sábado, 15 de enero de 2011

Floyd Patterson en Madrid


«Lo que me asusta no es que me hagan daño, lo que me asusta es perder. Perder entre las ocho cuerdas no es lo mismo que perder en cualquier otro sitio. Un púgil que ha sido vencido por k.o. o por inferioridad manifiesta sufre de un modo que no podrá olvidar nunca. Le pegan la paliza bajo los focos, con miles de testigos que lo insultan y le escupen, y sabe que también lo están viendo otros muchísimos miles de personas a través de la televisión y de los noticiarios cinematográficos».
El que había sido el más joven campeón del mundo de todos los tiempos y era uno de los boxeadores más inseguros de todos los tiempos acababa de ser derrotado en el Yankee Stadium por un sueco enorme y fanfarrón, Ingemar Johansson, que lo había machacado en el tercer asalto haciéndole besar la lona cinco veces. Era el 26 de junio de 1959. Cuando perdía, solo quería huir, de todos y de todo, pero fundamentalmente de sí mismo; pasaba semanas sin salir de su casa y de su cama, viviendo como había nacido, a oscuras. Esta vez tardó un año en recuperarse. En marzo de 1961, en Polo Grounds, se le presentó la oportunidad de vengarse de Johansson. En el quinto asalto cazó al sueco con dos ganchos terroríficos. Johansson dobló la rodilla y lo miró desde abajo con los ojos a la deriva y la mandíbula torcida. Pero nunca había podido ensañarse con ningún hombre vencido; se dio la vuelta y esperó a que el árbitro contara. Le faltaba instinto asesino.
Floyd Patterson había nacido pobre en Waco, Carolina del Norte, un invierno de 1935. Moriría en su casa de Brooklyn a los 71 años después de ocho años de Alzheimer. Su último combate lo libró ante «el más grande» en el Madison de Las Vegas en octubre de 1972. Cayó por un k.o. incontestable en el séptimo. Al recuperarse pronunció una frase que recogieron todos los medios: «Al final comprendí que yo era un boxeador; él, en cambio, era Historia». A Patterson siempre le había gustado hablar, en ocasiones con un tono sentencioso que no le había granjeado la simpatía del mundo del boxeo. Para la mayoría era un tipo raro, «una especie de vegetariano rodeado de bestias carnívoras», había escrito Norman Mailer.
El periodista y escritor A. J. Liebling estuvo junto a Patterson el día de la peor derrota de su vida, que no fue la de Johansson. Se dijo que era el único a quien el campeón herido había hecho alguna confidencia después del fracaso. Estamos en 1962. Liebling, que había acudido a cubrir el combate por cuenta de The New Yorker, nunca publicó las supuestas declaraciones. Murió en diciembre de 1963. Entre sus papeles, aparecieron unos folios manuscritos fechados en abril de ese mismo año.
«Cuando te noquean con un buen golpe, no sientes dolor. Flotas. Es como si estuvieras borracho. Sientes que quieres a todo el mundo. Y a mí me habían golpeado desde pequeño. Me crié en un piso sin agua caliente en Brooklyn, compartiendo cama con dos de mis diez hermanos». Fue un niño introvertido que tenía pesadillas y que aprendió pronto a huir: deambulaba por las calles o se subía a trenes que le llevaban por la ciudad hasta volver tarde, a su barrio. Los vecinos lo encontraban a veces escondido en un callejón, como sonámbulo. Solo quería perderse. Empezó a robar, pequeños hurtos, comida para llevar a su madre, absentismo escolar, jueces, y el internamiento en la Wiltwick School. «Sentí rabia contra mi madre, a mi padre casi no lo veía. Creí que era la cárcel, pero no, era una especie de granja en la que había un arroyo en el que podíamos bañarnos. Nunca me pusieron la mano encima; me enseñaron a leer y a expresarme. Siempre les estaré gradecido, me pusieron en el buen camino». El buen camino fue el gimnasio Grammercy de la calle Catorce Este, al que llegaría con casi quince años el joven Floyd. Allí trabajaban dos de sus hermanos. El dueño era Cus D’Amato, que dormía en el trastero. También había salido de las calles y tenía un ojo ciego para siempre como recuerdo; dormía con un arma bajo la almohada; era aficionado a los libros de historia militar y a la obra de Nietzsche. Como diría de él un joven Norman Mailer que acostumbraba a visitar el gimnasio, «poseía el entusiasmo de un santo de esos que son todo manos a la obra y poca vida contemplativa; hacía pensar en un tipo de niño duro, italiano, que abundaba en Brooklyn. Eran niños simpáticos, rara vez malintencionados, pero que, a juzgar, al menos, por su comportamiento, no conocían el miedo. Eran capaces de enfrentarse a cualquiera».
A Cus le gustó el muchacho nada más verlo. Era rápido, disciplinado, y tenía un imponente gancho de izquierda. «Cus fue siempre como mi padre. Me enseñó no solo a boxear, me enseñó a observar al rival, a saber en qué podía estar pensando, en su próximo golpe. Aunque yo ya sabía que nunca debería esperar nada de quien tuviera enfrente, fuera un boxeador o el hombre que me miraba desde el espejo haciendo guantes. Con el tiempo, el viejo Cus se daría cuenta de que su pupilo tenía de cristal la mandíbula y el alma, de que no podía dejar de sentir simpatía por los púgiles con los que me enfrentaba. También supo que tenía miedo. Al final no confiaba en mí».
Los comienzos de Patterson fueron espectaculares; solo una derrota en sus treinta y seis primeros combates. Se le consideraba un boxeador elegante y de pegada dura que también sabía encajar. Se fue convirtiendo en un caballero del ring que sorprendía por su amabilidad: peleando con Tommy «Hurricane» Anderson, no dejó de instigar constantemente al árbitro para que detuviera el combate y evitara un castigo innecesario a su contrincante. «Si ya tienes ganada la pelea, por qué vas a machacar al contrario. Sabes que va a perder y a sentir humillación y vergüenza, y que la va a tener que pasar solo, porque en esos momentos, chico, te va a dar la espalda hasta tu madre. Yo solo quería volver a mi rincón. Creo que, en el fondo, siempre he estado queriendo volver a aquel callejón de Brooklyn».
El 25 de septiembre de 1962, en el Comiskey Park de Chicago, los cincuenta mil asistentes al combate llevaban semanas escuchando y leyendo lo que las radios y los diarios anticipaban, la posible derrota del campeón y el enfrentamiento reducido al simplismo de negro malo contra negro bueno. La literaturización del acontecimiento llegó de la mano de dos novelistas a sueldo de dos revistas. Para Norman Mailer, pagado por la revista Esquire, Patterson era un imposible, alguien que quería ser un gran púgil sin dejar de ser un tipo amigable, integrado. Liston, en cambio, era un tipo desesperado, borracho, ex presidiario, yonqui, capaz de sacarte de un apuro por la vía dura. Para James Baldwin, contratado por Nugget aunque no tenía ni idea de boxeo, Liston era un patán grotesco; a Patterson le regaló un ejemplar dedicado de Nadie sabe mi nombre.
En la mañana del combate, Floyd Patterson era el campeón del mundo. « Pasaba horas tumbado, medio dormido, escuchando mi música preferida, Music for Lovers Only. Me llegaban algunas noticias de mi rival. Estaba en todos los periódicos, los periodistas le buscaban, y aunque tenía problemas para pronunciar la palabra rehabilitación no tenía ninguno para proclamar “no quiero noquear a mi adversario. Quiero pegarle, alejarme, y mirar cómo le duele. Yo quiero su corazón”. Durante el pesaje no le miré a los ojos, a fin de cuentas íbamos a pelear, lo cual no tenía nada de agradable». Con los contendientes en el ring, desfilaron Joe Louis, Rocky Marciano, Johansson, Ezzard Charles, Barney Ross, Dick Tiger y Archie Moore. El último en subir fue un joven púgil de Louisville llamado Cassius Clay. En las primeras filas, se sentaban escritores, actores y cantantes; y el grupo de mafiosos que apoyaba a Liston y que consideraban a Patterson un bicho raro, un vegetariano o cosa parecida.
Cuando sonó la campana, inexplicablemente, Patterson entró en la distancia corta. Con un pegador como Liston, la estrategia era suicida. Recibió una izquierda, lanzó un gancho fallido y encajó golpes en las costillas y en el hígado. Había pasado un minuto. Liston lanzó un uppercut de derecha que le llegó en pleno rostro. El campeón no se recuperó. «Después de varios ganchos de izquierda, me refugié en las cuerdas y apoyé el brazo izquierdo en ellas. El siguiente gancho de izquierda me alcanzó en plena mandíbula. No logré levantarme antes de que me contaran diez. Cuantos más placeres te dé la vida, más temerás a la muerte». Fue el tercer k.o. más rápido de la historia del campeonato de los pesos pesados.
Antes de bajar del cuadrilátero, el ex campeón dedicó palabras elogiosas para quien le acababa de noquear, y en el vestuario, contestó reposado a las preguntas de los periodistas. Cuando todo el mundo se marchó, se vistió y se pegó la barba postiza. Esperó hasta que el estadio se hubo vaciado y se metió en su coche para tomar una autopista en dirección este. El viaje hasta su campo de entrenamiento de Highland Mills duró unas veinticuatro horas. Le dolía la cabeza. Poco más tarde, se presentó en el aeropuerto neoyorquino de Idlewild con el pasaporte, una maleta y su disfraz. Antes de llegar al mostrador se volvió a colocar la barba y el bigote y unas gafas oscuras. Miró el panel de salidas, comprobó los próximos vuelos y compró un billete con destino a Madrid. Una vez allí, se metió en un taxi, se fue directamente a un hotel y se registró con el nombre de Aaron Watson. Luego se pasó varios días merodeando por los barrios más pobres de la ciudad, fingiéndose cojo. Floyd Patterson, o Aaron Watson, buscaba olvidar sus fantasmas deambulando por la periferia como el niño que había perdido en la niebla oscura de Brooklyn. A las doce horas del 1 de octubre estaba en la Puerta del Ángel, siempre más allá del río; decidió doblar por la calle Jaime Vera, estrecha e incierta y con olor a terraplén. Entró en el bar Casa Miguel y se acercó a la barra. Cojeaba ligeramente mientras los parroquianos le vieron pedir una cocacola. Cuando salió del bar, casi tropezó con una vecina que llevaba a su niño en brazos. Se quitó las gafas e hizo un gesto de disculpa: tocó con los dedos de esa mano capaz de matar a un hombre la mejilla del niño, que debía tener unos pocos meses de vida, y lo miró a los ojos. Dejó impresa en él la agriamarga sensación de la derrota y el fracaso.

14 comentarios:

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  2. Emocionante semblanza, Montenegro: poética del fracaso, metáfora de la vida que siempre es la historia de un fracaso. Aún así, probablemente Liston no intuyó que su triunfo fue mera ilusión. Creyó ingenuo que el cinturón de los pesos pesados le rehabilitaría en la sociedad como un hombre nuevo, liberado de su pasado forajido, que le recibiría el alcalde de su Filadelfia natal como a un héroe, que estrecharía la mano del Presidente en la Casa Blanca. Sin embargo, ese combate lo perdió; en ese cuadrilátero siempre le ganó Patterson, el negro bueno. En el 63 volvieron a enfrentarse en Las Vegas y de nuevo Liston derribó a Patterson en el primer asalto, pero al verle otra vez tendido en la lona, Liston debió experimentar el sabor “agriamargo” de la derrota. Esta pugna me recuerda una vieja leyenda que cuenta Borges –quien regentó, como sabes, unos billares en Alcorcón- en su relato "Guayaquil", recogido en "El informe de Brodie": "Otra leyenda de los celtas refiere el duelo de dos bardos famosos. Uno, acompañándose con el arpa, canta desde el crepúsculo del día hasta el crepúsculo de la noche. Ya bajo las estrellas o la luna, entrega el arpa al otro. Este la deja a un lado y se pone de pie. El primero confiesa su derrota."
    ¿Crees de verdad que Floyd Patterson fue vencido?
    Enhorabuena por el artículo. Como diría Mishkin, más espero.

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  3. Me ha conmovido y dolido tu hermoso y áspero relato, Montenegro. Yo no soy muy gustoso del boxeo pero supongo que esa es la gracia de la literatura y de un texto tan excelente y poderosamente escrito. Te coge por el cuello y te lleva sin resuello por su desengañado río de palabras hasta ese lugar "incierto y estrecho, con olor a terraplén", como la vida y el final de Floyd Patterson. Algo parecido, en su fuerza y emoción, al final de la película de Clint Eastwood "Million Dollar Baby", cuando Frankie, el boxeador y entrenador veterano, ha desaparecido finalmente, y Dupris, su ayudante ciego de un ojo (como Cus DÁmato)sugiere que estará en algún lugar "entre el olvido y la nada".
    Magnífico tu texto, de verdad. Un abrazo.

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  4. Me llama mucho la atención el fariseísmo que reina en este blog. Hace tres días debatíamos con sutilezas jesuíticas y sensibilidad exquisita la equívoca relación entre el arte y la vida y hoy parece que se nos pone dura con la ¿belleza? amasada con sangre, miseria y exclusión del ¿deporte? del tongo, la mafia y la lesión cerebral. Si con los buenos sentimientos sólo se hace mala literatura, ¿qué se puede hacer con los malos hábitos? Cultivar la épica de la derrota, esa grande y maloliente mierda. Celebro que ese niño final conmovedor y conmovido nunca fuera carne picada de gimnasio o ring y haya tenido una segunda oportunidad sobre la tierra.
    Señores, a mamarla por los pueblos.

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  5. Estimados Negro, Yepes y Mishkin, Patterson sabía que perdía hasta cuando ganaba. El boxeo siempre me llamó la atención y no porque se tratara de un mal hábito, que no sé si lo es;tampoco sé si lo es o no mamarla por los pueblos, simplemente me parece menos higiénico.También me parece poco higiénico hablar de épica de la derrota, creo que sólo hay épica de la victoria; en todo caso podría aceptarse otro tópico como lírica de la derrota, aunque en el caso del boxeo alejada de los buenos sentimientos. Si el caso de Patterson o de otros púgiles me interesa es porque el boxeo parece un empeño que inevitablemente conduce a la melancolía, como cualquier otra actividad, el amor,la lectura, la recolección de fósiles, la navegación a vela y no sé si la inversión en bolsa. Y en esos empeños nos embarcamos o nos embarcan deliberada o circunstancialmente a sabiendas del final. En un blog tan aficionado a las citas, no puedo menos que terminar con dos de dos tipos no muy leídos pero algo melancólicos:
    M.Alí, después de perder su último combate ante Trevor Berbick: "El tiempo ha podido conmigo. Estoy cansado".
    Óscar Bonavena:"La experiencia es un peine que te regalan cuando ya no tienes pelo".

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  6. Bueno, pues ahí va mi mirada. Tu escrito me ha evocado las meriendas de pan y chocolate del franquismo tardio y, por ende, aquellas tardes en las que mi padre me llevaba a ver a otro héroe de la derrota, José Manuel Urtaín. Aquel que siendo el tigre de Cestona se suicidó porque era negado para los negocios. Melancolía de la infancia, extraña infancia. Además, como en cuestiones cinematográficas soy más antigua que Yepes, he recordado la deontología periodística del perdedor (¿cócmo no?) Bogart en "Más dura será la caída". Lo de mamarla por los pueblos ya se hace un poco cansado a ciertas edades, prefiero escuchar un sonido de blues con una taza de café bien cargado.
    Muy bien, Montenegro.

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  7. A Patterson le habría gustado ese "blues con una taza de café bien cargado".

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  8. Querido Montenegro, celebro que encajes con deportividad mis exabruptos. Déjate de monsergas sobre el amor, la lectura o los fósiles (la inversión en bolsa no conduce a la melancolía sino a algo mucho peor: la descapitalización) y reconoce que el boxeo conduce desde el terraplén hasta el neurólogo en el mejor de los casos, que en él concurren más sólidos argumentos para su abolición definitiva que, por ejemplo, en las corridas de toros y que forma parte del imaginario casposo, ágrafo y zafio del votante republicano medio o del miembro de la Asociación del Rifle. En fin, que no entiendo que os interesen este tipo de personajes y asuntos a no ser por la asiduidad con que se propinan por aquí los golpes más bajos: Imposible perdonar ya la miserable alusión a Óscar y su peine.
    Por cierto, una anécdota pugilística que le oí contar a Manuel Alcántara sobre Legrá, al parecer, un tipo profundamente religioso, al que entrevistó antes de un combate: "Si Dios me ayuda, a ese tío lo mato."
    Sigan buenos y publicando.

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  9. ¿Puede alguien explicarme qué le pasa a Mishkin?
    La vida es boxeo: se resume en recibir golpes y, a juzgar por este blog, en darlos; también es tongo, mafia y lesión cerebral. Patterson se ha convertido en un universal gracias a la hábil y melancólica pluma de Montenegro.
    En cuanto a lo de que con los buenos sentimientos solo se hace mala literatura (como recordaba Yepes citando a Guide), no lo tengo tan claro: algunos ejemplos lo contradicen (San Juan, Cervantes, Stevenson, Machado…) y otros de literatura amasada con mala leche no pasan de ejercicios de redacción (Quevedo, Cela, Guide…). Por lo que se refiere a ciertas expresiones soeces, yo también prefiero el blues -el texto de Montenegro es blues- y el café, aunque sea descafeinado.
    Por cierto, Mishkin, para cuándo tu próxima colaboración; para cuándo una reunión del Consejo de redacción de “La Rivoli”.

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  10. Yo sé lo que pasa a Mishkin. Es plenilunio y además le han limpiado el casillero y eso duele mucho. Disculpad las impertinencias y salidas de tono de estos últimos días. Al menos convendréis conmigo en que cierta agresividad estratégica estimula los debates y anima mucho el cotarro. Pero no se puede jugar a la provocación permanente ni para sacarnos de nuestro letargo porque ese es un camino corto y agrio que se recorre pronto y sin canciones. En cualquier caso, quede claro que sigo teniendo una pésima opinión sobre el boxeo y que las opiniones y gustos de los siempre incisivos redactores de este blog generalmente me parecen detestables. A veces me parecen detestables incluso los míos. Y esto es algo que, al menos para mí, no tiene precio. Más espero.

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  11. Vale, me has conmovido. Pero dejas muchos interrogantes sin contestar. Relee mi nota y responde. Se te quiere

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  12. Yo también os quiero y a ver si miráis con más frecuencia el correo. Encontraréis las respuestas que buscáis y por cierto, también sería recomendable que diérais de alta el envío automático de comentarios a la cuenta de correo. A veces se hacen comentarios a entradas antiguas (algunos muy elogiosos) que desgraciadamente quedan sin respuesta, sospecho que porque ni siquiera llegamos a enterarnos. Véase "La balada de Juan el loco".
    Salutem plurimam.

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  13. Corrijo. No es en "La balada" sino en "Tomasín".

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  14. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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                                                              RICARDO      ...