miércoles, 4 de enero de 2023

 

                                                                   ISABEL



Siendo pequeña y no habiendo llegado aún la guerra, su madre salía en un coche de caballos dando la vuelta al ruedo en la plaza de las Ventas. Ella lo veía desde las gradas acompañada de su tío y de sus hermanos. Estaba acostumbrada a esos acontecimientos grandilocuentes porque su abuelo era un importante empresario de la almoneda, dentro del intrincado escenario del Madrid de la República, e Isabel, todavía muy niña y dócil, disfrutaba con aquellas fiestas en las que cantaba y bailaba sin ton ni son y hacía reír las gracias que provocaba con su inocencia. Su situación en la familia, la menor y al cuidado de otros tres hermanos, la inclinaba a sentir una alegría desbordada, siempre contenta sin ser consciente de la realidad, observando el lado más jovial en cada sucedido, divirtiendo continuamente con sus ocurrencias.


¡Isabel! ¡Isabelita!¡Isa!”, gritaba su madre a la hora de la merienda, y ella subía corriendo al olor del pan con sardinillas que repartía generosamente con sus amigos de juegos. Ya durante la guerra, sus padres la llevaron a vivir con una mujer cuya vivienda se encontraba en una zona más protegida de los bombardeos, mientras sus hermanos se alistaban en el ejército popular exceptuando el más pequeño, al que su padre sacó del tren cuando se disponía a marchar con el resto de milicianos. Isabelita los echaba de menos y tenía que hacer un esfuerzo por sacar su sentido del humor a relucir, pero no se desanimaba y jugaba solitariamente con las pocas muñecas que le habían dejado llevarse. La relación con la señora era cordial y ayudaba, en la medida de sus posibilidades y a pesar de su edad, en las tareas del hogar. Con todo, el breve tiempo que había pasado en la escuela le ayudó a resolver sencillas cuentas y a leer libros fáciles que la entretenían en las tardes llenas de temor por las incursiones del frente nacional; mientras la radio retransmitía los movimientos republicanos, ella se distraía mirando las viñetas del Pulgarcito y ojeando los cuentos de Celia, lo que le permitía fantasear con un mundo irreal y olvidar los sinsabores de su existencia.


Después de pasar un tiempo en el campo de concentración de Argelés-Sur-Mer, sus hermanos mayores volvieron a reunirse con la familia y ya, todos juntos, afrontaron la posguerra no sin cierta desazón, puesto que la contienda había hecho mella en la fortuna que el abuelo había amasado gracias a las antigüedades. A pesar de todo, la madre de Isabelita seguía despilfarrando, y un día sí y otro también solía pedir los cocidos de Casa Lhardy y los almuerzos de Viena Capellanes, lo que llevó la economía parental al borde de la quiebra . La niña, sin embargo, era feliz, interpretando obras de teatro con su amiga Luisita en las que se disfrazaban y hacían gala de su imaginación ofreciendo actuaciones para goce de los más cercanos.


Transformada en una joven muy atractiva, los amigos y conocidos decían que se parecía a la actriz Carole Lombard. Así, cuando cumplió 20 años, Isabel ennovió con un apuesto auditor de una conocida firma de baterías y juntos decidieron enfrentarse a lo que les deparase el destino. Convertidos en marido y mujer, tuvieron que marchar a la ciudad de Córdoba ya que a él le trasladaron por motivos de la empresa y, allí, al poco tiempo, tuvieron un hijo. Isabelita cuidaba del niño y de su madre, la cual hacía poco que había enviudado, y entablaba buenas migas con las vecinas de la barriada andaluza. Ocurrió que un buen día, una de estas residentes, con varios hijos y estando embarazada, entró en situación de parto y tuvo un aborto. La mujer, ignorante, entregó el feto a los niños para que jugasen con él. Cuando Isabel y su madre entraron en la casa, se encontraron a la vecina en la cama con las sábanas ensangrentadas y a los churumbeles bañando en un barreño, como si de un muñeco se tratase, al engendro que su progenitora había extraído de sus entrañas.

-¡Si es que son muy brutos, si es que son muy brutos!-exclamó Isabelita. “-Con decirte que el marido arranca el coche con el embrague echado”-todo esto mientras ayudaba a la mujer a levantarse y su madre llamaba a una ambulancia.


Andando el tiempo, los esposos, la suegra y el hijo regresaron a Madrid en busca de una mejora económica que no llegaba. La demediada fortuna del abuelo había quedado mal repartida entre sus herederos y, la madre de Isabel, sólo recibió unos mantones de los tiempos gloriosos y unas pocas joyas que acabó malvendiendo con el fin de seguir consumiendo los manjares a los que estaba acostumbrada. A menudo, pedía a su hija manitas de cerdo y los entresijos y gallinejas que las freidurías madrileñas ponían al servicio de sus paisanos y, eso, junto con otros caprichos que demandaba ponía a Isabelita en una situación financiera muy comprometida. El nieto, dotado de un acerado humor, gastaba bromas a su abuela acerca de su glotonería, lo que provocaba las risas de sus padres, pero la anciana, no entendiendo el sentido de estas fantasías, murmuraba con hosco gesto: “-A este chico debéis llevarle a observación.”


Con los años y ya fallecida su madre, Isabel mantenía su jovialidad y gustaba de poner motes a los famosos de las revistas o a los conocidos que provocaban su hilaridad. Sin ir más lejos, al hijo de una folklórica famosa le llamaba “El coquito de la lenteja” y a Paquito, el marido de la portera, le apodaba “Cabezón de la sal” por el gran promontorio que cargaba sobre sus hombros. Cuando se juntaba con su cuñada, entre las dos sacaban punta a todos los acontecimientos del día y a los eventos de la alta sociedad, tal era su capacidad de burla que no paraban en mientes ante todas las ocurrencias que se les presentaban de continuo. Y el niño de Isabel no le iba a la zaga: ya de mayorcito le sacaban parecido con el cantante Manolo García, y él hacía gala de una fina ironía comentando que debía haber cotizado a lo largo de su vida en la modalidad de artista.


Sucedió que el joven se emparejó con una compañera de trabajo con la que tuvo un hijo, pero ella era lo bastante severa y egoísta como para no empatizar con su suegra. No obstante, la alegría del nieto colmó los deseos que pudieran tener los abuelos acerca de este asunto y volcaron todo su amor en aquel regalo que les había llegado con la vejez.


Cuando el Alzheimer hizo presa en la mente de Isabel, su familia la trasladó a una residencia de bajo presupuesto puesto que era lo único que se podían permitir. Allí falleció afectada por un virus convertido en pandemia mundial y por la nefasta gestión de unas autoridades autonómicas encargadas de la residencias de mayores. Murió sola, sin el calor de una mano amiga, sin la caricia de una voz, sin la viveza de una sonrisa, sin el ánimo ante el desaliento. Murió como nadie debe morir, porque nadie se merece marchar sin el soplo de un ser querido.




                              ESTRELLA DEL MAR CARRILLO BLANCO

                                                 4 DE ENERO DE 2023

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