viernes, 21 de enero de 2011

Quadrivium mobile

Desde que tengo uso de razón no he conocido sector más anticíclico, constante y previsible que el sector educativo. Con recesión o expansión, con Solchaga, Solbes o Rato, con peseta o con euro, la enseñanza ha venido dibujando una serie perfecta de máximos y mínimos decrecientes, respetando siempre su directriz bajista secular sin que pueda vislumbrarse cuándo pueda hacer un suelo.

Que la contribución de la enseñanza es incalculable en términos de producto presente y no digamos de producto futuro, nadie podrá negarlo. Primero por la estabilidad económica que brinda a cualquier familia y al conjunto de la sociedad el hecho de tener a la prole atendida y estabulada, lo que permite a los progenitores tener un trabajo y atender a sus asuntos (y a veces desentenderse por completo del que debería ser su principal asunto). Segundo, por la estabilidad emocional que proporciona y la cohesión familiar que procura. Ya los trovadores provenzales observaron que el verdadero amor, el amor imperecedero e incombustible es el amor de loin. Es un fenómeno comprobado que la intensidad del amor paterno-filial es directamente proporcional a la distancia física entre hijos y padres. De forma que la propia perduración de la familia será posible sólo con un retiro temporal que propicie y renueve el gozo inefable del reencuentro. No digamos si al retiro diario de los meses lectivos se suma una quincena de campamento estival en el embalse del Burguillo.

Todo esto estará muy bien, pero lo que ahora nos importa no es el servicio prestado en el presente sino la contribución futura. Vaya por delante que la pretensión de mantener a un imberbe confinado durante horas entre cuatro paredes en reposo, concentración y silencio, es perfectamente antinatural. No voy a apelar a sus recuerdos escolares, seguramente demasiado recientes. Hace 120 años Galdós puso mano al primer capítulo de Miau con el siguiente párrafo: A las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela pública de la plazuela del Limón salió atropelladamente de clase, con algazara de mil demonios. Ningún himno a la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes naciones, es tan hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el grillete de la disciplina escolar y echarse a la calle piando y saltando.

Sí, uno también ha ascendido por el cursus horrorum de las guarderías, colegios e institutos, condenado a bogar durante años en las galeras de aquellas aulas y abomina de la reencarnación porque le resulta un insufrible metafísico la mera idea de tener que volver a hacer el bachillerato. Pero el sistema, en su previsible y adormecedora rutina, era capaz de formar e informar las destrezas básicas y los conocimientos mínimos de cada escalón. Y eso no era todo. Había también algo más, algo mucho más importante: En mitad del tedio y el marasmo, alguien (no todos, ni todos los días ni a todas horas), alguien era capaz de prender una chispa, de leer o decir o escribir sobre una pizarra unas letras, un verso o una ecuación en la que estaba misteriosamente trazado un sendero luminoso hacia nuestro propio destino. ¿Cómo era posible? Creo que sólo hay una respuesta: Era posible porque estábamos en clase y como en clase. Y no en o como en la ducha, ni en o como en el metro, ni en o como en el patio, ni en o como en el fútbol. Ahora da igual aula, parque, bar, grada, espacio euclidiano o radioeléctrico, todo está saturado por una sonsónia zafia, pútrida y banal que circula como el agua de la Estigia por el movistar, el facebook, el tuenti, por la multiplicación exponencial de la nada o por decirlo en palabras de César Vallejo, por la bulla triunfal en los vacíos. Y en esas condiciones es muy difícil, sino imposible, prender la llama, arrojar una chispa donde nada puede arder.

En los institutos a todas horas estamos piando contra la pavorosa mediocridad del alumnado, pero a la vez somos arrastrados por la fuerza incontenible de esa marea. Fulano es un muchacho un poco retraído, que toca el cello y lee a Hegel. Alguno que siempre se queja de que sus alumnos no leen, ni escriben ni piensan ni conocen, no tardará en decir: Fulano es rarito y Fulano es motejado de inadaptado y problemático y relegado al moderno brazo secular (orientador y psicólogo). Cosa que a todo el mundo, empezando por el interesado, pasando por la profesora de música y acabando por el profesor de Filosofía, le parece perfectamente natural.

Continuará.

8 comentarios:

  1. Tanto esperar a Mishkin (una palabra tuya bastará para salvarnos) y ahora se descuelga con esta banalidad. Decir esto y no decir nada es lomismo. O decir lo de siempre. Lo siento.

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  2. Razón tienes Mishkin en tu certero diagnóstico del clima sentimental,cognitivo y procedimental de la enseñanza. Yo no sé bien si aquel Instituto Escuela de "La República", la Escuela racional de Ferrer i Guardia o la más moderna escuela británica de Summerhill (tal vez porque en ella estudió Rebecca de Morlay que tan bien sabía mecer la cuna) eran otro estado de cosas, pero la realidad es la que tú trazas para melancolía y desgana de todos. Si es imputable a la civilización actual o a una condición inexorable de la naturaleza humana, tampoco lo sé pero me gustaría tratarlo. Sólo dos observaciones me vienen a la memoria: aquello de que nadie nace estudiante, y lo que comentaba Borges sobre enseñar lo que no sabemos a quienes sabrán más que nosotros

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  4. Querido Mishkin:
    En primer lugar, qué alegría leerte, cuando ya casi había perdido la esperanza mensual de toparme con uno de tus brillantes textos.
    Entiendo que, aparte del plenilunio, el hecho de que te vacíen el casillero es una experiencia harto desagradable y asaz desazonadora, lo que probablemente justifica que deslices en tu artículo algunos argumentos especiosos, consecuencia del intento de generalizar a partir de la experiencia personal, necesariamente limitada. Es normal, a todos nos pasa; somos así. Pero reconocerás que basta con ponerse en otro lugar, pongamos en el de Montenegro, para que razonaras sobre el comportamiento del alumnado llegando a otras conclusiones. Supongo que recordarás —hay que retrotraerse, eso sí, a tiempos anteriores a Solchaga—, que cuando estudiábamos la EGB y el Bachillerato, los que poblábamos las aulas éramos seis; el resto abandonaba los estudios a los doce años con la excusa repetida de que no valía para estudiar y que era mejor trabajar para ayudar con un sueldo en casa. Con esa selección social de índole darwinista, en las aulas se respiraba algo más de sosiego que ahora, tiempo en el que estudia todo Quisque (pide mi corrector que lo escriba con mayúscula) hasta los dieciséis años y la mayoría hasta los dieciocho.
    Tampoco me parece muy adecuado tu comentario sobre el amor de "loin" de los padres respecto a los hijos, basado en que así los progenitores pueden tener un trabajo y atender sus asuntos. En nuestra infancia, los asuntos de nuestras madres eran “sus labores”, entre las que destacaba la de atender a la prole. Hoy, sin embargo, para mantener una familia se hace indispensable que las mamás trabajen, lo que además se entiende como una ventaja igualadora, ya que incorpora a la mujer a la vida laboral. De manera que resulta fácil entender que los niños o están solos, tutelados por la pantalla del ordenador o de la videoconsola, o, en el mejor de los casos, bajo la vigilancia hipertolerante de los abuelitos. Se dirá que es así en todos los países desarrollados, pero dudo que en el resto de Europa los trabajadores pringuen tantas horas como en el nuestro.
    También parecen olvidar en tus reflexiones que el sistema educativo no es homogéneo y que la educación depende de las Comunidades Autónomas, entre las que se producen numerosas diferencias —“dotacionales”(sic.)— y desigualdades. No todos los consejeros de educación son tan cutres como la de “esta nuestra Comunidad” ni lo tienen tan claro.
    Todo lo anterior no significa que esté satisfecho con el sistema de enseñanza, al contrario, creo que se imponen muchísimas mejoras: entre otras, el reto de ampliar la base educativa sin descuidar la excelencia. Eso sí, no me engaño con el tópico manriqueño de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

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  5. Gracias por este artículo tan bien ilustrado, tan agradable para la lectura. Es una pena todo lo que estamos perdiendo, el conocimiento, el placer de la lectura, la creatividad, la tertulia reposada, el inocente planteamiento filosófico, el contacto con la naturaleza y tantas otras cosas más que hoy en día han perdido fundamento. Y el sector educativo es un marasmo de contradicciones, de dudas, de pocas intenciones gracias a los desgobiernos que han pretendido controlarlo. Aquí veo como se lee por ahí, el tren viniendo de frente en vez de la luz al final del túnel. Y para dar más malas noticias, a la falta de cualidad (en la que precisamente el alumnado no es el culpable) hay que añadir la falta de cantidad y por tanto la disminución en el porcentaje de chavales con ganas de estudiar y de labrarse un porvenir, piénsese en la pirámide de población. Bueno, no sé adónde vamos...........

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  6. Queridos anónimos, Yepes y Negro, siempre he creído que la escolarización universal, pública y gratuita era una conquista social gigantesca. Y claro que ese acceso a la enseñanza de gente de todo pelo supone adaptarse y dar respuesta a situaciones y necesidades antes desconocidas, pero me temo que esa respuesta no es satisfactoria para nadie. Apostillando a Yepes, volviendo al principio y a la naturaleza humana, ¿de qué sirve la preeminencia y bondad del sistema público si
    los usuarios no creen en ella? ¿No habría que empezar por ahí? En el imaginario colectivo la única información relevante es el precio. El Ipod, el MP3, el Plus, la Play valen dinero. En cambio los libros de texto tienen que ser gratuitos porque son despreciables, o viceversa. No es sólo que se ignore el coste, que a fin de cuentas recae sobre el conjunto de la sociedad, sino la pérdida de estimación. Si algo vale la pena tiene que ser "de pago".

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  7. Acabáramos. Al final resulta que este es un blog de profesores que sienten nostalgia de su propio ombligo de precoces lectores de papel aunque no hacen más que leer y leerse en Internet.A veces me subleváis. Menos mal que me refresca la prosa limpia de Estrella Celentano.

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  8. La prosa, por ausente, puede que sea limpia, pero las intenciones...

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                                                              RICARDO      ...