sábado, 29 de enero de 2022

Cocktales

 

                                                                   HEMINGWAY 

       Miro tus ojos que no me miran y miro mi pierna que me duele. Mi pierna anclada para siempre a mí y que no me mira, ajena siempre a mí y distinta de mi otra pierna. A veces caminan como si quisieran despedirse la una de la otra y me hacen parecer un pato. Llevan toda su vida viviendo juntas, y eso ha hecho surgir celos y envidias. No siempre me levanto con la misma pierna ni destino a una sola todas mis actividades. Procuro equilibrar, pero hábitos inevitables han supuesto cierta especialización, y si repaso sus vidas, discrimino afectos y encuentros. Mi pierna izquierda ha sido siempre el apoyo en la barra de mis bares, para chutar un balón, para hincar su rodilla al intentar amar la pierna derecha de alguna mujer, para embragar y desembragar y acabar cargándome el embrague. Ha sido una pierna sustantiva. Mi pierna derecha ha sido el verbo, la acción, la que camina y arrastra a su compañera que tiende a pesar de su pasado al inmovilismo físico. El horror de las palabras en ismo, quedan aisladas como piernas fugaces en algún armario de la memoria.

            Margarita me dijo me gustan tus piernas porque hablan cuando estás como ausente y hay un hipopótamo que pasea circunspecto por las calles de Pamplona y acaba de asomarse a la puerta del bar. Cuando Margarita, oceánica y baluarte, hacía ese tipo de afirmaciones yo la miraba como si fuera el obispo auxiliar de la diócesis Osma-Soria oficiando una novena a San Pancracio, es decir, como Bogart debería de haber mirado a la Herpburn antes de viajar por el África, reina. Miré mis piernas y comprobé que callaban presentes aunque Margarita adelantaba una de sus rodillas (pierna derecha) y la acercaba cordial a la rodilla de mi pierna izquierda, ambas enfrentadas bajo la barra del bar. El hipopótamo nos miraba melancólico con aires de viejo y de anfibio, y la tarde amenazaba lluvia y frío bajo los soportales. Detrás del gigante del gran río, que aquí parecía pequeño y suplicante, se alzaba un hombre de cuyos hombros pendía un cartelón que anunciaba un circo y que rogaba llenar de agua el cubo que llevaba en una mano para rociar la piel reseca de su paticorto reclamo, cuyos ojos lacustres se cruzaron un instante con los míos, añorantes los dos de lagos de agua dulce, él tan ungulado y yo flojo de piernas. Miré a Santiago cuando ya me temblaban las rodillas y estaba a punto de morirme en la tarde. Virtió el Pernod en una copa y añadió champán hasta conseguir el efecto adecuado de color lechoso opalescente:

“Beba despacio, y cuando haya dejado de llorar, pídame de tres a cinco copas más de este cóctel”.

 


2 comentarios:

  1. Excelente incursión montenegresca en el turbulento mundo del erotismo onírico y etílico al que tanto y tan bien nos tiene acostumbrados este capitán ballenero de la Laguna Negra con su nostalgia de joven viejo y una adjetivación precisa, chocante y deslumbrante, oceánica y baluarte.

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  2. Magnífico Montenegro, como siempre, surrealista y lúcido, decadente y, desgraciadamente para las letras patrias, diletante. Un placer leerte, querido Montenegro. Solo un reproche: echo en falta la alusión a la pierna adjetival o adverbial, no sabría decir.

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                                                              RICARDO      ...