lunes, 8 de agosto de 2011

Matsuo Basho: Pequeño manuscrito en el morral (II)




NOTAS DE VIAJE DE UN CRÁNEO

Extrañamente fría es la voz del viento cuando, sin provisiones para un viaje de mil leguas, apoyándome en el bastón de los antiguos, libre de pensamientos durante tres meses, bajo la luz de la luna, me dispongo a abandonar mi cabaña en otoño, octavo mes del año del ratón, hermano mayor de la madera en la era Jokyo.

Pienso en el cráneo
tirado en el campo.
El viento me hiela.


¡Diez otoños!
Edo, más que otras veces,
se convierte en nostalgia.


El día que crucé la frontera
llovía, todos los montes
cubiertos de nubes.


Lluvia y niebla:
encantadoras
antes de llegar al Fuji.



Un tal Chiri me ayudó durante el viaje con toda suerte de atenciones y cuidados. Entre nosotros hubo siempre una relación armoniosa: aquel hombre demostró ser un amigo sincero. Me dedicó un poema:

Oh río profundo.
En el Fuji Basho
confiamos.


Mientras caminábamos por la orilla del río Fuji, oímos el llanto desesperado de un niño de tres años.
“Incapaz de afrontar a flote las olas del mundo, tu vida, efímera como el rocío que espera al sol, fue abandonada a la impetuosa corriente del río. Quizá arrastrada por el viento de la noche como un pequeño trébol que mañana se marchitará”.
Paso, lanzándole los alimentos que llevo en la manga.

Oh llanto que los monos escuchan;
¿qué decir del viento otoñal
que flagela a un niño abandonado?


¿Por qué? ¿Te odió tu padre? ¿Fuiste repudiado por tu madre? No, no fuiste odiado por tu padre ni repudiado por tu madre. Solo del cielo y de tu infeliz destino puedes dolerte.
Cuando cruzamos el río Oi llovió durante todo el día. Chiri compuso estos versos:

Río Oi
en un lluvioso día de otoño:
en Edo contarán los días que llevamos fuera.



Poema compuesto a caballo:

Devorados por los caballos
los hibiscos
de la cuneta del camino.


Amanece: se entrevé la luna velada de la vigésima noche, y las laderas
del monte siguen inmersas en la oscuridad mientras avanzamos asidos a los flecos que cuelgan de los flancos de los caballos, sin haber oído todavía el canto de un gallo. Caminamos con nostálgicas huellas de sueño, como en el Veloz viaje del poeta chino Toboku, y junto a la ciudad de Sayo del Nakayama despertamos de repente.

Despierto sobre el caballo
con un rastro de sueño:
luna remota, humo en los hogares para el té.


Llegamos al santuario de Ise, donde moró el monje poeta Matsubaya Fubaku, en el que permanecimos diez días. No llevo puñal al cinto, solo una taleguilla colgada en el cuello y un rosario de dieciocho cuentas en la mano. Parezco un monje, pero estoy cubierto de polvo; parezco un laico, pero sin pelo. Me consideran un religioso porque llevo la cabeza rapada, pero no me permiten acercarme al sagrario. Por la tarde visito el recinto exterior y me quedo en la densa sombra del pórtico; desde allí veo parpadear las luces de las linternas. El poderoso viento de los pinos de la cumbre me penetra los huesos suscitando profundas emociones en mi ánimo.
Compongo estos versos:

Noche de fin de año sin luna,
la tormenta abraza
cedros milenarios.


Por las pendientes del valle donde se retiró el antiguo y admirado poeta Saigyo discurre un torrente. Contemplo algunas mujeres que lavan patatas en la corriente:

Mujeres lavando patatas;
si fuese Saigyo,
compondría un poema.


Aquel día, a la vuelta, me detengo en una casa de té, donde una moza llamada Mariposa me dijo: “Escribe una poesía sobre mi nombre”. Y me da una tira de seda blanca. Escribí con el pincel:

El aroma de la orquídea
las alas de la mariposa
ha perfumado.


Visito la cabaña de un ermitaño:

Sobre ramas de yedra
y ralo bambú,
una tormenta.


A comienzos del mes largo vuelvo a mi tierra natal, a la heredad familiar: no queda ni rastro en el pabellón norte de la hierba del olvido, que mi madre cuidaba; ha sido arrasada por la escarcha. Mis hermanos, muy cambiados por el tiempo, se me acercan: pintan canas en las sienes y arrugas alrededor de los ojos: “Estamos vivos”, se limitan a decir, y después callan. El mayor desata los cordones de una bolsita de talismanes y susurra: “Venera los cabellos blancos de nuestra madre. Que esta bolsa sea para ti como la preciosa caja de Urashima. Los años también han mudado tus cejas”. Lloramos largamente:

¿En la mano, las canas
no desaparecen
como escarcha de otoño?


Recorremos a pie la provincia de Yamato y llegamos al lugar llamado En Medio del Bambú, en el distrito de Katsuge, desde donde se divisa el pueblo natal de Chiri. Nos demoramos allí algún tiempo, para descansar.

Arco que bate el algodón,
como laúd nos serena
desde el fondo del bambú.


Nos acercamos en peregrinación al templo de Taima, sobre el monte Futagami, y admiramos los pinos del jardín, que parecen milenarios: son tan grandes que en sus copas podría esconderse un buey, como afirma el poeta chino Soshi (Chuangzi). Al contrario que los hombres, los pinos no albergan sentimientos, pero evidentemente Buda también protege su karma, porque aún no han encontrado su camino:

¿Cuantos monjes
y enredaderas habrán muerto?
Permanecen los pinos.


Parto solo hacia las montañas Yoshino, selva verdaderamente impenetrable. Sobre las cimas se adensan blancas nubes y el valle se sepulta bajo la niebla de la lluvia. Aquí y allá se divisan casitas serranas; hacia poniente se oyen los hachazos de los leñadores y el sonido de las campanas hace eco en el ánimo. Desde tiempos remotos, quienes se aventuraban entre estas montañas para apartarse del mundo a menudo se refugiaban y se escondían en la poesía. El monte Rozan de China será similar a estos montes.
Pido hospitalidad para pasar una noche en un templo.

Golpeo el kinuta [soporte de las ofrendas]
para poder oírlo,
esposa del monje.



Los vestigios de la cabaña de paja del venerable Saigyo permanecen al final de un largo sedero invadido de vegetación, a unas doscientas varas, a la derecha del recinto exterior del templo, en un camino apenas recorrido por las desbrozadoras. La cabaña se encuentra situada al borde de un profundo barranco que inspira respeto. El agua clara que cantó en sus versos (“toc, toc”) no ha cambiado, y las gotas siguen cayendo con aquel sonido.

Toc, toc de rocío:
trata de lavar el polvo flotante
del mundo.


Si en el país del sol naciente existiese un hombre como Hakui, príncipe del reino de Shu, capaz de apartarse a un monte y dejarse morir de hambre antes que esquilmar a su pueblo, sin duda se enjuagaría la boca en esta limpia fuente. Si pudiera ofrecérsela a Kyoyo, quien se lavó las orejas cuando le propusieron la sucesión de un trono, el sabio volvería a lavárselas.
Mientras subo y bajo de montaña en montaña, los rayos del sol se van inclinando. Son muchos los lugares famosos que no he podido visitar, pero he rezado ante la tumba del emperador Go Daigo, que se refugió con su corte en estos montes cuando fue depuesto por la espada rival.

¿Atrás quedan los años sobre la tumba,
a los que nunca aguarda
el helecho de la paciencia?


Salgo de la provincia de Yamato, atravieso las tierras de Yamashiro, en la provincia de Omi y llego a Mino, en la orilla oriental del lago Biwa. Superada la roca de Yamanaka (En Medio de los Montes), encuentro el antiguo túmulo de Tokiwa, dama de la corte de la emperatriz Kujoin, cuya vida cesó trágicamente cuando fue sorprendida tras huir con su amante, el valeroso general Yoshimoto. Como escribió el monje poeta Moritake de Ise (inventor del jaiku): “El viento del otoño se parece a Yoshimoto” ¿Pero en qué sentido se semeja a este impetuoso y rebelde guerrero?
También yo compongo un poema:

Viento de otoño
similar al ánimo
de Yoshimoto.


Viento de otoño
en los bosques y el los campos
de la triste frontera de Fuwa.



La noche en que llego a Ogaki me hospedo en casa del comerciante poeta Bokuin, quien ansía mostrarme sus versos. Abandoné la llanura de Musashi con el pensamiento de dejar que mis huesos se blanquearan en los campos.

Todavía no he muerto
en el final de mis notas de viaje
en el crepúsculo otoñal.



Llego al templo de la Verdadera Unión de Kuwana.

Peonias invernales,
las pajaritas de las nieves
son como los cucos.



Cansado de recostarme sobre cojines de hierba, desciendo hacia la playa, aunque el cielo todavía no se ha despejado.

Al alba
los chanquetes,
una pulgada de blancura.



Emprendo un peregrinaje al templo marino de Atsuta.
El interior del templo está completamente en ruinas, los muros derruidos, e invadido por las hierbas. Las cuerdas todavía delimitan el espacio sagrado, donde antiguamente se emplazaba un templete, erigido junto a una piedra consagrada a un dios. De ella brota una maraña de artemisas y de helechos de la paciencia. El lugar posee más encanto ahora que cuando alojaba el solemne templo.

Incluso el helecho de la paciencia
amarillea;
compro un bollo de arroz en la posada.



En el camino hacia Nagoya entono versos:

A Chicusai* me parezco,
con sus locos versos,
el cuerpo al viento que los árboles seca.


——
* Falso médico, protagonista cómico de antiguos relatos, que viajaba con un criado por estas tierras.
——-
Almohadas de hierba,
¿acuosos también los perros como lluvia de otoño?
Nocturnos ladridos.



Camino contemplando la nieve:

Gente de ciudad:
este sombrero vendo,
un sombrero de nieve.


Observo a algunos viajeros:

Incluso los caballos
contemplo,
en la mañana nevada.

Después de recorrer la orilla:
oscuro está el mar,
solo el vago brillo que gañen las gaviotas.



Aquí me desato las sandalias de paja, allí he abandonado el bastón, para descansar.
Hacia fin de año:

Termina el año
mientras todavía uso
un sombrero de juncos y sandalias de paja.



A mi pesar, también paso el fin de año en una casa de montaña:

¿De quién será el hijo
que carga bollitos envueltos en helechos
en el año del buey?



En el camino que lleva a Nara:

Es primavera:
tenue niebla
en una montaña sin nombre.



En el retiro del templo del Segundo Mes:

Al extraer el agua del pozo,
el crepitar del calzado
helado de los monjes.



En el viaje de vuelta a la capital visito la villa campestre de Mitsui Shufu, en la Cascada Sonora.

Bosquecillo de ciruelos:

Blancas flores de ciruelo:
ayer las grullas
me arrobaron.


Perfil
de un roble,
indiferente a las flores.



Encuentro con el generoso monje, el abad Ninko, del Bancal Occidental de Fushimi:

Sobre mi vestido
derrama
los duraznos de Fushimi.



Superado el sendero de montaña, el camino que conduce a Otsu, antigua capital del lago Biwa:

En el sendero montano,
que encanto
las violetas.



Vista del lago:

El pino de Karasaki,
más que de flores,
velado está de niebla.



Tras veinte años, me reúno con un viejo amigo en Minakuchi:

Flores de cerezo
vivieron en medio
de dos vidas.



Un monje de la islita de Sanguisughe en el Izu, que inició una peregrinación en el otoño del año pasado, me reconoce e insiste en acompañarme y en compartir conmigo las almohadas de hierba. Me sigue hasta Owari:

Así ambos
nos alimentaremos de espigas
sobre almohadas de hierba.



Aquel monje me comunica que, en el primer mes de este año, el bonzo Daiten del templo Engaku había mudado de forma. Me parece estar soñando: a lo largo del camino envío un mensaje a mi joven primo y pupilo Kikaku, que fue alumno de Daiten:

Lágrimas
contemplando las azaleas
con nostalgia del ciruelo.



Escribo a Tokoku, mi amigo y mecenas:

Sobre la blanca amapola,
la mariposa deja sus alas
en prenda.



De nuevo en Toyo, me preparo para regresar a las regiones orientales:

Nostalgia de la abeja
que profunda penetra
entre los estambres de la peonia.



Me detengo en la localidad llamada En Medio de los Montes, en la provincia de Kahi:

Se reconforta con el forraje
el potro, después del viaje,
en la posada.


Al final del mes de las liebres vuelvo a mi cabaña para recuperarme de la fatiga del viaje.

Ropas de verano
todavía de piojos
infestadas.

2 comentarios:

  1. Creo que era Conrad quien afirmaba en "Los duelistas" que se enfrentaban "como si doraran el oro o tiñeran las azucenas". Algo así me parecen estas joyas estivales que nos refrescan y perfuman estos días, cuando las hordas católicas ocupan los puebls y caminos de España. Cuentan que Atila maceraba la carne sobre el caballo; tú pules infinitamente el jade de la vida y la palabra para emoción y disfrute de todos nosotros. Un fraternal abrazo como el silencio de la seda.

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  2. A pesar del intermedio estival he vuelto a leer La Rívoli y me encuentro con estas pequeñas perlas perfumadas. Hermoso.

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                                                              RICARDO      ...