viernes, 1 de diciembre de 2023

 BEATRIZ



Los ojos de su marido la vigilaban con avidez. Era como si un ojo escrutase cada uno de sus actos y el otro ojo indagase en lo que ella sentía mientras realizaba las tareas cotidianas. Beatriz se sentía observada y eso la molestaba. Había llegado un punto en el que le odiaba, sentía asco de su olor, de su forma de comer, de los ronquidos que emitía durante la noche; no podía hacer un movimiento sin que él la recriminase su proceder y percibía con estupor que no le era permitido guardar ningún secreto ni reservarse cualquier dato o hecho que rozase el misterio.

Hacía veinte años que estaban casados. Los primeros tiempos habían sido cálidos, se amaban con la inocencia de la juventud, ponían su ilusión en el porvenir y se unían felices a las fiestas de los amigos o los eventos de los conocidos. No habían tenido hijos. No porque no los quisieran sino porque, en un principio, estaban demasiado ocupados con asentarse en sus respectivos trabajos y, después, la desesperanza se fue apoderando de ellos y de todas sus expectativas.

No habían transcurrido más de tres veranos desde que Beatriz se volviese a reencontrar con aquel hombre.

Lo había conocido siendo muy joven, todavía menor de edad, un día en el que fue con su amiga Estela a la plaza de Santa Ana. Al principio, las risitas de las chicas les hacía parecer un poco bobas dejándose acariciar por el galanteo de aquellos dos pretendientes que, a la caída de la tarde, apuraban el tiempo del domingo. Después, ya más confiadas, pasearon juntos hasta una terraza en la que sentarse y consumir algo. El acompañante de Beatriz era pintor o eso decía, hacía alarde de cierta madurez rotunda y se sintió halagado cuando la muchacha le confesó que se parecía al mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer.

-¿Sabías que Bécquer, además de escritor, fue un gran dibujante?

-No-respondió ella.

-Sí, colaboró con su hermano Valeriano y realizó una serie de dibujos en los que pretendía reírse de la muerte: `Les morts por rire´.

Así, comenzaron una relación tórrida en la que la niña fue adentrándose en el mundo del arte y del amor. Aprendió los secretos de la vida sexual, amén de las tácticas de seducción y de las perversiones que conlleva una pasión temprana con alguien experimentado. Se hizo una avezada experta en pintura contemporánea y llegaba a juzgar las obras por sus matices, su expresión figurativa y su ubicación en las corrientes o escuelas donde se vieran inscritas. Pero a la hora de elegir carrera universitaria se decantó por Administración y Dirección de Empresas, lo que a su amante dejó perplejo e incapaz de comprender cómo Beatriz no prefería estudiar algo relacionado con las bellas artes. Lo que ocurría es que ella tenía un sentido práctico, amasado familiarmente, que la condujo a decidirse por una licenciatura con salida y proyección profesional. De esta manera conoció a su futuro marido, ambicioso y concluyente en lo que se refería a la planificación de su vida.

Y ocurrió por tanto que los días en los que él dibujaba a Beatriz desnuda se fueron dilatando; las visitas a las galerías de pintura se daban cada vez más de tarde en tarde y el olor a tabaco rubio de su amado, que la envolvía y la mareaba, fue perdiendo su poder alucinógeno. La chica fue poniendo sus acentos en todo lo relacionado con sus estudios, en los amigos que la surgían del campus, en ese nuevo acompañante que era tan solícito y amable con todo lo que la concernía. Poco a poco, Beatriz perdió interés por su antiguo amante y no acudía al estudio del pintor con tanta asiduidad porque sus recomendaciones se le hacían demasiado paternales, demasiado seniles para lo que ella precisaba en esos momentos. Hasta que un día dejaron de verse. Fue una ruptura anunciada, evidente, pero la muchacha se sintió emancipada, liberada por fin de aquel halo de madurez que la obligaba a pensar y actuar por encima de su edad, por encima de sus impulsos juveniles, por encima de la inocencia perdida de forma prematura.

Beatriz se dedicó a sacar buenas notas, a acudir los fines de semana a reuniones con sus compañeros de clase, a presentar a sus padres a un novio que era colega de facultad. Y ya nada le haría recordar su pasado, porque su futuro se estaba escribiendo con el ansia y la pretensión de una vida desahogada, suntuosa, espléndida, sumida en la vorágine de los negocios y la gestión de empresas millonarias, de la febril inmersión en el despacho, la ganancia, el provecho, el lucro. Su futuro marido la azuzaba en esta aventura, eran fieles socios de un viaje en el que ambos perderían los intereses más personales y más íntimos, más que una pareja eran una razón social. De esta manera transcurrieron los días, los meses, los años. Pasada la cuarentena, la mujer se sentía agotada, aburrida, vaciada por una vida que la aportaba bienestar físico, sí, pero que no completaba ni llenaba sus anhelos emocionales ni le hacía crecer como ser humano.

Un domingo, deambulando por las calles de Madrid, sus pasos la llevaron a la plaza de Santa Ana. Se sentó en un banco cerca de la estatua de Federico García Lorca y dirigió la mirada en derredor por el entorno que, en aquellas horas de la tarde, se atestaba de gente dispuesta a ocupar las terrazas con voracidad consumista. Al principio no le conoció. La pareció un vagabundo o un indigente de los que en aquella zona circulaban mendigando unas monedas para subsistir. Pero no, allí estaba, con su melena encanecida a lo Gustavo Adolfo Bécquer, con sus lánguidas manos de dedos afilados, dedos de pintor, algo más encorvado, más envejecido, con aire antiguo e inveterado. Cuando Beatriz se acercó pudo aspirar su olor a tabaco rubio y, por un momento, se sintió embriagada, enajenada, evocando un tiempo en el que como la magdalena de Proust, las hebras del cigarro estimulaban los recuerdos más privados y prohibidos.

-¿Te has fijado en que Lorca no tiene la avecilla que sostenía entre sus manos?- preguntó él.

-Sí. En su lugar le han colocado unas rosas, pero ya están marchitas.

-Algún envidioso se la ha tenido que arrancar, le debía molestar la delicadeza con la que el autor concibió la estatua invitando a volar al pequeño pájaro en el nido de sus manos.

Ella le acompañó a la austera pensión en la que se alojaba. La habitación se componía de cama, mesilla, cómoda con espejo, armario y un caballete con lienzo en el que su amigo componía en esos momentos un bodegón minimalista que recordaba algunos cuadros de Frank Stella. El recinto estaba limpio. Siguieron hablando sin reproches, sin censura, abriendo su corazón y su alma a esa nueva oportunidad que se les presentaba sin vergüenzas, ahora que el miedo ya no anegaba sus ánimos, ahora que las miradas eran francas, ahora que la pasión estallaba en cada uno de sus espíritus.

Y comenzaron otra relación, renovada, abierta, sin secretos. Se amaban en las cálidas tardes después de que el trasiego del día les hubiese dejado exhaustos y sin ganas de mantener comunicación con otras gentes. Buscaban su particular paraíso en aquella pensión recoleta que ocultaba sus murmullos y jadeos; hablaban de pintura y de las nuevas corrientes que aparecían en las galerías de arte; se comían con los ojos comprendiendo que ya nada les podía separar. Y él volvió a dibujar a Beatriz desnuda. La muchacha se dejaba acariciar por la mirada de su amante mientras éste recorría cada centímetro de su cuerpo buscando el mejor ángulo, la mejor textura con el fin de plasmar el color de su piel, la percepción sutil del movimiento de sus labios.

Pero su marido empezó a intuir algo. Los días en que Beatriz llegaba tarde a casa y no daba ninguna explicación, el ocultamiento del móvil o apagarlo cuando no había por qué, y ¿cómo no?, sus repuestas esquivas ante preguntas que parecían inocentes, hacían de sus sospechas algo más que una simple manía de marido aburrido. Empezó a observarla, a seguir sus pasos, a ponerle pequeñas trampas en la conversación con respecto a las citas que tenían con los amigos. Y su nerviosismo y sus recelos fueron en aumento. Hasta que supo la verdad. Beatriz le pidió el divorcio, le dijo que ya no le quería, que estaba enamorada de otro hombre y que se iría con él. La discusión que allí surgió fue subiendo de grado, tanto es así que los vecinos, haciéndose eco de las voces y los gritos, llamaron a la policía. Cuando los agentes llegaron los ánimos se calmaron por un momento. Preguntaron a la mujer si existía algún tipo de maltrato, pero ella les contestó que solo había sido una bronca puntual, cosa de matrimonios, no había que darle más importancia.

Pasaron los días sin que las cosas fueran a mejor. La ira que ascendía por las venas del esposo le hacían congestionarse, perder la razón, la vista se le nublaba y sus pensamientos eran como un enjambre de locura volcados hacia un único objetivo: que Beatriz no le abandonase. Los celos no le dejaban vivir. A cada gesto equívoco de ella, él la interrogaba sobre sus intenciones, sobre lo que había hecho en el trabajo, con quién había estado, a dónde pensaba ir. Y Beatriz le fue odiando cada vez más, lo que la hacía olvidarse de regresar al domicilio conyugal pasando algunas noches en la pensión de su amante.

Una tarde que volvía con la firme determinación de recoger sus cosas y marcharse definitivamente, se encontró a su marido borracho y profiriendo insultos contra todos los hombres que frecuentaba su mujer. No dispuesta a aguantar más, entró en la habitación a preparar la maleta. En su acometida, abrió el bolso para guardar algún dinero y allí encontró uno de los dibujos en los que aparecía desnuda haciéndole sentir una inmensa ternura hacía el hombre que era objeto de su amor. Su marido la observaba desde el quicio de la puerta. Llevaba en su mano el sacacorchos con el que había estado abriendo botellas de vino mientras que una ola de rabia y furia ascendía por su cuerpo. Su rostro estaba enrojecido, respiraba con dificultad y sus manos y sus piernas temblaban peligrosamente. Cuando Beatriz terminó de cerrar la maleta, él se acercó por detrás. La agarró del pelo y empezó a musitar una salmodia muy cerca de sus oídos: “¡No me vas a dejar! ¡No me vas a dejar!”. Mientras decía esto, clavó con fuerza el sacacorchos en el cuello de su esposa cortando de lado a lado minuciosamente hasta conseguir degollarla.

Unas gotas de sangre se derramaron sobre el dibujo en el que Beatriz aparecía desnuda. Sus manos dejaron caer el papel mientras se derrumbaba sobre la alfombra que había junto a la cama. Fue la víctima 43 por violencia de género de ese año.


Madrid, 1 de diciembre de 2023

Estrella del Mar Carrillo Blanco

                                                              RICARDO      ...