lunes, 24 de enero de 2011

Reivindicación del trivium, que tampoco es manco

Nunca llueve cuando se va a quemar a alguien. Ni siquiera para llevarse las cenizas al olvido. La mañana que ardió el cuerpo del reformador Jean Huss la luz era roja como la culpa que se quería castigar. En un momento de la ignición, como el fuego languidecía, una piadosa anciana allegó con mano trémula unas astillas para avivarlo. Singularidades del tiempo y de la historia aparte, la anécdota podría elevarse a categoría. Es muy cercano a lo que Hanna Arendt llamó la trivialidad del mal, esa facilidad ciega y oscura para incurrir en la crueldad, sin asomo apenas de conciencia. El mismo silencio de escrúpulos que tuvo Eichmann para declarar que exterminaba judíos sólo por obediencia, nunca por placer o avidez, y que hubiera asesinado a su padre si se lo hubieran ordenado. Excuso decir, que con todos los distingos materiales pertinentes, tales episodios entrañan la misma ferocidad formal, tanto el delicado ademán de la anciana como la siniestra lealtad de Eichmann. Ambas son producto de la intolerancia y la deshumanización inoculadas en las mentes como sistemas de creencias ciegas e irreflexivas.
En esta historia universal de la infamia que es el discurrir de la humanidad, pudiera ser la libertad de conciencia y de pensamiento la piedra angular de la paz y la convivencia. Cuando esta no existe, el aire se ensucia y la vida de los pueblos se infecta de barbarie. Crecen las flores más negras en tierras sin alma. Este es el paisaje ennegrecido que contemplamos, la impureza de unos tiempos nefastos, como todos sin duda, que no invitan, diría Maquiavelo, a hacer profesión de bondad entre tanto bellaco. Pero convengamos, sin reduccionismos ni anteojeras simplistas, que esa libertad de conciencia, que parece ser la principal seña de identidad que hermosamente nace en Europa y en la civilización occidental, de la irredenta sangre derramada de tanta guerra de religión, de tanta batalla ideológica, o de incursiones depredatorias envueltas en lujosas pieles de nobilísimas causas; ya digo, sin ese librepensamiento, todo es despotismo y tiranía.
Esta plúmbea digresión, que vuestras preclaras mentes ya rumian desde sus respectivas edades de razón, viene a cuento porque no me atrevía a hablar directamente de la educación, por ser asunto que nos incumbe y duele íntimamente (a otros les dolía España, cuestión de gustos y aficiones).
Pues bien, cuando todos los días vamos a las aulas tensos y vigilantes ("Nadie se duerme camino del patíbulo", observaba John Donne) por esos largos corredores de la muerte (ojalá fueran de la "petite morte", como dicen los franceses), tal vez no fuera inútil pensar en esa libertad de conciencia, que de puro manida sabe y huele a infancia y a esencial inutilidad. Más, lo bello es inútil, leí alguna vez a algún egregio poeta, y, sobre todo, y así lo creo desde mi desvalida sangre, porque por la libertad se llega a la belleza y al esfuerzo y la decencia en el trabajo.
¿O deberíamos capitular y recluirnos en los goces privados de nuestros aposentos y, sin esperanza, sólo pedir como aquel condenado a muerte camino del cadalso que fueran por otra calle porque en aquella por la que iban hacía corriente?

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