viernes, 1 de julio de 2011

Una experiencia libresca

A mis queridos colegas rivolinos, que me han abandonado a mi suerte en las procelosas páginas de la web, para ver si se animan a colgar algún texto en esta que yo creía empresa común.







Hoy he oído en las noticias el caso de Juan Haldudo y Andrés Otawe. Una de esas historias chungas que ocurren todos los días, solo que esta me toca más de cerca. Mirado desde el que se entera por la tele, es un asunto fácil. El tal Haldudo, ganadero de la sierra, contrató a un chavalín africano, Andrés Otawe, uno de tantos de los que llegan en cayucos, para que cuidara de sus ovejas. Todo bajo cuerda, claro. Al parecer, el chico, que curraba por cuatro perras, no se tomaba muy en serio su oficio y perdía de vez en cuando algún animal. Haldudo se lo echó en cara, discutieron, pelearon y el ganadero murió apuñalado. Detuvieron a Andrés, le juzgaron y hoy le han metido dieciocho años de maco. Su abogado alegó defensa propia, que cuadra con las graves heridas que tenía el chico cuando lo trincaron. Dio igual. El abogado quiere recurrir, aunque para toda la peña es un caso cerrado. Yo podría echarle un cable, pero paso. Entre otras cosas, me perjudicaría… Además, me importa un carajo.
Escribo en esta libreta la historia tal y como la recuerdo. Lo hago por pasar el rato y porque sé que nadie la leerá.
Me gusta el campo. O la naturaleza, como dicen los lilas esos que defienden los bosques y a los animales. A mí los bichos y los árboles me la sudan. Lo que me mola del campo es que no hay nadie, que se puede estar solo mucho tiempo sin ver un alma. Cuando me mosqueo con la Mari o me pillo algún rebote, cojo el buga y me abro al campiri. Me da igual el sitio, poco me importa que haya montañas o llanos. Lo que busco es no ver vasca, y ya está.
Aquel día me peleé con mi tronca, la Mari. Nos llevamos bien casi siempre, pero de vez en cuando se me acampana y me la monta. La podría haber estampado contra una puerta. Me corté. Mejor pirarme por ahí hasta que se le pasara el mal rollo. Pillé una china en lo del Sebas y tiré para la sierra. Después de una hora conduciendo, dejé la carretera y me metí por un camino de tierra que iba entre árboles. Al cabo de un rato, en un sitio que me pareció guay, paré el coche y me puse a andar. Hacía bueno y todo estaba verdecito, mazo guapo. Cogí un palo y lo usé de bastón. Caminé largo trecho hasta que en una revuelta del sendero encontré una fuente. Paré a refrescarme y a descansar un ratito. Me senté apoyado en el tronco de un pino y me lié un peta. Se estaba de puta madre y no se oía nada más que algún pájaro y el chorrito de agua en el regato del manantial. Grabé letras en el palo con la navaja. Decidí poner Mari, para luego regalárselo a la Mari, cuando volviera. Quedó chulo. Recordando a mi tronca se me puso dura. Suele ocurrirme, porque está buena que te cagas. Me hice una paja pensando en ella, que me dejó suave. Me entró sueño, y me quedé sopa mientras acariciaba mi cara un airecito guapo.
No sé cuánto tiempo estuve grogui, pero sí recuerdo que me desperté sobresaltado por un chillido, como el de un animal herido. Supuse que sería un jabalí o algo así. Al poco volví a oír el grito. Ahora parecía de alguien que estaba sufriendo. Como no tenía nada mejor que hacer, decidí enterarme de lo que pasaba. Me metí en el bosque en dirección a los chillidos, que cada vez se sentían más cerca. A pocos pasos, en un claro, vi un caballo atado en una encina y en otra a un negrito que era el que daba voces; y con razón, porque un tío le estaba breando a correazos. Mientras le zurraba la badana, le iba diciendo lindezas:
—¡La próxima vez espabilas, mamón!
Y el chaval respondía:
—¡Estaré listo, por favor, ya vale; no pegar más, no pegar más! ¡Yo vigilo ovejas!
Me acerqué con cuidado, sin hacer ruido. Cuando estuve a tres o cuatro metros del de la correa, cogí el palo con la derecha y, dando golpecitos en la palma de la otra mano, le entré al pavo:
—¿Por qué no pruebas conmigo?
El campesino se dio la vuelta y, al verse a tiro de garrote, se lo pensó mejor. Muy templadito dijo:
—Mire, señor, este desgraciado al que estoy castigando trabaja para mí cuidando un rebaño de ovejas que tengo en estos contornos. Es tan descuidado, que cada día me falta alguna. Porque le descuento de su sueldo las pérdidas, dice que soy un miserable. Así, para que aprenda a tratar como Dios manda a la gente, le estoy dando lo que merece.
—¿Lo que merece? Suéltalo ahora mismo, si no quieres que te abra el melón de un palazo —dije.
El menda bajó la cabeza y sin decir ni pío desató al negrito. Pregunté al chaval cuánto le debía el ganadero. Calculó nueve meses a ciento cincuenta euros cada mes.
—¿Ciento cincuenta pavos, cabronazo? —dije, mirando a aquel negrero sádico.
—Teniendo en cuenta las mermas, pierdo dinero —respondió—. Además le visto, le calzo, le doy comida y cama. Incluso, un tiempo que anduvo enfermo, le pagué el médico y las medicinas.
Apreté los dientes y ganas me entraron de molerlo a garrotazos allí mismo. Pero me frené. De todas formas, me resultaba curiosa la sensación de que aquella mierda me era familiar, como si ya la hubiera vivido antes.
—Con los correazos, te has cobrado con creces —dije—. Así que ya estás achantando lo que le debes.
—Lo malo es que no tengo aquí dinero. Que se venga Andrés conmigo a casa, que yo le pagaré un euro sobre otro.
—¿Irme con él? —dijo el chaval—. Ni hablar. No ir. Cuando esté con él solo, me arranca piel a tiras. Juan Haldudo es chungo, es mucho chungo.
—Yo creo que te va a pagar —dije, y miré al tal Haldudo—; porque, si no, juro por estas que volveré a buscarte y te deslomo a palos, aunque te escondas más que una lagartija, como que me llamo Contreras.
Di media vuelta, me interné en el bosque y desaparecí. Sabía de sobra que aquello no había terminado. Me senté tras uno matojos y esperé. Así escondido, me vino de pronto. Ya sabía a qué me sonaba todo aquello. Yo no leo libros, es mazo aburrido, pero me acordé de unas historias que nos leía el maestro en la escuela sobre un pibe que perdió la chola, un caballero de esos de antes. Le pasó algo parecido. Se topó con un nota que pegaba a otro chaval, como al negrito. Me rayó un poco la coincidencia. Pero recordé que el loco aquel, después de parar la paliza, se fue y se quedó tan contento. Yo no.
Pasada media hora volví a oír los gritos; ahora más fuertes, si cabe. Me acerqué sigiloso, como un comanche de las pelis. Efectivamente, Haldudo volvió a las andadas: había atado otra vez al moreno y se estaba empleando a fondo con él. Me escondí tras unas rocas. Abrí la navaja. El chaval ya no gritaba, porque había perdido el conocimiento, pero Haldudo seguía pegándole con todas sus fuerzas. Esperé a que tuviera la correa en alto y salté sobre él como una fiera. No le di tiempo. Le metí la navaja entre las costillas y lo dejé seco. Corté las ligaduras de Andresillo, que seguía inconsciente, y me piré de allí cagando leches. Eso fue todo.

4 comentarios:

  1. Se agradece el relato, dados los rigores veraniegos. Pero también se agradecería el haber aceptado la invitación para los componentes de La Rívoli del sábado día 2.
    Un saludo

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  2. Recomendable lectura para quienes no saben que los haldudos que nos muelen diariamente a garrotazos sólo dejarán de hacerlo cuando nos tengan miedo, un miedo real y físico. Se lo escuché a un viejo algo desencantado por lo que acababa de escuchar en una de las asambleas que han llenado algunas plazas ciudadanas. Se lo decía a su mujer, que también pasaba de los 70 años: "Desengáñate, María Josefa, no hay revolución sin sangre". Don Quijote también lo sabía y por eso en alguna alta ocasión embrazó la lanza para ensartar sin contemplaciones a algún fraile de san Benito.

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  3. Qué grato comprobar que seguís ahí, al otro lado de la página. Llegué a creer que me habíais condenado al onanismo literario.
    Estrella, no sabes cuánto lamento no haber podido asistir a tu convocatoria, pero últimamente mis fines de semana son complicados, familiarmente complicados. Espero que lo comprendas. Sin embargo, me encantaría que una noche, como proponía Mishkin, nos reuniéramos para tomar cañas e intercambiar impresiones. Vuestro siempre...

    Negro Black

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  4. Aunque más tarde de lo que quería, excelente relato postmoderno y barriobajero con todo el antiguo sabor clásico. Me he vuelto a acordar de él cuando pasaba ayer por los campos de Chinchilla y ví el letrero de un pueblo desconocido para mí: Agramón. Me evocó tu cuento y la posible referencia a un dios menor del vino triste y rencoroso (ninguna alusión a tu egregia persona). Serán cosas del verano y el recuerdo hondo del Quijote. Un saludo fraternal.

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                                                              RICARDO      ...