En el invierno de 1417, el humanista toscano Poggio Bracciollini
se encontraba en Constanza, desocupado por fuerza mayor. Había llegado un par
de años antes en el séquito del papa Juan XXIII con el importante cargo de scriptor,
secretario apostólico. En la ciudad suiza se celebraba el concilio que
pretendía zanjar el ominoso cisma que aquejaba a la cristiandad con tres papas reclamando
la cátedra de Pedro: Benedicto XIII (Pedro Martínez de Luna), Gregorio XII
(Angelo Correr) y Juan XXIII, el intrigante aristócrata napolitano Baldassarre
Cossa, para el que trabajaba Poggio. El infalible y santo concilio general de
Constanza declaró que la conducta detestable e indecorosa de Cossa había
llevado el escándalo a la Iglesia y que no era digno de seguir ostentando un
cargo tan elevado. Juan XXIII huyó hacia Alemania y finalmente fue apresado en
la ciudad de Heildelberg, donde murió al poco tiempo. Tras cuatro años de
deliberaciones, los electores de Constanza eligieron un nuevo pontífice, el
noble romano Oddo Colonna, quien adoptó el nombre de Martín V.
Así pues, el cesante Poggio Bracciollini quedó sin recursos y
libre de toda obligación. Pero, como inquieto humanista, no desaprovechó la
oportunidad y se dedicó, tal vez financiado por algún mecenas, a la caza de
manuscritos latinos, como hiciera décadas antes el maestro de los studia
humanitatis, Francesco Petrarca, quien, rastreando bibliotecas de París o
Lieja, había conseguido restaurar la monumental Historia de Roma desde su
fundación, de Tito Livio, y recuperó importantes textos olvidados de
Cicerón, Propercio y otros.
Con idéntico propósito, Poggio encaminó sus pasos hacia el
monasterio de San Galo, al norte de Suiza, y, después, hacia el de Fulda, en la
Alemania central, cuyas bibliotecas le depararon valiosos hallazgos, arrumbados
durante siglos en los copiosos anaqueles monacales. Halló manuscritos de obras
hasta entonces olvidadas de Silio Itálico, de Manilio o del historiador Amiano
Marcelino. Pero el descubrimiento más significativo y excepcional se lo
proporcionó el manuscrito De rerum natura, del poeta romano de la
primera mitad del siglo I a.C. Tito Lucrecio Caro. Curiosamente se desconoce en cuál de los dos recintos
religiosos se produjo el valioso hallazgo, aunque los estudiosos se inclinan
por el monasterio de Fulda.
Casi nada se sabe del poeta Lucrecio, más allá de alguna
mención dispersa de Cicerón, Virgilio u Ovidio y una glosa marginal de San
Jerónimo en una crónica antigua. En la entrada del año 94 a. C., anota:“nació
Tito Lucrecio, quien después de volverse loco por un filtro amoroso, escribió,
en los intervalos de cordura que le dejara su demencia, varios libros revisados
por Cicerón; y que se mató con sus propias manos a los cuarenta y cuatro años
de su edad”. Ningún crédito cabe otorgar, sin embargo, a la nota del santo
padre de la Iglesia que, como se sabe, fue un ferviente denostador de la literatura
pagana, por considerarla portadora de pecaminosas perversiones que podrían
contaminar con nocivas ideas la mente de los cristianos.
Y no anduvo del todo desencaminado en su temor San Jerónimo,
ya que, tras la exhumación del manuscrito por parte de Poggio, la obra se
divulgó profusamente en diversas copias, que se multiplicaron desde mediados
del siglo XV por la invención de la imprenta; y, desde luego, Sobre la
naturaleza de las cosas era portadora de ideas encontradas con la ortodoxia
católica, lo que no impidió en cualquier caso que gozara de muy buena acogida
por parte de los artistas e intelectuales del Renacimiento y de siglos
posteriores, hasta el extremo de suponer el embrión del pensamiento libre de
Europa.
Esta es, al menos, la tesis del investigador norteamericano
Stephen Greenblatt, quien en El Giro (2011), ensayo galardonado con el
National Book Award y el premio Pulitzer, sostiene que las ideas que plantea
Lucrecio en su espléndido libro alimentaron el pensamiento de pensadores e
intelectuales señeros de la cultura occidental: desde Maquiavelo, Erasmo, Tomás
Moro, Montaigne, Galileo o Newton hasta Darwin, Freud o Einstein.
Sobre la naturaleza de las cosas es un largo poema, escrito en
hexámetros de hermoso latín y estructurado en VI libros, en el que el aliento
poético y la pasión científica se funden hasta ser una misma cosa. Y es la obra
de un discípulo que transmite unas ideas desarrolladas varios siglos antes por
el filósofo griego Epicuro, genuino mesías filosófico de Lucrecio. Epicuro
había nacido a finales del año 342 a. C. en la isla de Samos, en el Egeo, a donde
su padre había ido como colono y donde ejerció como maestro. La baja extracción
social de Epicuro fue reproche de Platón y de Aristóteles, sus contemporáneos y
competidores doctrinales en el contexto pedagógico de la Atenas del siglo IV a.
C.
Epicuro difundía en el Jardín (Kêpos), la escuela que
fundó en Atenas, y en la que admitió como estudiantes mujeres, prostitutas y
esclavos, la idea de que todo está constituido por átomos, noción tomada de
Leucipo de Abdera y de su discípulo más destacado, Demócrito. El concepto que
postulaba Demócrito, una conjetura sin posibilidad de demostración empírica
hasta dos mil años después, afirmaba que existe un número infinito de átomos,
cuyas únicas cualidades son el tamaño, la forma y el peso, partículas que
constituyen lo que vemos combinándose entre sí en una variedad inagotable de
formas. Esta idea que propagó Epicuro es una solución fantásticamente audaz del
problema que obsesionaba a los grandes intelectos de aquel mundo y que se
enfrentaba a la idea de Platón de la realidad como una representación
imperfecta, una proyección del perfecto mundo de las ideas, o de la
configuración aristotélica de la realidad de las cosas en accidentes y
sustancia.
Dicha explicación del todo (átomos, vacío y nada más) lleva a
excluir la magia y puede liberar al hombre de la terrible aflicción del temor a
algo después de la muerte, “el país inexplorado -en palabras de Hamlet- de
cuyos confines no regresa viajero alguno”. Liberados, pues, de la superstición,
del inexistente más allá y del concepto del alma eterna, ya que el alma,
asimilable a la noción de mente o pensamiento, muere con el cuerpo, decía Epicuro
y repite Lucrecio, tendremos libertad para buscar el placer, el fin supremo de
la existencia. La muerte no significa nada y, por tanto, no ha de preocuparnos.
Es fácil entender que, en el contexto tardo medieval, la obra de Lucrecio llevaba aparejada la definición de ateísmo que cualquier inquisidor habría juzgado con
la mayor severidad. De hecho, terminó ocurriendo un siglo después (febrero de
1600), en la triste figura de Giordano Bruno, epicúreo confeso y lector de
Lucrecio, que fue juzgado y condenado a la hoguera por sus heréticos escritos
mofándose de la Divina Providencia.
Los reparos y barreras que desde el poder se establecieron
quizá contuvieron las ideas lucrecianas con especial éxito en España. “En esta desventurada
patria -escribe Agustín García Calvo en 1983-, dominada largos siglos
por el miedo y la miseria que la necesidad de un imperio Católico hubo de
imprimir a sus súbditos, no tengo noticia de que se leyera el poema de Lucrecio”.
No es del todo exacto, sin embargo: en 2008, Trevor Dadson, revisando
inventarios de las bibliotecas de la nobleza española, encontró referencias de alguna
copia de De rerum natura, como la de Alonso de Olivera, médico a
comienzos del siglo XVII de la princesa Isabel de Borbón; y la que adquirió
Francisco de Quevedo en una almoneda de 1625 por un real. En lo que sí acierta
García Calvo es en la ausencia de traducciones, al menos hasta que a finales
del siglo XVIII tradujera en verso la obra de Lucrecio el abate Marchena, si
bien esta no se publicó hasta que Marcelino Menéndez Pelayo la diera a la luz
de la imprenta en 1896. Unos años antes, en 1893, se publicó una traducción en
prosa de Manuel Rodríguez-Navas, prologada por don Francisco Pi y Margall.
Para finalizar, cabe preguntarse qué papel juega el azar,
como en toda actividad humana, en la evolución cultural. Analizando la curva
ascendente de la tecnología, podría pensarse que el progreso es un logro
imparable y siempre en alza, pero, si se analiza dicha gráfica en escalas más
pequeñas, se verá que la curva describe picos y valles, descensos que
precipitan momentos históricos a hondos pozos de oscuridad. ¿Qué habría sido de
la humanidad, por ejemplo, si no se hubiera quemado la antigua biblioteca de Alejandría?
Es una pregunta que muchos se han planteado. En la misma línea puede formularse
el interrogante de cómo habría evolucionado el pensamiento en occidente, si
Poggio Bracciollini no hubiera encontrado el manuscrito de De rerum natura,
perdido en un remoto monasterio germánico. ¿Se habría desarrollado el
racionalismo ilustrado si el pensamiento epicúreo no se hubiera preservado en
el cofre de Lucrecio? A la luz del ensayo de Greenblatt, parece incuestionable
que no o, al menos, se habría desenvuelto más tardíamente. En cualquier caso,
no se debe olvidar que el oscurantismo, la propensión a las supersticiones, la
paranoia nacionalista y la irracional pasión de los seres humanos por la
violencia, rasgos todos alejados de la búsqueda del placer intelectual que
propugnaba Epicuro, son lacras que solo se pueden atenuar con la luz que emana
de la razón. La lucha del logos contra el mito es, pues, una pugna perpetua.
En los aciagos momentos que hoy vivimos, tal vez sea oportuno
terminar con los versos de Lucrecio, solo un fragmento del memorable “Himno a
Venus” que inicia la obra, en la bella traducción del abate Marchena:
Haz que entre tanto el bélico tumulto
y las fatigas de espantosa guerra
se suspendan por tierras y por mares;
porque puedes tu sola a los humanos
hacer que gusten de la paz tranquila;
puesto que las batallas y combates
dirige Marte, poderoso en armas,
que arrojado en tu seno placentero,
consumido por llaga perdurable,
la vista en ti clava, se reclina,
con la boca
entreabierta, recreando
sus ojos de amor ciegos en ti, diosa,
sin respirar, colgado de tus labios.
Muy interesante incursión filoso-filológica. La verdad es que no he transitado mucho a la Lulu de la literatura latina, Lucrecio y Lucano. El último me resulta un poco más familiar. Su Pharsalia es un poema que inaugura la épica de la derrota. No canta a los hijos de Marte ni a la grandeza de Roma sino su ruina y su destrucción y también es oscuro, a veces enigmático como Lucrecio. Me he sentido inmediatamente compelido a volver sobre De Rerum Natura. Un placer leerte.
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