lunes, 1 de marzo de 2010

Fly me to the moon

Antes de que, en el contexto de la Guerra Fría, el presidente Kennedy y el camarada Kruschov dieran rienda suelta a los excedentes de testosterona de sus respectivos arsenales para dirimir quién tenía los cohetes más largos, nuestro pálido satélite era un lugar que se sabía densamente poblado. A partir del momento en que el hombre pisó la luna —aunque sería mejor decir desde el momento en que Stanley Kubrick filmó para la televisión su película más vista—, simplones astrónomos y astronautas prosaicos han querido convertir un fértil vivero de la imaginación humana en yermo polvoriento, del que no fueron capaces de extraer más que una exigua colección de roquitas. Singular contienda esta, tantas veces librada, en la que la razón usurpa el trono del mito, para después erigir la no menos mítica satrapía del logos.
Mas no debe olvidarse que anteriores expediciones resultaron sumamente fructíferas, como la realizada por Julio Verne y reflejada en su relato De la tierra a la luna, en el que, por cierto, se inspira el Viaje a la Luna de Georges Méliès, película que nos dejó, cual indeleble icono, la prosopopeya del rostro lunar animado con la entrañable ingenuidad de cualquier dibujito infantil.
Sin embargo, debemos a Luciano de Samósata la más minuciosa narración sobre los hábitos y costumbres de los selenitas, criaturas que permanecieron invisibles para la miope exploración del siglo XX; probablemente porque sus populosas ciudades se asientan en el lado oscuro de la luna.
En sus Relatos verídicos, Luciano —tal vez deberíamos llamarle ya Luniano— refiere con lujo de detalles la idiosincrasia de la nutrida población lunera, con la que convivió amigablemente durante una larga temporada, llegando incluso a participar en sus frecuentes guerras contra los heliotas, altivos habitantes del sol.
Entre los rasgos de mayor rareza y curiosidad destacados por el conferenciante de Samósata aparece el hecho de que los selenitas no nacen de mujeres, sino de hombres, sin que exista entre ellos una palabra para designar a la mujer. Todos los habitantes actúan hasta los veinticinco años como esposas y a partir de esa edad, como maridos. Y no quedan embarazados en el vientre, sino en la pantorrilla (gastroknemia en griego: panza de la pierna). A partir de la concepción, comienza a engordar la extremidad inferior; transcurrido el tiempo preceptivo, unos seis meses, dan un corte y extraen el feto muerto, pero lo exponen al viento con la boca abierta y lo hacen vivir.
Más sorprendente resulta el caso de un linaje de hombres que allí existe, los llamados “arbóreos”, que nacen de manera verdaderamente extravagante. Cortan el testículo derecho de un hombre y lo plantan entre el polvo lunar; de él brota un corpulento árbol de carne, semejante a un falo: tiene ramas y hojas y su fruto son las bellotas, del tamaño de un codo; cuando están ya maduras, las recolectan y extraen de su interior a los hombres. Curiosamente, sus partes pudendas son artificiales. Algunos las tienen de marfil, pero los pobres las usan de madera, y con ellas se unen y fecundan a su pareja.
Tras la vejez, el hombre no muere, sino que, como el humo, se disuelve y convierte en aire.
Especial extrañeza despiertan en el cronista los hábitos alimenticios de los selenitas. El menú es para todos el mismo: encienden fuego y asan ranas sobre el rescoldo —pues las ranas son muy abundantes allí, y vuelan—; una vez asadas, se sientan en círculo, como en torno a una mesa, aspiran el humo que asciende y se dan el festín. La bebida consiste para ellos en aire exprimido en copa, destilando un líquido como el rocío. No orinan ni defecan, ni poseen siquiera el orificio anal en el lugar que nosotros; ni tampoco los jóvenes ofrecen para el amor sus traseros, sino las corvas sobre la pantorrilla, pues en este lugar tienen el orificio.
Se considera hermoso en la luna al hombre calvo y pelón; los melenudos en cambio son despreciados. Aún así consideran hermosos a los cometas por su cabellera. Otro detalle: lucen barbas que crecen tímidamente sobre sus rodillas, y carecen de uñas en los pies, pues todos son solípedos. Sobre las nalgas de cada uno brota una col de gran tamaño, a guisa de cola, siempre exuberante, sin ajarse cuando caen de espaldas.
De sus narices fluye una miel muy agria y, cuando trabajan o hacen ejercicio, sudan leche por todo su cuerpo, lo que les permite elaborar queso, extendiendo sobre este una capa de miel. De las cebollas lunares, muy apreciadas, elaboran un aceite denso y aromático, como perfume.
Cultivan enormes extensiones de viñas para la producción de agua, pues los granos de los racimos son como el granizo. También sorprende al viajero observador —el que sabe mirar, claro, y ha superado la mera curiosidad geológica—- que estas criaturas empleen sus vientres como alforjas, colocando en ellos los objetos de uso corriente, pues pueden abrirlos y cerrarlos. No parecen albergar intestinos en ellos: tan solo una espesa cabellera interior, lo que les permite resguardar a los recién nacidos cuando hace frío.
La vestimenta de los selenitas opulentos es de vidrio maleable, y la de los pobres de hilado de bronce, pues abunda el bronce en aquellas regiones y lo trabajan reblandeciéndolo con agua, como la lana.
Por último, Luciano expone la peculiaridad de los ojos, pues los lunitas o luneños poseen ojos desmontables, y quien lo desea puede quitárselos y guardarlos hasta que necesite ver. Muchos, al perder los propios, los piden prestados a otros y ven. Los ricos suelen atesorar muchos en reserva. Tienen por orejas hojas de plátano, excepto los hombres-bellota; únicamente ellos las tienen de madera.
Si los exploradores que emprendieron las misiones de la NASA se hubieran esforzado en recorrer el paisaje lunar con la atención que merece, en vez de dedicarse a construir frasecitas para la Historia, a dar paseos en automóvil o a jugar al golf, tal vez todavía hoy conservaríamos un amplio reservorio para la casi extinguida imaginación, impidiendo así que los creadores actuales se vieran obligados a emigrar a la lunas remotas de Naboo o a los vastos bosques de Pandora.

1 comentario:

  1. Jeje, qué bueno. Sólo lamento una cposa, que te hagas eco de la simplona y prosaica leyenda urbana (o mejor relato de ciencia-micción) según la cual el Apolo XI era una peli de Kubrick.

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                                                              RICARDO      ...