miércoles, 5 de mayo de 2010

Que viene la tramontana.

Para lo que se estila en mi tierra, me confieso un simple aficionado a la previsión meteorológica. Me cuesta distinguir el mestral del gregal, los mil matices del azul del mar no me aclaran nada y las formas que adquieren las nubes en el momento del crepúsculo se me antojan tan finas y tan delicadas como caprichosas, volubles y carentes de significado. Sin embargo, la comarca produce una floración asombrosa de meteorólogos aficionados, sujetos que atesoran una sabiduría milenaria y que pueden leer a libro abierto en el filo de un cirro, individuos a quienes un leve susurro de brisa les habla en román paladino, personas que formulan pronósticos rotundos que no conviene tomar siempre al pie de la letra. No se me interprete mal. No quiero decir con esto que estas previsiones sean completamente ilusorias o que carezcan de fundamento. Ocurre que esta sabiduría, como cualquier ciencia empírica, es algo ingobernable, correoso, siempre dispuesto a irse de las manos y a dejar en mal lugar al catavientos más fino.

Por la tarde vienen los tíos. En la terraza, mientras la tarde declina lentamente y el crepúsculo pone los últimos relumbres de fragua sobre la bahía, la conversación decae por momentos. Mi tío guarda silencio pero le noto inquieto, hipersensible, mientras escudriña el universo como si buscase algo. De repente, como alertado por un soplo de brisa, se levanta, se acerca a la barandilla y arruga el ceño con la atención de un perro sabueso que acecha una presa invisible. En un tono de alarma que me parece desproporcionado, le oigo exclamar: “¡Mira, mira!”, y señala un lejano rizarse del agua en el mar, el flamear de unas ropa tendida, y después, como si hubiese reunido ya todas las evidencias que necesitaba, vuelve a sentarse con una serenidad estoica: “Otra vez la tramontana”. Después con un tono lúgubre, con una especie de pesimismo triunfal, remacha: “Ya la tenemos encima. Esta noche volverá a soplar”. Y lo cierto es que que no se ha movido ni una hoja, la noche ha estado encalmada y ha amanecido un día completamente sereno.

Sería una ingenuidad por mi parte pretender añadir algo sobre la tramontana. Es el viento más transitado del país, desde las tesis de los psiquiatras a los juegos florales pasando por el inevitable Dalí y por los escritores ampurdaneses. Pero la cosa no acaba ahí. Ni mucho menos. La tramontana es la obsesión local. Es difícil asistir a una conversación en la que no acabe saliendo a relucir la tramontana. La tramontana por aquí, la tramontana por allá y siempre esa frase –pronúnciese con una pizca de perplejidad y de melancolía- inevitable: De tota manera, ja no n´hi ha tramontanades com aquelles d'avans. Una frase que se escucha en las ramblas del Ampurdán desde la época en que empezaban a ponerse en pie los primeros menhires.

La tramontana, hay que reconocerlo, tiene mucha personalidad, lo que justifica en parte otra consecuencia fatal: La personificación animista con la que se habla de ella. Al atardecer, la tramontana va muriendo. ¡Cuidado!, si no queda completamente muerta, se alzará otra vez de sus cenizas con una furia renovada. Para cualquiera que haya pasado la experiencia de una noche a su merced esto no tiene nada de particular. Habría que ser un cyborg para sustraerse a la idea de haber caído en las garras de una bestia desaforada y diabólica que aúlla y vocifera, que gime y que llora, mientras las tablas de las persianas saltan, los objetos brincan y vuelan, la estructura de las casas cruje y los nervios se van tensando como cuerdas de violín.

¿Cuando viene la tramontana? Teorías hay muchas. El señor Bonaterra examinará las cintas sonrosadas que pintan sobre el horizonte los rayos del sol poniente. El señor Solá, las bandas de azul oscuro y turbio que parten por medio la superficie del mar. El señor Llach, la forma y la disposición de las nubes lejanas. Pero el argumento definitivo, inapelable, lo proporciona el señor Vinyes:

-Sí, esto es muy difícil pero una cosa es segura, y no se lo digas a nadie: Si sales a la calle y empieza a soplar viento fuerte, racheado, de componente norte, entonces, noi, es que hay tramontana.

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