Estalla el mes de mayo con su lujuria de flores, exultantes luces electorales bajo un sol de injusticia, pertinaces alergias y poéticas concentraciones en plazas doradas. Pero, sobre todo, de los niños soldado y las núbiles doncellas comulgantes.Es entonces cuando recordamos aquel dictamen de Nietzsche denunciando la tibieza de los cristianos: "Si es verdad que ahí se encuentra lo que por fe debe ser el cuerpo de Cristo, no entiendo cómo los cristianos no salen gritando de alegría a la calle."
Ciertamente, asombra la pasividad e impavidez con que reciben su carne sin mostrar la menor emoción. Mas otro estupor nos invade: que tan excelso acontecimiento de teofagia y totemismo ritual sólo merezca una convencional celebración en los Salones "Lady Ana" o cualquier otro mesocrático establecimiento. También origina una deliciosa perplejidad el carácter de noviciado militar que encierra tan marcial ceremonia. Bien de marineritos o almirantes los niños, o de novias místicas las niñas, los indefensos impúberes, tensos y vigilantes por la solemnidad que van a cumplir, templan y aquietan su ánimo tan pronto les asalta el balsámico pensamiento de que, al serles dada por primigenia vez la comunión, lo van a hacer vestidos de manera correspondiente: los varones, con la ropa del oficio que más sabe de dar hostias; las hembras, con el dulce atavío de la sumisión y la obediencia.
Dejando al margen el rito de religión civil o la probable conculcación de los Derechos del Niño que el suceso iniciático entraña, es claro que mediante este trascendental acto confirman su ingreso en una antigua y "Honorable Sociedad", que ha acreditado su eficacia en múltiples y acrisoladas infamias. Pero volvamos a la sencillez y emoción con la cual viven las familias el hecho. Versadas, instintivamente por supuesto, en tácticas de guerrilla urbana, se las puede ver emboscadas en la puerta de un bar o restaurante, o marchando alegremente por las calles con la satisfacción del requeté recién comulgado, el niño o la niña de avanzadilla traviesa y pizpireta, y la voz tribal que les advierte de que están poniendo en peligro de rotura o suciedad el uniforme o traje.
Todas estas maniobras vienen a desembocar en el gran ágape de celebración en las susodichas fondas u hospederías. Allí menudean las cultas y jocosas conversaciones, con un punto siempre chispeante de maledicencia, sobre el resto de los comensales, la grata fanfarronería sobre quien tarda menos en llegar con el coche a Murcia o Alicante, lo buena que se está poniendo la hermana pequeña de Alicia o las dudas sobre si la ensaladilla no estará un poco pasada. Tampoco suele faltar el lisonjero que ensalza lo guapa que está la niña con su vestido blanco: "¡Parece una novia!". Y si el pudor y la ocasión lo permitieran, el pedante que trae a colación pasajes del "Cántico espiritual" o el "Cantar de los cantares".
Cuando la liturgia declina, y los últimos y delicados acordes de un pasodoble se pierden con la tarde, todos los participantes, amohinados por tanto trasiego de viandas y alcohol, y no por la lucidez no alcanzada, dan por acabada la feliz ceremonia con la sensación que expresara tan bien el poeta (y que un gran amigo mío tanto festeja) " de una bulla triunfal en los vacíos".