miércoles, 13 de abril de 2011
Egoísmo.
Vale, soy un cochino egoísta por plantear las cosas en estos términos, pero llegados a este punto tengo que confesar que uno de los mayores aciertos de mi vida ha sido conocer a Montenegro. Envejezco y sobrevivo aferrado a un puñado de convicciones: que me tengo que morir, que entretanto necesito a ciertas personas a mi lado y que mientras Montenegro me asista no habré perdido mi juventud. Al frescor de un par de cervezas él nunca dirá que no a ninguna de mis quimeras crepusculares, un periplo imposible por el Mediterráneo, una editorial revolucionaria, una guía de polígonos industriales con encanto, una entelequia nueva y virginal. Y esto me esponja el alma y me hidrata el cutis. Él no lo sabe pero mi hemisferio izquierdo necesita el riego sanguíneo de esa amistad clásica, vital, inconmensurable. Y a cambio no tienes que hacer nada. Ser al fin tú toda la tarde y que te abra su casa -Tierra Santa-, su nevera, su corazón tan grande y sus brazos enormes.
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