HEMINGWAY
Miro
tus ojos que no me miran y miro mi pierna que me duele. Mi pierna anclada para
siempre a mí y que no me mira, ajena siempre a mí y distinta de mi otra pierna.
A veces caminan como si quisieran despedirse la una de la otra y me hacen
parecer un pato. Llevan toda su vida viviendo juntas, y eso ha hecho surgir
celos y envidias. No siempre me levanto con la misma pierna ni destino a una
sola todas mis actividades. Procuro equilibrar, pero hábitos inevitables han
supuesto cierta especialización, y si repaso sus vidas, discrimino afectos y
encuentros. Mi pierna izquierda ha sido siempre el apoyo en la barra de mis
bares, para chutar un balón, para hincar su rodilla al intentar amar la pierna
derecha de alguna mujer, para embragar y desembragar y acabar cargándome el
embrague. Ha sido una pierna sustantiva. Mi pierna derecha ha sido el verbo, la
acción, la que camina y arrastra a su compañera que tiende a pesar de su pasado
al inmovilismo físico. El horror de las palabras en ismo, quedan aisladas como
piernas fugaces en algún armario de la memoria.
Margarita
me dijo me gustan tus piernas porque hablan cuando estás como ausente y hay un
hipopótamo que pasea circunspecto por las calles de Pamplona y acaba de
asomarse a la puerta del bar. Cuando Margarita, oceánica y baluarte, hacía ese
tipo de afirmaciones yo la miraba como si fuera el obispo auxiliar de la
diócesis Osma-Soria oficiando una novena a San Pancracio, es decir, como Bogart
debería de haber mirado a la Herpburn antes de viajar por el África, reina. Miré
mis piernas y comprobé que callaban presentes aunque Margarita adelantaba una
de sus rodillas (pierna derecha) y la acercaba cordial a la rodilla de mi
pierna izquierda, ambas enfrentadas bajo la barra del bar. El hipopótamo nos
miraba melancólico con aires de viejo y de anfibio, y la tarde amenazaba lluvia
y frío bajo los soportales. Detrás del gigante del gran río, que aquí parecía
pequeño y suplicante, se alzaba un hombre de cuyos hombros pendía un cartelón
que anunciaba un circo y que rogaba llenar de agua el cubo que llevaba en una
mano para rociar la piel reseca de su paticorto reclamo, cuyos ojos lacustres
se cruzaron un instante con los míos, añorantes los dos de lagos de agua dulce,
él tan ungulado y yo flojo de piernas. Miré a Santiago cuando ya me temblaban
las rodillas y estaba a punto de morirme en la tarde. Virtió el Pernod en una
copa y añadió champán hasta conseguir el efecto adecuado de color lechoso
opalescente:
“Beba despacio, y cuando haya dejado de
llorar, pídame de tres a cinco copas más de este cóctel”.
Excelente incursión montenegresca en el turbulento mundo del erotismo onírico y etílico al que tanto y tan bien nos tiene acostumbrados este capitán ballenero de la Laguna Negra con su nostalgia de joven viejo y una adjetivación precisa, chocante y deslumbrante, oceánica y baluarte.
ResponderEliminarMagnífico Montenegro, como siempre, surrealista y lúcido, decadente y, desgraciadamente para las letras patrias, diletante. Un placer leerte, querido Montenegro. Solo un reproche: echo en falta la alusión a la pierna adjetival o adverbial, no sabría decir.
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