocío que espera al sol, fue abandonada a la impetuosa corriente del río. Quizá arrastrada por el viento de la noche como un pequeño trébol que mañana se marchitará”.
Paso, lanzándole los alimentos que llevo en la manga.

Oh llanto que los monos escuchan;
¿qué decir del viento otoñal
que flagela a un niño abandonado?


¿Por qué? ¿Te odió tu padre? ¿Fuiste repudiado por tu madre? No, no fuiste odiado por tu padre ni repudiado por tu madre. Solo del cielo y de tu infeliz destino puedes dolerte.
Cuando cruzamos el río Oi llovió durante todo el día. Chiri compuso estos versos:

Río Oi
en un lluvioso día de otoño:
en Edo contarán los días que llevamos fuera.



Poema compuesto a caballo:

Devorados por los caballos
los hibiscos
de la cuneta del camino.


Amanece: se entrevé la luna velada de la vigésima noche, y las laderas
del monte siguen inmersas en la oscuridad mientras avanzamos asidos a los flecos que cuelgan de los flancos de los caballos, sin haber oído todavía el canto de un gallo. Caminamos con nostálgicas huellas de sueño, como en el Veloz viaje del poeta chino Toboku, y junto a la ciudad de Sayo del Nakayama despertamos de repente.

Despierto sobre el caballo
con un rastro de sueño:
luna remota, humo en los hogares para el té.


Llegamos al santuario de Ise, donde moró el monje poeta Matsubaya Fubaku, en el que permanecimos diez días. No llevo puñal al cinto, solo una taleguilla colgada en el cuello y un rosario de dieciocho cuentas en la mano. Parezco un monje, pero estoy cubierto de polvo; parezco un laico, pero sin pelo. Me consideran un religioso porque llevo la cabeza rapada, pero no me permiten acercarme al sagrario. Por la tarde visito el recinto exterior y me quedo en la densa sombra del pórtico; desde allí veo parpadear las luces de las linternas. El poderoso viento de los pinos de la cumbre me penetra los huesos suscitando profundas emociones en mi ánimo.
Compongo estos versos:

Noche de fin de año sin luna,
la tormenta abraza
cedros milenarios.


Por las pendientes del valle donde se retiró el antiguo y admirado poeta Saigyo discurre un torrente. Contemplo algunas mujeres que lavan patatas en la corriente:

Mujeres lavando patatas;
si fuese Saigyo,
compondría un poema.


Aquel día, a la vuelta, me detengo en una casa de té, donde una moza llamada Mariposa me dijo: “Escribe una poesía sobre mi nombre”. Y me da una tira de seda blanca. Escribí con el pincel:

El aroma de la orquídea
las alas de la mariposa
ha perfumado.


Visito la cabaña de un ermitaño:

Sobre ramas de yedra
y ralo bambú,
una tormenta.


A comienzos del mes largo vuelvo a mi tierra natal, a la heredad familiar: no queda ni rastro en el pabellón norte de la hierba del olvido, que mi madre cuidaba; ha sido arrasada por la escarcha. Mis hermanos, muy cambiados por el tiempo, se me acercan: pintan canas en las sienes y arrugas alrededor de los ojos: “Estamos vivos”, se limitan a decir, y después callan. El mayor desata los cordones de una bolsita de talismanes y susurra: “Venera los cabellos blancos de nuestra madre. Que esta bolsa sea para ti como la preciosa caja de Urashima. Los años también han mudado tus cejas”. Lloramos largamente:

¿En la mano, las canas
no desaparecen
como escarcha de otoño?


Recorremos a pie la provincia de Yamato y llegamos al lugar llamado En Medio del Bambú, en el distrito de Katsuge, desde donde se divisa el pueblo natal de Chiri. Nos demoramos allí algún tiempo, para descansar.

Arco que bate el algodón,
como laúd nos serena
desde el fondo del bambú.


Nos acercamos en peregrinación al templo de Taima, sobre el monte Futagami, y admiramos los pinos del jardín, que parecen milenarios: son tan grandes que en sus copas podría esconderse un buey, como afirma el poeta chino Soshi (Chuangzi). Al contrario que los hombres, los pinos no albergan sentimientos, pero evidentemente Buda también protege su karma, porque aún no han encontrado su camino:

¿Cuantos monjes
y enredaderas habrán muerto?
Permanecen los pinos.


Parto solo hacia las montañas Yoshino, selva verdaderamente impenetrable. Sobre las cimas se adensan blancas nubes y el valle se sepulta bajo la niebla de la lluvia. Aquí y allá se divisan casitas serranas; hacia poniente se oyen los hachazos de los leñadores y el sonido de las campanas hace eco en el ánimo. Desde tiempos remotos, quienes se aventuraban entre estas montañas para apartarse del mundo a menudo se refugiaban y se escondían en la poesía. El monte Rozan de China será similar a estos montes.
Pido hospitalidad para pasar una noche en un templo.

Golpeo el kinuta [soporte de las ofrendas]
para poder oírlo,
esposa del monje.



Los vestigios de la cabaña de paja del venerable Saigyo permanecen al final de un largo sedero invadido de vegetación, a unas doscientas varas, a la derecha del recinto exterior del templo, en un camino apenas recorrido por las desbrozadoras. La cabaña se encuentra situada al borde de un profundo barranco que inspira respeto. El agua clara que cantó en sus versos (“toc, toc”) no ha cambiado, y las gotas siguen cayendo con aquel sonido.

Toc, toc de rocío:
trata de lavar el polvo flotante
del mundo.


Si en el país del sol naciente existiese un hombre como Hakui, príncipe del reino de Shu, capaz de apartarse a un monte y dejarse morir de hambre antes que esquilmar a su pueblo, sin duda se enjuagaría la boca en esta limpia fuente. Si pudiera ofrecérsela a Kyoyo, quien se lavó las orejas cuando le propusieron la sucesión de un trono, el sabio volvería a lavárselas.
Mientras subo y bajo de montaña en montaña, los rayos del sol se van inclinando. Son muchos los lugares famosos que no he podido visitar, pero he rezado ante la tumba del emperador Go Daigo, que se refugió con su corte en estos montes cuando fue depuesto por la espada rival.

¿Atrás quedan los años sobre la tumba,
a los que nunca aguarda
el helecho de la paciencia?


Salgo de la provincia de Yamato, atravieso las tierras de Yamashiro, en la provincia de Omi y llego a Mino, en la orilla oriental del lago Biwa. Superada la roca de Yamanaka (En Medio de los Montes), encuentro el antiguo túmulo de Tokiwa, dama de la corte de la emperatriz Kujoin, cuya vida cesó trágicamente cuando fue sorprendida tras huir con su amante, el valeroso general Yoshimoto. Como escribió el monje poeta Moritake de Ise (inventor del jaiku): “El viento del otoño se parece a Yoshimoto” ¿Pero en qué sentido se semeja a este impetuoso y rebelde guerrero?
También yo compongo un poema:

Viento de otoño
similar al ánimo
de Yoshimoto.


Viento de otoño
en los bosques y el los campos
de la triste frontera de Fuwa.



La noche en que llego a Ogaki me hospedo en casa del comerciante poeta Bokuin, quien ansía mostrarme sus versos. Abandoné la llanura de Musashi con el pensamiento de dejar que mis huesos se blanquearan en los campos.

Todavía no he muerto
en el final de mis notas de viaje
en el crepúsculo otoñal.



Llego al templo de la Verdadera Unión de Kuwana.

Peonias invernales,
las pajaritas de las nieves
son como los cucos.



Cansado de recostarme sobre cojines de hierba, desciendo hacia la playa, aunque el cielo todavía no se ha despejado.

Al alba
los chanquetes,
una pulgada de blancura.



Emprendo un peregrinaje al templo marino de Atsuta.
El interior del templo está completamente en ruinas, los muros derruidos, e invadido por las hierbas. Las cuerdas todavía delimitan el espacio sagrado, donde antiguamente se emplazaba un templete, erigido junto a una piedra consagrada a un dios. De ella brota una maraña de artemisas y de helechos de la paciencia. El lugar posee más encanto ahora que cuando alojaba el solemne templo.

Incluso el helecho de la paciencia
amarillea;
compro un bollo de arroz en la posada.



En el camino hacia Nagoya entono versos:

A Chicusai* me parezco,
con sus locos versos,
el cuerpo al viento que los árboles seca.


——
* Falso médico, protagonista cómico de antiguos relatos, que viajaba con un criado por estas tierras.
——-
Almohadas de hierba,
¿acuosos también los perros como lluvia de otoño?
Nocturnos ladridos.



Camino contemplando la nieve:

Gente de ciudad:
este sombrero vendo,
un sombrero de nieve.


Observo a algunos viajeros:

Incluso los caballos
contemplo,
en la mañana nevada.

Después de recorrer la orilla:
oscuro está el mar,
solo el vago brillo que gañen las gaviotas.



Aquí me desato las sandalias de paja, allí he abandonado el bastón, para descansar.
Hacia fin de año:

Termina el año
mientras todavía uso
un sombrero de juncos y sandalias de paja.



A mi pesar, también paso el fin de año en una casa de montaña:

¿De quién será el hijo
que carga bollitos envueltos en helechos
en el año del buey?



En el camino que lleva a Nara:

Es primavera:
tenue niebla
en una montaña sin nombre.



En el retiro del templo del Segundo Mes:

Al extraer el agua del pozo,
el crepitar del calzado
helado de los monjes.



En el viaje de vuelta a la capital visito la villa campestre de Mitsui Shufu, en la Cascada Sonora.

Bosquecillo de ciruelos:

Blancas flores de ciruelo:
ayer las grullas
me arrobaron.


Perfil
de un roble,
indiferente a las flores.



Encuentro con el generoso monje, el abad Ninko, del Bancal Occidental de Fushimi:

Sobre mi vestido
derrama
los duraznos de Fushimi.



Superado el sendero de montaña, el camino que conduce a Otsu, antigua capital del lago Biwa:

En el sendero montano,
que encanto
las violetas.



Vista del lago:

El pino de Karasaki,
más que de flores,
velado está de niebla.



Tras veinte años, me reúno con un viejo amigo en Minakuchi:

Flores de cerezo
vivieron en medio
de dos vidas.



Un monje de la islita de Sanguisughe en el Izu, que inició una peregrinación en el otoño del año pasado, me reconoce e insiste en acompañarme y en compartir conmigo las almohadas de hierba. Me sigue hasta Owari:

Así ambos
nos alimentaremos de espigas
sobre almohadas de hierba.



Aquel monje me comunica que, en el primer mes de este año, el bonzo Daiten del templo Engaku había mudado de forma. Me parece estar soñando: a lo largo del camino envío un mensaje a mi joven primo y pupilo Kikaku, que fue alumno de Daiten:

Lágrimas
contemplando las azaleas
con nostalgia del ciruelo.



Escribo a Tokoku, mi amigo y mecenas:

Sobre la blanca amapola,
la mariposa deja sus alas
en prenda.



De nuevo en Toyo, me preparo para regresar a las regiones orientales:

Nostalgia de la abeja
que profunda penetra
entre los estambres de la peonia.



Me detengo en la localidad llamada En Medio de los Montes, en la provincia de Kahi:

Se reconforta con el forraje
el potro, después del viaje,
en la posada.


Al final del mes de las liebres vuelvo a mi cabaña para recuperarme de la fatiga del viaje.

Ropas de verano
todavía de piojos
infestadas.

lunes, 1 de agosto de 2011

La lección de san Ambrosio

Cuando Agustín de Hipona tituló su libro Confesiones probablemente consideró que así acentuaba la veracidad de su obra. Escribiría acaso en primera persona para que nadie pudiera dudar de su sinceridad autobiográfica. No sabía, o quizá sí, que un libro no es un confesionario, y que elegir la letra escrita inevitablemente convierte lo verdadero en verosímil y lo real en realista, incluso aunque se tenga la pretensión de redactar un tratado científico, discurso en principio ajeno, a pesar de siglos de irritante escolasticismo, al de un teólogo más o menos consciente de la invención del objeto de su estudio.
Tenía fe Agustín y la transmitió literariamente: invención con convicción de quien amaba los libros como a sí mismo. En 430, en su lecho de muerte, rodeado de sus discípulos, que apenas respiraban para poder oír el mensaje que habrían de repetir nunca adulterado por los siglos de los siglos amén, pronunció sus últimas palabras: “Cuidad bien de mi biblioteca, muchachos”.
¿Sustituyó en algún momento Agustín el interés por lo divino por la pasión por lo libresco o supo siempre que lo uno y lo otro eran indisociables y que Dios era un libro? La respuesta quizá sólo la conociera quien sin duda había sido su confesor, quien le había convertido o convencido al cristianismo: el obispo Ambrosio, a quien la humanidad debería recordar por haber sido capaz de conseguir algo hoy impensable, que Teodosio I prohibiera los juegos olímpicos.
La infancia de Ambrosio, como la de Platón, estuvo ungida por uno de esos sucesos que los protagonistas viven con total naturalidad pero que sus hagiógrafos consideran una señal que adjetivan según su contexto histórico y cultural. En nuestro caso la señal solo podía calificarse de divina, aunque fuera en realidad entomológica: el niño Ambrosio disfrutaba del jardín de su casa patricia cuando un enjambre de abejas vino a revolotear por su rostro hasta que algunas de ellas se deslizaron en el interior de su boca sin picarlo. Cualquier cronista mínimamente objetivo deduciría el consiguiente efecto; desde ese día Ambrosio dedicaría su vida al estudio de las bellas letras, aprendería griego y leería a Virgilio y a Tito Livio.
Y en esa situación lo encontró Agustín siendo ya su mentor obispo en Milán. Nos lo refiere en sus Confesiones: “ Cuando leía –dice asombrado Agustín al sorprender así a Ambrosio-, sus ojos recorrían lentamente las páginas; su espíritu y su corazón estaban alerta para comprender; pero sus labios no se abrían, sino que guardaban silencio”. Hasta ese momento la humanidad lectora había leído siempre en voz alta, mientras paseaba por los pórticos de las bibliotecas o se sentaba en los bancos de la exedra; pero sin acceder a la lectura interior, de la que se desconfiaba. Sócrates sospechaba de la moda de la lectura privada porque el libro no podía sustituir al maestro y debilitaba la memoria. Así nos lo muestra Platón, que parece sentir una especial inquina contra los libros en sus Diálogos. Aunque por sus hechos los conoceréis: reunió en la Academia una estupenda biblioteca y despilfarró su dinero en comprar libros porque era un lector empedernido, lector en voz alta. Con Ambrosio se produjo el cambio; había descubierto el placer individual y oculto del lector que solo se escucha a sí mismo con la voz íntima de la inteligencia. Este episodio también conmocionó en su día al versificador bonaerense Pelegrini, que nunca llegó a poeta porque nunca logró escribir con voz propia; sus versos siempre sonaron a otro. Así se advierte en el poema que dedicó a Ambrosio y que, según él mismo reconoce, se debe al magisterio del gran poeta y bibliotecario argentino Jorge Luis Borges :



La lección de san Ambrosio

Siente Ambrosio la música callada
de un enjambre de palabras en su boca,
lector silente en soledad sonora
que vuela hacia la luz desde la nada.
Tan absorto el santo está en la letra,
tanto anula menos uno sus sentidos,
que no advierte, entre las páginas perdido,
la solícita impaciencia de la uretra.


Emocionémonos con Pelegrini y reivindiquemos la lectura ambrosiana frente a la lectura convertida en espectáculo. Hay que boicotear los actos de nauseabunda lectura colectiva.

Las analectas son para el verano

Matsuo Basho

No hay nada que se contemple que no sea flor; nada que se piense que no sea luna.


Joan Fuster (1955) El descèdit de la realitat:

La pintura abstracta vuelve la espalda a la realidad; el surrealismo no; el surrealismo la presenta como una perfidia indecorosa, la priva del último y más pequeño prestigio que le quedaba: la verosimilitud.


Conde de Villamediana:

Viviendo pareció digno de muerte,
muriendo pareció digno de vida.



William Faulkner:

Es solo en la literatura donde las anécdotas paradójicas y a menudo mutuamente excluyentes de un alma humana pueden yuxtaponerse y amalgamarse, por medio del arte, en un todo de verosimilitud y plausibilidad*.

———
* He decidido conservar este sustantivo de la traducción original, porque, pese a sus dificultades prosódicas, proporciona al enunciado cierta frescura de agua de colonia.


José María Ridao:

La instalación de una corte estable en Madrid [en el siglo XVI] llevó a afirmar, según hizo la historiografía nacionalista, que España gobernó el mundo, cuando en realidad, lo que estrictamente sucedió es que una rama de la dinastía Habsburgo gobernó sus amplísimos dominios desde Castilla. No hubo, por consiguiente, una hacienda española, sino una hacienda de los Habsburgo de la que formaban parte la de Castilla y Aragón, entre otras. Como tampoco hubo tercios españoles en el sentido de que estuvieran compuestos o mandados por españoles, sino fuerzas reclutadas y financiadas por los Habsburgo en sus diversos dominios.


Negro Black:

Resulta paradójico que, en términos ecológicos o de política medioambiental, los discursos conservadores se muestren partidarios de los cambios en favor del progreso y que los discursos progresistas sean conservadores (o conservacionistas).


Spinoza:

La voluntad de Dios no es sino el asilo de la ignorancia.


Pascal Boyer:

Aunque los creyentes suelen atribuir su moralidad a un agente sobrenatural, los modelos cognitivos indican todo lo contrario: nuestros sentimientos morales son reclutados para dar verosimilitud a las nociones morales de la religión.
Esto explica algo obvio y es cómo cada cuerpo doctrinal religioso es reflejo de la realidad social de la que surge, con evidentes injusticias o imperfecciones que difícilmente podrían achacarse a un ser perfecto como Dios.



Enrique Miret Magdalena:

Porque Dios, lejos de ser un amo exigente, es “poesía en la cual se cree”.


Cipolla:

La soberbia hace que tratemos de entender al criminal para combatirlo mejor. La modestia nos obliga al renegar del idiota que lo justifica.


James Wood, Los mecanismos de la ficción:


El realismo no es la imitación de la realidad, sino una representación de la experiencia de la realidad, y por tanto asume dosis de artificio semejantes a las de la vida misma. Y si la realidad ficticia a menudo acude a efectos (o efectismos) es porque el efecto no resta veracidad a la narración, como los sentimientos forma parte de ella.
Y es así, mediante los detalles expuestos con la inteligencia selectiva de un narrador a menudo se alumbra una verdad: la necesidad de”aportar el mejor relato posible de la complejidad de nuestro tejido moral”.



Henry Miller, Trópico de cáncer:

El cáncer del tiempo nos devora a todos.


Manuel Vicent:

[Ezra Pound] fue uno de esos tipos que luchan denodadamente a lo largo de su vida para alcanzar el propio fracaso y no cesan de combatir hasta conseguirlo.


André Geim (físico molecular descubridor del grafeno):

Solo puedo predecir con exactitud el pasado.


Rafael Sánchez Ferlosio:

Convendría, por tanto, señalar que el Nosotros no solo en la gramática es tan persona como el Yo, sino también, por añadidura, como se ha visto en la unanimidad del totalitarismo, muchísimo peor persona.


Gisbert Haefs, “Los juglares y la Historia”, en Babelia, 8-08-2010:


[A mi querido Montenegro, en otro tiempo denostador contumaz de la novela histórica y defensor de la novela periodística]

No es normal sino infame hacer de su gusto personal una ley general —no me ha gustado una novela histórica, entonces todas las novelas históricas son mala literatura— ¿Y el José (y sus hermanos) de Thomas Mann? Ah, no señor, no es novela histórica porque es de Mann.


Antonio Moreno, Nombres del árbol:


[Las palabras]
tan plenas que decirlas
ha sido hacer el mundo y su silencio.



Nietzsche:

La verdad y la mentira no son más que el modo en que una moral determinada trata de imponerse a las otras moralidades.


George Best (extremo izquierdo del Manchester):

En mi vida me he gastado enormes cantidades de dinero en alcohol, drogas y mujeres; el resto lo he despilfarrado.


Charles Simic:

Cada segundo, la tierra es duramente golpeada
por dos kilos de luz solar.



Vargas Llosa, El sueño del celta:

Eso era la historia, una rama de la fabulación que pretendía ser ciencia.


Rubén Darío, “Metempsicosis”:

Yo fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra la reina. Su blancura
y su mirada astral y omnipotente.
Eso fue todo.
Y crujió su espinazo por mi brazo;
y yo, liberto, hice olvidar a Antonio.
(¡Oh el lecho y la mirada y la blancura!)
Eso fue todo.



Javier Marías:

La literatura no sirve para iluminar nada, solo sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay alrededor.

Mel Gibson:

Nadie es ateo cuando la cuerda aprieta.


Kierkegaard:

La vida se vive hacia delante, pero se comprende hacia atrás.


Luc de Clapiers, marqués de Vauvernagues:

La servidumbre envilece a los hombres hasta el punto de lograr que la amen.


Jorge Semprún:

En el fondo, mi patria no es el idioma -como ocurre con la mayoría de los
escritores-, sino lo que se dice.



Macedonio Fernández:


Amor se fue; mientras duró
de todo hizo placer.

Cuando se fue
nada dejó que no doliera.



Anton Chéjov:

“Champagne. Relato de un granuja”

¿Qué otro mal se le puede causar a un pez ya pescado, frito y servido en la mesa con una salsa?


“Los enemigos”

Los desgraciados son egoístas, malvados, injustos, crueles y menos capaces de comprenderse entre sí que los tontos. La desgracia no une, sino que separa a los hombres; e incluso en aquellos casos en que, al parecer, los seres humanos deberían estar ligados por un dolor análogo, se cometen muchas más injusticias y crueldades que entre gentes relativamente satisfechas.

                                                              RICARDO      ...