Dios
no juega a los dados
Dios
no juega a los dados. En esto, Einstein llevaba razón. Dios es más de póker. No
es que desdeñe otros juegos de azar. La ruleta francesa, la rusa o el
blackjack, por ejemplo, también le ponen; pero el póker…
Las razones de dicha
preferencia son diversas. En primer lugar, Dios es, como se sabe, un ferviente
monárquico. La jerarquía de los naipes -reyes, caballeros, damas, pajes-
suponen su ideal de orden social. De hecho, desde siempre ha ungido con su
gracia a los soberanos. Por otra parte, nada como crear un mundo el viernes por
la noche en una partida de cartas: la larga velada con los coleguillas (algunos
arcángeles y un par de jinetes del Apocalipsis, imaginemos), el tapete verde,
la copa de ambrosía con hielo y soda burbujeando a su vera, un buen veguero…Y,
sobre todo, la pasión por el juego. Piénsese que, si Dios quisiera, podría
adivinar con facilidad las bazas que juegan sus compañeros de mesa, pero entrar
en variaciones y estadísticas rompería el encanto. Dios prefiere abandonarse al
azar de la baraja. Este capricho divino explica por sí solo algunas de las
desgracias que nos afligen, pero se comprende, sin el factor suerte la partida carecería
de emoción.
De todas formas, se dice que
tiene mal perder, que no soporta en un envite fuerte llevar un trío, pongamos
por caso, y que un rival le venga con un ful o un póker de cincos. En estos
lances, Dios se enfurruña y, aunque lo disimula, se percibe su enojo en cómo
lanza las cartas sobre el tablero o en esa manera obsesiva de alinear los
montoncitos de fichas.
Hay quien afirma que los
maremotos o las erupciones volcánicas responden a estos arrebatos, pero no está
del todo claro.
Infancia
Cuando recuerdo la infancia,
no puedo evitar acordarme de mis andanzas con otros niños, al atardecer, en los
solares del barrio, llenos de escombros, yerbajos y lagartijas. Sobre todo,
lagartijas.
Un muchacho de imaginativa
crueldad, Paquito, se había especializado en su captura (nada fácil, por cierto), para
crucificarlas a continuación en dos palitos atados en aspa; a veces, una
horquilla bastaba. Después, si el día acompañaba, las torturaba con una lupa,
concentrando con la lente la radiación del sol en un pequeño haz de luz
candente, a la altura del corazón. El animal no emitía quejido alguno, parecía
aceptar ese cáliz como un mesías resignado. Aun así, los movimientos de su
cabeza permitían intuir el sufrimiento.
En ocasiones, la ejecución se
interrumpía, porque las madres nos llamaban para que recogiéramos la merienda.
Entonces, la lagartija se quedaba sola en su calvario, tal vez horrorizada por
la resurrección.
Mientras
esperaba
Mientras esperaba a mi amigo,
hice tiempo. Se me da mejor el espacio, sin embargo. El otro día, sin ir más
lejos, fabriqué en un boleo un hueco para aparcar el coche. Pero el tiempo…
Empecé con unos instantes,
más aptos para principiantes. Cuando cogí cierta soltura, como mi amigo no
llegaba, ya me atreví con otros ratos más amplios, si bien se me escoraban un
tanto hacia el pasado. Es cuestión de práctica, desde luego, no se puede
improvisar semejante destreza. Además, como no creo en la pedagogía, soy
autodidacta, y eso se nota, claro, cuesta más.
De todas formas, cuando esté
más ducho, pienso construirme un par de eones y, entonces sí, estaré preparado
para crear un espacio-tiempo en condiciones, lo que me permitirá forjar mi
propio universo.
Fábula
del mono y el horizonte
Aquella mañana, el horizonte
devino en inconsútil yaga sangrienta. Un mono entusiasmado saltó de la rama y
corrió a su encuentro. No lograba alcanzarlo, pero notó cómo la cabeza se le
poblaba con figuras de agudos ángulos, de teoremas estrictos. Se tomó un
descanso y un plátano, por ver si se despejaba. Alguien que pasó por allí le
propuso cambiar el plátano por un adverbio de tiempo (siempre, creo), y
aceptó. Al poco tiempo, sin embargo, se sintió defraudado y experimentó un odio inusitado que nunca había sentido hasta el momento. Siguió caminando sobre sus patas traseras, para ampliar las zancadas. Tenazmente,
fatigó en vano los campos tras esa inasible línea remota.
Al caer la noche, desolado, añoró
su rama feliz y las hojas que ocultaban el horizonte, aquel nido mullido donde
se columpiaba la inconsciencia. Pero ya no supo regresar, y lloró por el irreparable error de bajarse del árbol.
Postulado
Si alguna vez lograra ser
Dios, prohibiría la serpiente en el Paraíso y no alentaría el fratricidio. También
arbitraría regímenes moderados de lluvia y reconstruiría Sodoma, permitiendo
incluso en sus calles nuevas la celebración del Orgullo Gay. Desde luego, si consiguiera
ser Dios, no exigiría oraciones ni holocaustos y, por supuesto, no enviaría a
mi hijo a mezclarse con los hombres.
Me limitaría, eso sí, a
contemplar mi creación como un artista, entreteniéndome en retocar los
detalles, consciente, en cualquier caso, como ocurre con los textos, de que ningún
mundo se concluye del todo, solo se abandona, ni existe obra que se precie sin
la imperfección.
Miradas
perdidas
¿Dónde van las miradas
perdidas?
La opinión más extendida sugiere
que son irrecuperables, pues en nada se posan. Se cree que huyen por la
ventanilla del autobús y vagan cuan fantasmas por las calles sombrías, diluidas
en un laberinto deshabitado. O caen al suelo en el paseo vespertino, sin
prender en materia alguna, música líquida atravesando la tierra, ínfimo
neutrino errante con rumbo a las antípodas de los pasos.
Pero tal vez viajen hacia
adentro, para explorar en quien mira sus más raras regiones y allá, en los
confines, quizá se confundan extraviadas con los días confusos que selecciona
el olvido.
En ocasiones, sin embargo, el
mar devuelve alguna mirada perdida, y no pasa nada.
En
días como hoy
En días como hoy, cuando no
me alcanzan los versos, me siento como esos poetas que, tras ofender al
emperador, son enviados al Ponto, para esquivar los dardos de los partos.
Pero siempre hay un momento
de descanso en el frente, una breve tregua para recoger a los muertos y tomarse
el bocadillo. Es entonces cuando me dedico a forjar mis confusos hexámetros, doblo
después con cuidado el pliego y fleto una paloma que atraviese el imperio transportando
mis tristes expónticas.