lunes, 31 de mayo de 2010

miércoles, 26 de mayo de 2010

Machaquito







Machaquito de Hamburgo fue un matador de novillos alemán, de quien se tuvo noticia por su actuación en Xochimilco (departamento federal de Méjico), el 13 de marzo de 1927. Aunque se dio buena traza, no sabemos que persistiera en su idea de ser torero.
Esta breve nota en el Cossío no menciona nombre ni apellidos de quien, según se dice, siempre los ocultó porque quiso ser conocido sólo por el apodo con el que se anunció en su corta carrera como novillero. Había llegado a España en 1920 y casi de inmediato había caído fascinado por el que a sus ojos era un país hospitalario y cálido, en el que la mugre y las moscas no conseguían reprimir la alegría y la gracia de un pueblo vivo, chispeante y a la vez profundo, apasionado y asceta. Debía de ser un hombre leído y de alguna cultura, como se desprende de la lectura de las notas dispersas que han llegado a nosotros y que estaban en manos de quien fuera su apoderado. No parecen los apuntes de un viajero, sino los de alguien decidido a querer ser español y específicamente andaluz. Al futuro Machaquito le fascinaba, por ejemplo, la actitud de los españoles ante un problema transcendental como la muerte. En una de sus notas, fechada en 1921, comenta la emoción que le causó la lectura de unos versos de Miguel de Unamuno en los que se refería de manera agónica a “este buitre voraz de ceño torvo que me devora las entrañas fiero”. Esa misma noche, en una taberna de La Carolina (ya había traspasado Despeñaperros en busca de su tierra prometida) escuchó a un parroquiano entonar esta copla:

Cuando me pongo a pensar
que me tengo que morir
yo tiro una manta al suelo
y me jarto de dormir.

No le quedó ninguna duda. Había que acudir allí donde había sido posible la conjunción de la sombra y la luz, de la angustia y el oropel, del cáliz y el palo cortado, de la tragedia y la vida: Andalucía.
Cuando llegó a Granada, ya había sucumbido por completo a la “quincalla meridional” de la que años más tarde hablaría nuestro más renombrado filósofo en un artículo publicado en El Sol. Se sabe poco de su etapa granadina, aunque su presencia no pasó inadvertida. En The Art of Flamenco, publicado por Donn Pohren en 1963, se recogen algunos recuerdos del cantaor Manolo Caracol. Al repasar su vida, de pronto lo vemos a los doce años, participando en el Concurso Nacional de Cante Jondo celebrado en Granada en 1922 con el nombre de “el Niño de Caracol”. Ganó el primer premio (mil pesetas y un diploma acreditativo), ex aequo con Diego Bermúdez, “Tenazas de Morón”, que era ya un anciano. Cuenta Manolo Caracol que en la Plaza de los Aljibes había un público extraño, que luego supo compuesto por pintores, poetas periodistas y pocos cantaores: “Hasta había un alemán con aire de chico grande que se acercó a saludarme”.
A partir de este punto se pierde la pista de Machaquito. Parece improbable que la familia del niño cantaor, en la que figuraban también toreros de la saga de Enrique Ortega el Gordo, terminara por amparar a tan raro admirador y hasta quién sabe si, entre sorprendidos y divertidos, lo iniciaran en su conversión andalusí.
De los años andaluces de Machaquito sólo queda un misterio y un apunte: en un artículo publicado por el musicólogo Arcadio Larrea titulado “La copla andaluza”, al que hacen referencia el poeta Ricardo Molina y el cantaor Antonio Mairena en su libro Mundo y formas del cante flamenco, se recoge una taranta que dicen magistralmente cantada por Pastora Pavón “Niña de los Peines”:

Del agua que no descansa
ha aprendío el molinero
el gozo del caminar,
y yo caminar no quiero,
que solo quiero llorar.


¿Es fruto de la casualidad que esta copla recuerde tan evidentemente el primer lied del ciclo “Die Schöne Mullerin” de Schubert? Lo compuso en 1823 con poemas de Wilhelm Müller, y lo tituló “Das Wandern”. Sus versos no dejan lugar a dudas:

Das Wandern ist des Müllers Lust,
Das Wandern!
Das muß ein schlechter Müller sein,
Dem niemals fiel das Wandern ein,
Das Wandern.

Vom Wasser haben wir's gelernt,
Vom Wasser!
Das hat nicht Rast bei Tag und Nacht,
Ist stets auf Wanderschaft bedacht,
Das Wasser.


Para quien escribe estas líneas, que recibiría agradecido cualquier información sobre nuestro personaje, la solución a esta enigmática coincidencia solo tiene un nombre: Machaquito de Hamburgo.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Que viene la tramontana.

Para lo que se estila en mi tierra, me confieso un simple aficionado a la previsión meteorológica. Me cuesta distinguir el mestral del gregal, los mil matices del azul del mar no me aclaran nada y las formas que adquieren las nubes en el momento del crepúsculo se me antojan tan finas y tan delicadas como caprichosas, volubles y carentes de significado. Sin embargo, la comarca produce una floración asombrosa de meteorólogos aficionados, sujetos que atesoran una sabiduría milenaria y que pueden leer a libro abierto en el filo de un cirro, individuos a quienes un leve susurro de brisa les habla en román paladino, personas que formulan pronósticos rotundos que no conviene tomar siempre al pie de la letra. No se me interprete mal. No quiero decir con esto que estas previsiones sean completamente ilusorias o que carezcan de fundamento. Ocurre que esta sabiduría, como cualquier ciencia empírica, es algo ingobernable, correoso, siempre dispuesto a irse de las manos y a dejar en mal lugar al catavientos más fino.

Por la tarde vienen los tíos. En la terraza, mientras la tarde declina lentamente y el crepúsculo pone los últimos relumbres de fragua sobre la bahía, la conversación decae por momentos. Mi tío guarda silencio pero le noto inquieto, hipersensible, mientras escudriña el universo como si buscase algo. De repente, como alertado por un soplo de brisa, se levanta, se acerca a la barandilla y arruga el ceño con la atención de un perro sabueso que acecha una presa invisible. En un tono de alarma que me parece desproporcionado, le oigo exclamar: “¡Mira, mira!”, y señala un lejano rizarse del agua en el mar, el flamear de unas ropa tendida, y después, como si hubiese reunido ya todas las evidencias que necesitaba, vuelve a sentarse con una serenidad estoica: “Otra vez la tramontana”. Después con un tono lúgubre, con una especie de pesimismo triunfal, remacha: “Ya la tenemos encima. Esta noche volverá a soplar”. Y lo cierto es que que no se ha movido ni una hoja, la noche ha estado encalmada y ha amanecido un día completamente sereno.

Sería una ingenuidad por mi parte pretender añadir algo sobre la tramontana. Es el viento más transitado del país, desde las tesis de los psiquiatras a los juegos florales pasando por el inevitable Dalí y por los escritores ampurdaneses. Pero la cosa no acaba ahí. Ni mucho menos. La tramontana es la obsesión local. Es difícil asistir a una conversación en la que no acabe saliendo a relucir la tramontana. La tramontana por aquí, la tramontana por allá y siempre esa frase –pronúnciese con una pizca de perplejidad y de melancolía- inevitable: De tota manera, ja no n´hi ha tramontanades com aquelles d'avans. Una frase que se escucha en las ramblas del Ampurdán desde la época en que empezaban a ponerse en pie los primeros menhires.

La tramontana, hay que reconocerlo, tiene mucha personalidad, lo que justifica en parte otra consecuencia fatal: La personificación animista con la que se habla de ella. Al atardecer, la tramontana va muriendo. ¡Cuidado!, si no queda completamente muerta, se alzará otra vez de sus cenizas con una furia renovada. Para cualquiera que haya pasado la experiencia de una noche a su merced esto no tiene nada de particular. Habría que ser un cyborg para sustraerse a la idea de haber caído en las garras de una bestia desaforada y diabólica que aúlla y vocifera, que gime y que llora, mientras las tablas de las persianas saltan, los objetos brincan y vuelan, la estructura de las casas cruje y los nervios se van tensando como cuerdas de violín.

¿Cuando viene la tramontana? Teorías hay muchas. El señor Bonaterra examinará las cintas sonrosadas que pintan sobre el horizonte los rayos del sol poniente. El señor Solá, las bandas de azul oscuro y turbio que parten por medio la superficie del mar. El señor Llach, la forma y la disposición de las nubes lejanas. Pero el argumento definitivo, inapelable, lo proporciona el señor Vinyes:

-Sí, esto es muy difícil pero una cosa es segura, y no se lo digas a nadie: Si sales a la calle y empieza a soplar viento fuerte, racheado, de componente norte, entonces, noi, es que hay tramontana.

                                                              RICARDO      ...