Antes de que el partido comience, suenan
los himnos: El himno gallego, el de España, el del Camerún, el himno alemán...
¿Por qué la banda no ejecuta también el del árbitro, que también se precia de
ser sueco, el del linier que corre por la banda izquierda que está muy
orgulloso de su Italia natal y el del que lo hace por la derecha, de
complaciente filiación polaca? Junto con la entrada podría incluirse así un
pequeño programa sinfónico, que pondría un aperitivo de cultivada serenidad al
bronco plato del fútbol, ese nutritivo pienso nacional.
Si
alguna vez alguien ha soñado con el himno universal, las cosas no le pueden ir
peor. Los himnos proliferan con la eclosión de administraciones, colegios de
braga alta y sociedades deportivas. El clan requiere sus distintivos y su grito
de guerra. Pero los himnos nacionales siguen siendo el punto de referencia
obligado. Los norteamericanos a los acordes del suyo siguen con la mano en el
pecho, la boca ovinamente entreabierta y la garganta como en trance de deglutir
una torta de Alcázar. Su himno es, admitámoslo, musicalmente hablando un tanto
empalagoso pero eficaz. Es el himno . Entre los himnos históricos, hay dos que
nos han conquistado:
El
primero es La Marsellesa. La Marsellesa lo tiene todo. Subyuga,
conmueve, persuade. Yo creo que hubo un tiempo en que La Marsellesa era más elocuente que el más incendiario y apasionado speech. Uno imagina una columna de
hombres que cruzaba un pueblo camino de París cantando la Marsellesa e intuye que debía de ser muy difícil resistir a la
tentación de unirse al grupo dejando ipso facto lo que uno tuviera entre manos
-la leña, el pan, las herraduras, las tetas de la vaca o incluso las de la
vecina. Es una creación diabólica, como si fuera obra de un flautista de Hämelin
de la revolución. En España erizaba el vello de los revoltosos y ponía de punta
los pelos de la Autoridad. Franco la tuvo prohibida. Eran los años de la Paz
pero estábamos en guerra. No precisamente con Francia (o no exclusivamente)
sino quizá con la Historia. La Marsellesa hace mucho que dejó de ser francesa.
Si Laocoonte de L’isle se hubiera podido apuntar al copyright las interpretaciones que de su obra ha hecho toda Europa
en saltos, barricadas, tumultos y pelotones de fusilamiento le habrían hecho inmensamente
rico. Los franceses que al fin y al cabo tienen la denominación de origen viven
en cierto modo abrumados por su majestuosa gravitación y la cantan con
cualquier pretexto en un ritornello
machacón y obsesionante.
El
segundo es el himno alemán. Que uno de los pueblos más militaristas de Europa se
adorne con esta exquisita pieza clásica, salida de la depurada arquitectura de
un cuarteto de cuerda, es un completo enigma. Ni rastro de ejércitos en marcha,
el tronar del cañón ni la cabalgata de las Walkirias. Es cántico que fluye,
lírico y evocador, sereno y orgulloso como una pura emanación telúrica.
Musicalmente es el himno insuperable, prefiere lo profundo a lo colorista y la
elocuencia a la retórica, o por decirlo
de otra forma, es la antítesis del himno italiano. En cuanto a sus efluvios y
evocaciones, justo al borde de lo sublime se abren las flores de inquietantes
abismos. Es peligroso asomarse.
Un
gran acierto es la recuperación del himno soviético, que tiene esa cosa
grandiosa y esteparia que les sale a los compositores rusos cuando se ponen
épicos y estupendos.
En
cuanto al himno español, no parece de los más indicados para levantar el
espíritu. Es insípida salmodia que avanza como un coche fúnebre bajo el boom
boom de la percusión. Además resulta que tiene letra. El maridaje es brutal,
asfixiante, casi infrahumano. Parece como si el corneta se hubiera asociado con
el cabo para hacer un destilado de todo el lirismo que encierra la vida de
cuartel. Imposible tomárselo en serio.
Siempre
recuerdo aquella secuencia inolvidable que Paul Henried protagoniza en Casablanca. En el café, un grupo de
alemanes entona canciones militares. Entonces, el resistente, puesto en pie,
empieza a cantar La Marsellesa, al principio solo, y poco a poco más y más
gargantas se van sumando a lo que termina por ser un coro ensordecedor,
enardecido que se traga las voces germanas como una gigantesca y exaltada ola.
Imagínemos por un momento que esta película fuera española, que esta escena
transcurriera en un café del Sahara y que los parroquianos, con las caras
incendiadas de pasión, gravemente erguidos, se arrancaran con el chirla-chirla.
Demoledor. Habríamos pasado de Casablanca
a Una noche en Casablanca, de los
hermanos Marx.
¿Y
el himno universal? Es una quimera. ¿Por qué va a extasiarse un indio misquito
o un lapón con la Oda a la Alegría?
El
himno universal ya está compuesto y suena desde siempre en todos sitios y a
todas horas. Radiación de fondo, eco de la gran explosión o ruido del caos
primigenio. Lo mismo da. En su seno se han colado en un paréntesis casi
infinitesimal los otros himnos, ridículos hiatos de armonía en medio de la
cacofonía indescifrable y eterna.
Emilio
Gómez Sella. El Correo de Andalucía. 12-2-2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario