miércoles, 10 de marzo de 2010

Pornocuras y pederastas de Cristo

A lo largo de los siglos han sido numerosos los casos en que algunos príncipes de la Iglesia se han visto envueltos en sórdidos asuntillos eróticos. Así, poco o nada sorprenden ya episodios recientes, como el de un Caballero de su Santidad y un cantor de la capilla Giulia dedicados a la prostitución masculina o que un curilla rural de Toledo ofreciera por Internet sus servicios sexuales a cambio de una módica cantidad de dinero. Hace mucho tiempo que, como consecuencia de comportamientos semejantes, la sabiduría popular acuñó refranes alusivos: “Nunca digas de esta agua no beberé ni este cura no es mi padre”.
La literatura culta también ha recogido en numerosas ocasiones los pecadillos a los que se entrega el clero. Desde el medieval Libro del arcipreste de Hita, pasando por el Lazarillo de Tormes, hasta las obras más próximas a nuestros días de Galdós (Tormento), de Clarín (La Regenta) o de Valle-Inclán (Divinas palabras), por citar textos señeros, sirven para ilustrar las debilidades de los curas. Se podrá aducir en buena lógica que tales ejemplos no son reales y pertenecen al ámbito de la literatura. Cierto; pero, teniendo en cuenta la vocación realista de nuestras letras desde sus albores hasta hoy, se podría argumentar que estos no son más que reflejos de una realidad social persistente. Mas, si se desean referencias históricas, bastaría recordar la depravación incestuosa del Papa Alejandro VI en las postrimerías del siglo XV o el escándalo que provocó en Martín Lutero, durante una visita a Roma, comprobar que en la ciudad de las siete colinas existieran burdeles exclusivos para sacerdotes.
Aún así, teniendo en cuenta la dilatada historia criminal de la Iglesia, las prácticas amatorias de los discípulos de Cristo son meras anecdotillas, sólo útiles para amenizar tertulias o sonrojar a algún columnista del ABC. Siempre choca, sin embargo, que quienes se permiten predicar la rectitud moral y hacen alarde de celibato incurran tan a menudo en los usos que ellos mismos condenan. También resulta curioso cómo, fruto de los tiempos, pese a pertenecer a una organización anacrónica, el cura libidinoso sabe valerse de los adelantos modernos. Es el caso del apuesto párroco del toledano municipio de Noez, sirviéndose de Internet para publicitar sus encantos y ofrecer servicios eróticos.
Tratamiento diferente merecen, en cambio, los casos frecuentes de pederastia dados a conocer en los últimos tiempos, que inculpan a un buen número de clérigos católicos estadounidenses, franceses, irlandeses, holandeses, alemanes y australianos. Los abusos sexuales, vejaciones y torturas a los que estos curas pervertidos sometieron a enormes cantidades de niños durante largo tiempo —algunas iniquidades se remontan a los años 30 de la pasada centuria— no son para tomárselos a broma. Máxime si se tiene en cuenta el tiempo que han tardado en hacerse públicos, debido tanto a la complicidad de la curia católica, presta a tapar los escándalos, como a la colaboración criminal de las autoridades políticas.
Estos ministros de la Iglesia convierten en un cruel sarcasmo las palabras de su líder: “dejad que los niños se acerquen a mí”. Quizá por esto el rabino de Nazaret, previendo la incuria, amenazó con el fuego eterno a aquellos que escandalizaran a los niños. Puede que alcanzara a intuir, en un rapto de omnisciencia, la ralea de los futuros pastores de su grey. Seguramente, la consideración de esta amenaza llevara hace poco al arzobispo Silvano Tomasi, observador permanente del Vaticano ante la ONU, a aportar al asunto un curioso matiz cuando afirmó que no debería hablarse de pedofilia —lo que implicaría la condenación eterna de sus artífices—, sino de efebofilia, practicada por homosexuales atraídos por adolescentes varones de entre 11 y 17 años. Como de los mozos nada dijo el maestro…
Es posible que alguna alma cándida considere que, aunque tarde, el Vaticano ha reaccionado con firmeza y que Ratzinger ha conminado con energía a los obispos irlandeses, por ejemplo, para que condenen el grave pecado masivo cometido durante décadas. Sin embargo, se echa en falta en la amonestación del Santo Padre el reconocimiento del grave delito. Porque los pecados, por abyectos que sean, se redimen mediante el arrepentimiento, la contrición y la penitencia; pero, para reparar un delito, hay que someterse al juicio de los tribunales ordinarios de justicia y se debe cumplir la condena impuesta, así como se hace imprescindible poner los medios para indemnizar a las víctimas. A veces, sin embargo, sucede. La Iglesia católica de Estados Unidos, después de recibir 10.667 denuncias, se animó en 2004 y en 2008 a aceptar en parte los daños causados y pagó indemnizaciones millonarias a una pequeña porción de las víctimas de sus orgías.
Pero lo que resulta evidente en todos los casos es que la doctrina de la Iglesia consiste en mirar para otro lado para ocultar. Un ejemplo significativo de dicha práctica se produjo en el pontificado anterior, durante el papado de Karol Wojtyla. Es el triste caso protagonizado por Marcial Maciel Degollado, sacerdote mexicano fundador en 1940 de los Legionarios de Cristo y del grupo sacerdotal Regnum Christi. Este personaje siniestro surge del vivero de la contrarrevolución cristera que, durante la década de 1930, sufrió México de la mano de grupos reaccionarios de clérigos opuestos al poder civil. Entre ellos destacó el obispo Rafael Guízar, tío de Maciel.
Según ha escrito Alejandro Espinosa en su libro El legionario, “Guízar acogió a su sobrino en su seminario clandestino, pero la buena relación entre ambos duró hasta que el obispo descubrió que el joven Maciel le estaba pervirtiendo su seminario con relaciones sexuales con otros estudiantes. El día en que el obispo murió había tenido una discusión muy fuerte con Maciel”.
La tesis de Espinosa, ex legionario de Cristo y víctima también de abusos sexuales, es que el sobrino envenenó al tío con cianuro, lo que explica que cuando se exhumó diez años después el cadáver del obispo estuviera incorrupto y presentara el cabello enrojecido, al parecer como consecuencia del envenenamiento. Sin embargo, las autoridades judiciales mexicanas prefirieron interpretar el fenómeno como un síntoma de la santidad del finado.
En los años 40, Maciel viajó a Madrid, donde su congregación recién creada fue muy bien acogida por las autoridades y la alta sociedad nacionalcatólica del franquismo. De hecho, los Legionarios fundaron en España la universidad Tomás de Vitoria y cuentan hoy en día con cientos de colegios, así como una amplia lista de seguidores entre los que se encuentran conocidos políticos conservadores de la actualidad.
Pero donde el ambicioso sacerdote mexicano halló su verdadera vocación fue en Roma, al servicio del papa Juan Pablo II, del que fue estrecho colaborador y confesor. Por esta afinidad, cuando los informes sobre escándalos sexuales protagonizados por Maciel abrumaron la mesa del despacho papal, el pontífice prefirió ignorarlos. Es más, conocedor de estas denuncias, Wojtyla no tuvo empacho en declarar, durante una visita a México, que su protegido representaba “una guía eficaz de la juventud”. Pero los testimonios sobre la desviada conducta del confesor del Papa se sucedían para acusarle de numerosos abusos sexuales sobre sus acólitos, de adicción a la morfina y de haber engendrado hasta seis hijos con distintas mujeres.
El cardenal Ratzinger, a la sazón prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (el Santo Oficio de la Inquisición puesto al día) tampoco hizo gran cosa contra Maciel; la vox populi tardó mucho en hacerse vox dei. Hasta que Ratzinger no fue proclamado Papa, no emprendió acciones contra el protegido de su antecesor. En 2006 el anciano fundador del Reino de Cristo fue apartado de Roma y se le conminó a llevar en México una vida apartada de oración y penitencia, alejado de cualquier ministerio público. Demasiado poco castigo para documentadas acusaciones de abusos sexuales en varios países.
Maciel murió nonagenario en 2008 y desde entonces los escándalos no han cesado. Sus hijos, ya adultos, han emprendido acciones legales para que se les reconozcan sus derechos legítimos. Aunque no todos: una de las hijas del fecundo sacerdote, Norma Hilda, residente en Madrid, ha pactado silencio a cambio de una pensión vitalicia. Significativamente, quien selló el acuerdo y se encargó de que la hija clandestina aceptara quedarse calladita fue el mismísimo secretario de Estado vaticano, el cardenal Tarsicio Bertone, durante una visita semioficial a España. Por el dinero, la Iglesia no debía preocuparse; el vil metal nunca fue un problema para los irónicamente llamados Millonarios de Cristo.
Inevitablemente, tras sucintas recapitulaciones como esta, caben muchas formas de interpretación. A mí se me ocurren algunas preguntas: ¿Con qué autoridad moral se invisten curas y obispos para censurar a la sociedad civil, incluso a los que no profesan su doctrina? ¿Cómo se permiten excomulgar, vetar obras o acusar de graves pecados quienes así se conducen? Y, en el caso de nuestro país: ¿A qué se espera para derogar los Concordatos firmados con la multinacional vaticana que tanto condicionan la vida pública española, comprometen la teórica separación Iglesia-Estado y conculcan el precepto constitucional sobre libertad de cultos?
De todas formas, con todas las salvedades que se quiera, la Iglesia habrá de reconocer que una parte significativa de sus ministros son una jauría de enfermos desesperados. Ante dicha situación, a la Iglesia actual se le ofrecen dos opciones: asumir esta perversión de su ministerio, en tal caso yo les propondría que nombraran obispo —de Mondoñedo, por ejemplo— al Rafita; o bien que intenten corregir sus desviaciones, para lo cual sería útil que la Santa Sede estableciera contacto comercial con alguna empresa de sexshop, con el fin de que les fabriquen monaguillos hinchables de plástico. Repartidos entre los misacantanos junto al devocionario y el rosario, como un kit de supervivencia sacerdotal , mitigarían inflamadas urgencias. Los acosados feligreses se lo agradecerán.

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