domingo, 2 de octubre de 2011

Sobre el pulidor de lentes Benito Spinoza



Dedicado al muy docto y culto conde Montenegro, sin cuya amistad y protección la vida sería más oscura



Una luz de miel penetra como el cansancio en el taller de Baruch Spinoza. Sentado frente a su mesa de trabajo, su mirada se abisma en los destellos de unos lentes recién pulimentados; de su mano derecha resbala un manuscrito del que se acierta a ver el título en castellano: Apología para justificarse de su abdicación de la sinagoga. Acaso la memoria de una antigua injuria familiar le hizo emplear esa lengua, que ahora enciende la herida de la pestilente ceremonia de su expulsión. Aún siente sus labios desollados por el olor de aquellas velas, el sudor punzante de su frente que provocaba la cera derretida y la humedad del río. ¡Dios de mis padres, qué abominación es ésta, aquellos que fueron hostigados y no se les dejó compartir el pan y los serenos cielos de Portugal y España, ahora flagelan y humillan a sus propios hermanos!

Tiemblan las palabras, no la pluma, cuando tu único designio es la libertad, consistes en ella, te amamanta su leche bravía. Así empezó a vivir Spinoza fuera de su Amsterdam natal; con el temple de este nuevo y severo amor traza los escritos de su pensamiento. Un río diferente, el Rin, y la casa de un amigo le conceden la posibilidad de que este fuego creador pueda hablar bajo la calma azul de la noche. Ordena sus numerosas notas y observaciones para reformar el entendimiento y la forma de percibir la realidad. Un austero arrebato de pájaros le levanta el cuerpo y la mente ( “Nadie sabe de lo que es capaz el cuerpo” , intuirá con vehemencia). Dios mismo se le aparece bajo la forma de la Naturaleza y las cosas mismas no son más que el deseo de perseverar en lo que son, los árboles, las rocas, los alimentos, el invierno, la infancia o este cuerpo que se cree enamorado. No importan las mudanzas y cambios, en su naturaleza tienden a ser siempre iguales, aunque se oculten por un tiempo.

Los antiguos dualismos del pensamiento occidental se derrumban como secretas lágrimas en su conciencia. Escribe enajenado su Etica y sabe que no cabe esconder la clarividencia de estas llamas, que sólo el rigor de la lógica matemática y el lenguaje geométrico pueden transmitir con precisión y transparencia su mensaje. A veces, el furor le puede y la memoria, siempre impura, le acerca la imagen doliente de su padre Michael, el agua oscura de su tristeza , cuando el adolescente Baruch atendía conjuntamente el comercio familiar de importación en Amsterdam. Pero pronto se yergue la vida y el deseo de escribir y celebrar la libertad, ahora que el celo represor de los inquisidores religiosos parece alejarse.

Asentado en La Haya, traza las últimas palabras de la obra: “Lo excelso es tan difícil como raro”. Ese polvo estricto con el que están escritas todas las vidas va a cebarse con sus pobres pulmones, ahogándolos en sombras por las emanaciones del pulimento de los cristales. ¿Para qué sirve proclamar la libertad de sólo pensar en la vida si la muerte se acerca y acecha las débiles luces de estos días? Tal vez el conocimiento sólo añada dolor, como nos dice la Biblia, y no nos pueda dar la alegría, ese adusto olor a hierba recién cortada, a encendido alimento tomado en silencio.” También la historia avivará la oscuridad de estos momentos. Los agrios vientos de la represión política y la intolerancia religiosa impedirán la publicación de la “Ética”, le obligarán a difundir encubiertamente su “Tratado teológico-político”, porque la “libertad de pensar y decir se ve oprimida por los predicadores”



Hospedado desde hace años en casa del pintor Van der Spick, su pecho se va consumiendo, y no sólo por un oficio que le da la única paz que disfruta, trabajar en la comprensión humilde de Dios o la Naturaleza en cada llameante fulgor de los pulidos cristales,sino más fuertemente por el dolor que le causa la ignominia de los hombres. Sentado ante la mesa de su cuarto, apoya lánguidamente su brazo derecho sobre dos libros apilados: uno es de Galileo y el otro de Descartes. Los dos ultrajados en la expresión de sus pensamientos por la ferocidad del poder. Tampoco puede alejar de su mente el cruel linchamiento en las calles de La Haya de su amigo y protector de las libertades Jan de Witt.



Ni siquiera el blanco aroma del queso o esa sensación a mañana despojada del pan, que componen su frugal cena, consiguen apaciguar su ánimo. Una evocación de sí mismo a los dieciséis años, planteando serias dificultades teológicas en la sinagoga, le trae imágenes de los canales de Amsterdam, la desazón que los reflejos de sus aguas provocaba en sus creencias. También el amargo recuerdo de aquellos años del pobre médico y teólogo judío Uriel da Costa, obligado por la infamia de la comunidad religiosa a suicidarse, a desaparecer como una flor seca. Con el automatismo de un sonámbulo saca del fondo de un cajón un retrato, oculta pasión de quien, a fuerza de tocar con sus manos los cristales, siente miedo de los espejos. Es el retrato de una joven que representa el único episodio amoroso de su vida, cuando quería investigar las emociones “como si fueran líneas, planos y cuerpos”.



Quizá al subir a su habitación la última noche de su vida, escribió una carta confesando su pesar por aquel amor perdido, o tal vez no lo hizo, pensando que a fin de cuentas todo lo que hacemos y vivimos es repetir una infinita ausencia.




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