lunes, 1 de febrero de 2010

Nuevos versos de Otsumi Mikawa

Hace casi una década, Ediciones La Rivoli dio a la luz un librito analógico, impreso sobre papel al viejo estilo de Gutenberg, en el que bajo el título Jardín interior se recogían por primera vez en castellano un centenar de jaikus de la poetisa japonesa Otsumi Mikawa. Aquellos versos fueron cuidadosamente recopilados, fielmente traducidos y primorosamente vertidos a nuestro idioma por el profesor D. Fernando Rayo.
Pese a la conmovedora belleza que exhalaba su lectura, la obra ha pasado inadvertida para la crítica literaria. Muchas pueden ser las razones de tan ominoso silencio, pero la principal se debe sin duda al hecho de que todo poeta nuevo, de verdadera e insólita novedad, precisa a su vez de una nueva especie de analistas. Dicho de otra forma: la auténtica poesía engendra necesariamente su propio lenguaje crítico, genera una obra crítica de valor condigno.
Si se acepta esta premisa, cabría inferir que la ausencia de valoraciones a lo largo de los dos últimos lustros sobre Jardín interior es un ejemplo elocuente del jibarismo que medra en nuestro Parnaso. Porque lo cierto es que la poesía de Mikawa ha creado un espacio en nuestras letras al que sería inútil acercarse con los herrumbrosos pertrechos de la filología al uso. Quienes intenten agrupar su lírica en conjuntos generacionales o medirla con el rasero de un discurso tan vacuo como reiterativo se condenan a no entenderla. La incompatibilidad de su lenguaje con el comentario de los reseñadores oficiales no puede ser más tajante.
Desde esta perspectiva, el mutismo con que se han acogido los versos de la autora japonesa es un elogio, a tenor de cómo se ha desarrollado durante los últimos veinte años la lírica en España, baldío en el que la grama prospera con la etiqueta manida de poesía de la experiencia, bajo la que se cobijan poetas cuyos versos harían sonrojar a cualquier lector sensible. Si entre los bardos actuales, agavillados por el segador de turno, hay algunos poetas, la mayoría de ellos no lo son: su lenguaje, meramente instrumental, no ha pasado por la indispensable alquitara que lo destile y transmute en un verbo radicalmente distinto. La ejemplaridad de Mikawa estriba precisamente en su busca señera de ese raro verbo, en la decantación de una palabra-materia que aspira a la palabra total, en la condensación del don que se sitúa entre el silencio y la locuacidad.
Resulta sumamente aguijador seguir paso a paso, estrofa a estrofa, la construcción del mundo poético de esta singular mujer. Cada una de sus estaciones o lances crea un ámbito de reflexión e impone al lector la aventura de adentrarse en una terra incognita en la que deberá acampar con levedad y sigilo, para examinarla con detenimiento.
Durante uno de mis frecuentes vagabundeos por la red tropecé por casualidad con nuevos jaikus de Otsumi Mikawa que tal vez pasaran inadvertidos años atrás al profesor Rayo o que quizá quedaron retenidos en su exigente cedazo. Los encontré en una página web francesa, traducidos por un tal Mato Masaaki, y me pareció oportuna la idea de recopilarlos para los curiosos lectores de La Rivoli. Modestamente, me he limitado a acomodarlos a nuestra lengua, intentando respetar la rigurosa disciplina de las diecisiete sílabas.


Tal vez la rosa
en su alba de rocío
contenga el mundo.



Sobre la helada
sola brizna de hierba
un triunfo verde.





Ese nubarrón
oculta la luz nueva
cesa la verdad.





Fin del recreo
basura de los niños
festín de aves.





Regato en sombra
en el claro esmeralda
nada la carpa.





En el ocaso
las alas de las grullas
incandescentes.





Gregal furtivo
helada voz de muerte
en los jardines.





Al pie de un árbol
rígido verde limón
verderón muerto.





En la flor blanca
mata la mantis, mata
belleza, muerte.





El verde nuevo
los brotes del granado
sombra y tesoros.





Vientos de marzo
las hojas del narciso
tan encorvadas.





Flauta de mirlo
rumores de arroyo
tarde perfecta.





¡Pobre granado!
en el desnudo invierno
sueña rubíes.





Comienza marzo
mientras gime la flauta
ronda de grullas.





En la pradera
como gotas de olvido
las orquídeas.





Descansa allí
en la sombra de la encina
la felicidad.





Albaricoque
el último, habitado
día en ayunas.





Aunque la riego
con el agua de lluvia
gardenia sin flor.





Dando saltitos
por la baranda el gorrión
su arroz reclama.





Viento alegre
las hojas del hibisco
deshidratadas.





Mi arroz comparto
con una gran familia
de gorriones.





Un arcoiris
en lo alto de la tarde
de abejarucos.





En las antenas
nostalgia del verano
abejarucos.





Como el lirio
amarlo casi todo
no amar nada.

(a Yasunari Kamabata)





Ulula el viento
el jardín yace yerto
ladran los perros.





Poeta mirlo
puntual cada tarde
hace un poema.





Una hoja sola
en la rama del árbol
sólo una idea.





Canta el ruiseñor
el bosque se hace un líquido
dulce en la fronda.





Canta la curruca
en tan breve garganta
canto tan hondo.





Tempranos brotes
apenas rotos, muertos
tardía helada.





El cielo rojo
entierro del amigo
la sierra azul.





Ropa tendida
el grito del halcón
rasga los cielos.





El mundo quizá
apenas sea sólo
la idea del mundo.

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