jueves, 28 de julio de 2011

Últimas horas del niño Federico Nietzsche

"Las palabras más silenciosas son las que traen
la tempestad. Los pensamientos que se acercan
con pasos de paloma dirigen el mundo"
FEDERICO NIETZSCHE







Cuando Federico Nietzsche volvió a ser niño en la alta noche de su locura, sólo le confortaban la lectura de Spinoza y ciertos pasajes musicales tocados por su madre al piano. Nunca fue la luz más hermosa que en aquellas mañanas de invierno en la casa familiar de Weimar, mientras el silencio le retiraba con su mano de agua la oscuridad del rostro. A veces, la fiebre conquistaba su cuerpo y le venían imágenes y vivencias anteriores a esta nueva infancia, de otro tiempo en que pensaba y escribía con sangre, desde ese patíbulo en que se convirtió su vida y ahora le hacía balbucear muy para adentro, inconscientemente: "Sí, ahora y en la hora en que estamos todos como muertos, y el alma es sólo un frío infinito que nos gangrena los labios".


A la otra niñez, la oficial, también regresaba en ocasiones, sobre todo al languidecer la tarde e incendiarse la hilera de cedros que se alzaban sobre la cercana colina. Con el viento solía llegar la visión de su padre, adusto clérigo protestante, poco antes de morir, y ese triste olor nunca olvidado que exhalaba su cabello. Se asomó por vez primera al horror y la soledad que alberga el protestantismo, todas las religiones, en suma. Y nuevamente afloraban recuerdos inconexos: "Elisabeth, hermana, sabrás que en Leipzig me masturbé frecuentemente"; "te aseguro que me gustaría creer, como el buen ladrón en la cruz, que existe el paraíso"; "Cristo, Platón, la propia vida... ¿quién pisoteó la belleza y la libertad de tantas flores?". Sin duda, había sangre de camellos muertos por tanta carga en la travesía del desierto.


Porque hubo un tiempo en que buscó el amor como una fiera solitaria, viajando hacia la demencia con insinceros oficios de soberbia, a los que llamó filosofía. Desollar la desesperación para sentirla en carne viva. Simulacros de felicidad o música, en forma de mujer, llámese Lou Andreas Salomé o, tal vez, Cósima Wagner. No importaban los países ni los paisajes, siempre ese pensamiento salvaje insinuándose como una herida en medio de la noche.


Mientras su madre lee el final de la Ética de Spinoza: Lo excelso es tan difícil como raro, una sonrisa de águila danza en sus ojos lejanos. Nadie supo nunca nada, pero el mundo había renacido semejante al sueño de un león.


Del cadáver de este león y de su memoria, aventada la ceniza del superhombre y la terrible idea del eterno retorno, surge un nuevo comienzo, el sueño que realmente somos: hombres y mujeres, bellos pero desvalidos ante la muerte. Porque no sólo soportan la soledad los dioses y las bestias, sino también, y más enérgicamente, los filósofos y los poetas, aquellos que han recuperado la sublime humildad de la infancia.



En la claridad de su aposento, entra por la ventana el olor de la lluvia igual que la lejana rosa de un recuerdo. Y Federico Nietzsche ve que al final la salvación es ser de verdad niños, ese echar a volar las doloridas palabras como si fueran renacidas y fulgentes aves. Que en el cielo y en la tierra, cuando el dolor, la enfermedad, la injusticia y la barbarie lo permitan, nos quede la feroz alegría que a todos nos iguala. Porque somos todos lo mismo: cuerpos solitarios de niños que hablan, callan y miran cómo cae incansablemente la nieve.

1 comentario:

  1. Hermosas palabras; como siempre, sorprendentes imágenes. Sin embargo, no tengo tan claro que la infancia sea, como suele ser común pensar, ese país idealizado que tan a menudo se recrea. Hay muchas infancias, en cualquier caso, y la de don Federico quizá fuera un bálsamo para ahuyentar sus demonios. Lo que sí sé es que leerte reconforta, sorprende y despierta en mí admirativos sentimientos de envidia (sana, creo). Prodígate más, Yepes. Un abrazo.

    Negro Black

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                                                              RICARDO      ...