lunes, 1 de agosto de 2011

La lección de san Ambrosio

Cuando Agustín de Hipona tituló su libro Confesiones probablemente consideró que así acentuaba la veracidad de su obra. Escribiría acaso en primera persona para que nadie pudiera dudar de su sinceridad autobiográfica. No sabía, o quizá sí, que un libro no es un confesionario, y que elegir la letra escrita inevitablemente convierte lo verdadero en verosímil y lo real en realista, incluso aunque se tenga la pretensión de redactar un tratado científico, discurso en principio ajeno, a pesar de siglos de irritante escolasticismo, al de un teólogo más o menos consciente de la invención del objeto de su estudio.
Tenía fe Agustín y la transmitió literariamente: invención con convicción de quien amaba los libros como a sí mismo. En 430, en su lecho de muerte, rodeado de sus discípulos, que apenas respiraban para poder oír el mensaje que habrían de repetir nunca adulterado por los siglos de los siglos amén, pronunció sus últimas palabras: “Cuidad bien de mi biblioteca, muchachos”.
¿Sustituyó en algún momento Agustín el interés por lo divino por la pasión por lo libresco o supo siempre que lo uno y lo otro eran indisociables y que Dios era un libro? La respuesta quizá sólo la conociera quien sin duda había sido su confesor, quien le había convertido o convencido al cristianismo: el obispo Ambrosio, a quien la humanidad debería recordar por haber sido capaz de conseguir algo hoy impensable, que Teodosio I prohibiera los juegos olímpicos.
La infancia de Ambrosio, como la de Platón, estuvo ungida por uno de esos sucesos que los protagonistas viven con total naturalidad pero que sus hagiógrafos consideran una señal que adjetivan según su contexto histórico y cultural. En nuestro caso la señal solo podía calificarse de divina, aunque fuera en realidad entomológica: el niño Ambrosio disfrutaba del jardín de su casa patricia cuando un enjambre de abejas vino a revolotear por su rostro hasta que algunas de ellas se deslizaron en el interior de su boca sin picarlo. Cualquier cronista mínimamente objetivo deduciría el consiguiente efecto; desde ese día Ambrosio dedicaría su vida al estudio de las bellas letras, aprendería griego y leería a Virgilio y a Tito Livio.
Y en esa situación lo encontró Agustín siendo ya su mentor obispo en Milán. Nos lo refiere en sus Confesiones: “ Cuando leía –dice asombrado Agustín al sorprender así a Ambrosio-, sus ojos recorrían lentamente las páginas; su espíritu y su corazón estaban alerta para comprender; pero sus labios no se abrían, sino que guardaban silencio”. Hasta ese momento la humanidad lectora había leído siempre en voz alta, mientras paseaba por los pórticos de las bibliotecas o se sentaba en los bancos de la exedra; pero sin acceder a la lectura interior, de la que se desconfiaba. Sócrates sospechaba de la moda de la lectura privada porque el libro no podía sustituir al maestro y debilitaba la memoria. Así nos lo muestra Platón, que parece sentir una especial inquina contra los libros en sus Diálogos. Aunque por sus hechos los conoceréis: reunió en la Academia una estupenda biblioteca y despilfarró su dinero en comprar libros porque era un lector empedernido, lector en voz alta. Con Ambrosio se produjo el cambio; había descubierto el placer individual y oculto del lector que solo se escucha a sí mismo con la voz íntima de la inteligencia. Este episodio también conmocionó en su día al versificador bonaerense Pelegrini, que nunca llegó a poeta porque nunca logró escribir con voz propia; sus versos siempre sonaron a otro. Así se advierte en el poema que dedicó a Ambrosio y que, según él mismo reconoce, se debe al magisterio del gran poeta y bibliotecario argentino Jorge Luis Borges :



La lección de san Ambrosio

Siente Ambrosio la música callada
de un enjambre de palabras en su boca,
lector silente en soledad sonora
que vuela hacia la luz desde la nada.
Tan absorto el santo está en la letra,
tanto anula menos uno sus sentidos,
que no advierte, entre las páginas perdido,
la solícita impaciencia de la uretra.


Emocionémonos con Pelegrini y reivindiquemos la lectura ambrosiana frente a la lectura convertida en espectáculo. Hay que boicotear los actos de nauseabunda lectura colectiva.

1 comentario:

  1. A propósito del comentario a mis "analectas" sobre el JMJ y, sobre todo, después de leer tu ameno texto sobre san Ambrosio y la lectura silenciosa, me ha venido el recuerdo de cómo los santos capos de la Iglesia conquistaron el poder doctrinal en el desvanecido Imperio Romano, a sangre y fuego, con métodos parecidos a los usados por las familias mafiosas italianas e irlandesas en las metrópolis de la costa este norteamericana durante las primeras décadas del siglo XX.
    De la dilatada historia criminal de la Iglesia —más que silenciosa, silenciada— resulta difícil aislar un episodio. Sin embargo, los sórdidos rifirrafes teológicos en los albores del siglo V, que tras el saqueo de Roma por Alarico (410) se trasladaron al norte de África, tienen el aliciente de ser protagonizados por gángsteres que, con el tiempo y con desparpajo forajido, han sido convertidos en Santos Padres de la Iglesia.
    A san Ambrosio, aparte de la lectura silenciosa, se debe la involuntaria promoción en la curia de san Jerónimo. Ambrosio cayó enfermo cuando iba a ser nombrado secretario del papa san Dámaso. Esta contrariedad obligó a buscar sustituto y el privilegio cayó en el joven Jerónimo de Estridón, más tarde eremita obsesivamente casto de Palestina, que, como sabes, perpetró la traducción canónica de los evangelios, conocida como la "Vulgata". San Jerónimo en Palestina y san Agustín en Cartago hicieron buenas migas epistolares y, en collera, promovieron el infame asesinato de Pelagio, humilde cura britano que tuvo la osadía de declarar que el pecado original no era para tanto y que la salvación podría hallarse en la habilidad moral y en el libre albedrío para evitar la maldad. Esta tesis chocaba frontalmente con las ideas del obispo de Hipona, quien consideraba el pecado original la peor de las lacras del ser humano, de tal suerte que el que no se bautizaba se condenaba sin remisión. Pelagio, por tales argumentos, se atrevió a acusar a Agustín de fatalismo pagano y de, como buen maniqueo, poner el Mal al mismo nivel de Dios. Estos comentarios sancionaron su pena de muerte. Aprovechando que Pelagio predicaba su nefanda doctrina en Palestina, Agustín escribió a Jerónimo para pararle los pies al deslenguado hereje britano, que, dada la influencia del santo traductor, fue ejecutado sin contemplaciones. De este homicidio no podían derivarse problemas de conciencia para los Santos Padres Criminales, porque según postuló el Concilio de Cartago (418), precisamente convocado por san Agustín para combatir la herejía pelagiana, “la muerte es producto del pecado, no de la naturaleza humana”.
    Cuesta creer que a los descendientes de esta chusma, por más señas estupradores de niños, se les permita hacer jornadas mundiales de la juventud.

    Negro Black

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                                                              RICARDO      ...