jueves, 23 de mayo de 2013

Himnos.


Antes de que el partido comience, suenan los himnos: El himno gallego, el de España, el del Camerún, el himno alemán... ¿Por qué la banda no ejecuta también el del árbitro, que también se precia de ser sueco, el del linier que corre por la banda izquierda que está muy orgulloso de su Italia natal y el del que lo hace por la derecha, de complaciente filiación polaca? Junto con la entrada podría incluirse así un pequeño programa sinfónico, que pondría un aperitivo de cultivada serenidad al bronco plato del fútbol, ese nutritivo pienso nacional.
         Si alguna vez alguien ha soñado con el himno universal, las cosas no le pueden ir peor. Los himnos proliferan con la eclosión de administraciones, colegios de braga alta y sociedades deportivas. El clan requiere sus distintivos y su grito de guerra. Pero los himnos nacionales siguen siendo el punto de referencia obligado. Los norteamericanos a los acordes del suyo siguen con la mano en el pecho, la boca ovinamente entreabierta y la garganta como en trance de deglutir una torta de Alcázar. Su himno es, admitámoslo, musicalmente hablando un tanto empalagoso pero eficaz. Es el himno . Entre los himnos históricos, hay dos que nos han conquistado:
         El primero es La Marsellesa. La Marsellesa lo tiene todo. Subyuga, conmueve, persuade. Yo creo que hubo un tiempo en que La Marsellesa era más elocuente que el más incendiario y apasionado speech. Uno imagina una columna de hombres que cruzaba un pueblo camino de París cantando la Marsellesa e intuye que debía de ser muy difícil resistir a la tentación de unirse al grupo dejando ipso facto lo que uno tuviera entre manos -la leña, el pan, las herraduras, las tetas de la vaca o incluso las de la vecina. Es una creación diabólica, como si fuera obra de un flautista de Hämelin de la revolución. En España erizaba el vello de los revoltosos y ponía de punta los pelos de la Autoridad. Franco la tuvo prohibida. Eran los años de la Paz pero estábamos en guerra. No precisamente con Francia (o no exclusivamente) sino quizá con la Historia. La Marsellesa hace mucho que dejó de ser francesa. Si Laocoonte de L’isle se hubiera podido apuntar al copyright las interpretaciones que de su obra ha hecho toda Europa en saltos, barricadas, tumultos y pelotones de fusilamiento le habrían hecho inmensamente rico. Los franceses que al fin y al cabo tienen la denominación de origen viven en cierto modo abrumados por su majestuosa gravitación y la cantan con cualquier pretexto en un ritornello machacón y obsesionante.
         El segundo es el himno alemán. Que uno de los pueblos más militaristas de Europa se adorne con esta exquisita pieza clásica, salida de la depurada arquitectura de un cuarteto de cuerda, es un completo enigma. Ni rastro de ejércitos en marcha, el tronar del cañón ni la cabalgata de las Walkirias. Es cántico que fluye, lírico y evocador, sereno y orgulloso como una pura emanación telúrica. Musicalmente es el himno insuperable, prefiere lo profundo a lo colorista y la elocuencia a la retórica,  o por decirlo de otra forma, es la antítesis del himno italiano. En cuanto a sus efluvios y evocaciones, justo al borde de lo sublime se abren las flores de inquietantes abismos. Es peligroso asomarse.
         Un gran acierto es la recuperación del himno soviético, que tiene esa cosa grandiosa y esteparia que les sale a los compositores rusos cuando se ponen épicos y estupendos.
         En cuanto al himno español, no parece de los más indicados para levantar el espíritu. Es insípida salmodia que avanza como un coche fúnebre bajo el boom boom de la percusión. Además resulta que tiene letra. El maridaje es brutal, asfixiante, casi infrahumano. Parece como si el corneta se hubiera asociado con el cabo para hacer un destilado de todo el lirismo que encierra la vida de cuartel. Imposible tomárselo en serio.
         Siempre recuerdo aquella secuencia inolvidable que Paul Henried protagoniza en Casablanca. En el café, un grupo de alemanes entona canciones militares. Entonces, el resistente, puesto en pie, empieza a cantar La Marsellesa, al principio solo, y poco a poco más y más gargantas se van sumando a lo que termina por ser un coro ensordecedor, enardecido que se traga las voces germanas como una gigantesca y exaltada ola. Imagínemos por un momento que esta película fuera española, que esta escena transcurriera en un café del Sahara y que los parroquianos, con las caras incendiadas de pasión, gravemente erguidos, se arrancaran con el chirla-chirla. Demoledor. Habríamos pasado de Casablanca a Una noche en Casablanca, de los hermanos Marx.
         ¿Y el himno universal? Es una quimera. ¿Por qué va a extasiarse un indio misquito o un lapón con la Oda a la Alegría?
         El himno universal ya está compuesto y suena desde siempre en todos sitios y a todas horas. Radiación de fondo, eco de la gran explosión o ruido del caos primigenio. Lo mismo da. En su seno se han colado en un paréntesis casi infinitesimal los otros himnos, ridículos hiatos de armonía en medio de la cacofonía indescifrable y eterna.

         Emilio Gómez Sella. El Correo de Andalucía. 12-2-2013.

domingo, 13 de enero de 2013

Machaquito. (Memorabilia. I)

Machaquito de Hamburgo fue un matador de novillos alemán, de quien se tuvo noticia por su actuación en Xochimilco (departamento federal de Méjico), el 13 de marzo de 1927. Aunque se dio buena traza, no sabemos que persistiera en su idea de ser torero.


Esta breve nota en el Cossío no menciona nombre ni apellidos de quien, según se dice, siempre los ocultó porque quiso ser conocido sólo por el apodo con el que se anunció en su corta carrera como novillero. Había llegado a España en 1920 y casi de inmediato había caído fascinado por el que a sus ojos era un país hospitalario y cálido, en el que la mugre y las moscas no conseguían reprimir la alegría y la gracia de un pueblo vivo, chispeante y a la vez profundo, apasionado y asceta. Debía de ser un hombre leído y de alguna cultura, como se desprende de la lectura de las notas dispersas que han llegado a nosotros y que estaban en manos de quien fuera su apoderado. No parecen los apuntes de un viajero, sino los de alguien decidido a querer ser español y específicamente andaluz. Al futuro Machaquito le fascinaba, por ejemplo, la actitud de los españoles ante un problema transcendental como la muerte. En una de sus notas, fechada en 1921, comenta la emoción que le causó la lectura de unos versos de Miguel de Unamuno en los que se refería de manera agónica a “este buitre voraz de ceño torvo que me devora las entrañas fiero”. Esa misma noche, en una taberna de La Carolina (ya había traspasado Despeñaperros en busca de su tierra prometida) escuchó a un parroquiano entonar esta copla:
Cuando me pongo a pensar

que me tengo que morir

yo tiro una manta al suelo

y me jarto de dormir.


No le quedó ninguna duda. Había que acudir allí donde había sido posible la conjunción de la sombra y la luz, de la angustia y el oropel, del cáliz y el palo cortado, de la tragedia y la vida: Andalucía.

Cuando llegó a Granada, ya había sucumbido por completo a la “quincalla meridional” de la que años más tarde hablaría nuestro más renombrado filósofo en un artículo publicado en El Sol. Se sabe poco de su etapa granadina, aunque su presencia no pasó inadvertida. En The Art of Flamenco, publicado por Donn Pohren en 1963, se recogen algunos recuerdos del cantaor Manolo Caracol. Al repasar su vida, de pronto lo vemos a los doce años, participando en el Concurso Nacional de Cante Jondo celebrado en Granada en 1922 con el nombre de “el Niño de Caracol”. Ganó el primer premio (mil pesetas y un diploma acreditativo), ex aequo con Diego Bermúdez, “Tenazas de Morón”, que era ya un anciano. Cuenta Manolo Caracol que en la Plaza de los Aljibes había un público extraño, que luego supo compuesto por pintores, poetas periodistas y pocos cantaores: “Hasta había un alemán con aire de chico grande que se acercó a saludarme”.

A partir de este punto se pierde la pista de Machaquito. Parece improbable que la familia del niño cantaor, en la que figuraban también toreros de la saga de Enrique Ortega el Gordo, terminara por amparar a tan raro admirador y hasta quién sabe si, entre sorprendidos y divertidos, lo iniciaran en su conversión andalusí.

De los años andaluces de Machaquito sólo queda un misterio y un apunte: en un artículo publicado por el musicólogo Arcadio Larrea titulado “La copla andaluza”, al que hacen referencia el poeta Ricardo Molina y el cantaor Antonio Mairena en su libro Mundo y formas del cante flamenco, se recoge una taranta que dicen magistralmente cantada por Pastora Pavón “Niña de los Peines”:
Del agua que no descansa

ha aprendío el molinero

el gozo del caminar,

y yo caminar no quiero,

que solo quiero llorar.

¿Es fruto de la casualidad que esta copla recuerde tan evidentemente el primer lied del ciclo “Die Schöne Mullerin” de Schubert? Lo compuso en 1823 con poemas de Wilhelm Müller, y lo tituló “Das Wandern”. Sus versos no dejan lugar a dudas:

Das Wandern ist des Müllers Lust,

Das Wandern!

Das muß ein schlechter Müller sein,

Dem niemals fiel das Wandern ein,

Das Wandern.

Vom Wasser haben wir's gelernt,

Vom Wasser!

Das hat nicht Rast bei Tag und Nacht,

Ist stets auf Wanderschaft bedacht,

Das Wasser.


Para quien escribe estas líneas, que recibiría agradecido cualquier información sobre nuestro personaje, la solución a esta enigmática coincidencia solo tiene un nombre: Machaquito de Hamburgo.   Publicado el 26 de Mayo de 2010 por Montenegro.

                                                              RICARDO      ...